La l¨ªnea de sombra
?Alguien se acuerda del d¨ªa en que descubri¨® que exist¨ªa la sombra? Probablemente nadie. Y sin embargo, ?qu¨¦ d¨ªa tan importante! De repente, me doy cuenta de que alguien, la sombra, me acompa?a siempre y a todas partes. Solo la leve excepci¨®n del mediod¨ªa solar, un segundo tan solo, me libra del inseparable compa?ero. Tambi¨¦n la oscuridad, pero la oscuridad no es sino una multitud de sombras que nos rodea y nos abraza. O el sue?o, si es que so?amos im¨¢genes sin sombras, algo sobre lo que no nos pondremos nunca de acuerdo. El ni?o que acaba de descubrir su sombra se da cuenta de que no solo ¨¦l tiene compa?¨ªa: los otros ni?os tambi¨¦n la tienen, y los adultos, y los perros y los gatos, y las casas, y las bicicletas. El mundo entero tiene un compa?ero del que no puede desprenderse. Las sombras son los testigos m¨¢s fieles de nuestras vidas y, no obstante, no tenemos ni idea de la hora en que empez¨® para cada uno de nosotros ese testimonio. ?C¨®mo ser¨ªa un mundo sin sombras? ?M¨¢s infeliz? ?M¨¢s dichoso?
Es dif¨ªcil responder a esta cuesti¨®n. Pero tenemos una pista en la historia de la pintura. A los pintores, por la raz¨®n que sea, les cost¨® incorporar las sombras a su obra, no, obviamente, por insuficiencias t¨¦cnicas sino, quiz¨¢, por un devoto respeto hacia la luz. Mi ¨¦poca favorita -o al menos la que me induce a un gozo mayor-, el Quattrocento toscano, permaneci¨® casi ajena al tratamiento de la sombra. Aquellos maravillosos pintores, que llegaron a saberlo todo del arte de la pintura, se mostraron reacios en el momento de aceptar la sombra. En Ghirlandaio y Botticelli no la hay, como tampoco la hay en el gran Piero della Francesca, para quien todo, los colores y las formas, estaba al servicio de la luz. Estos florentinos, que vivieron en un tiempo atravesado por la violencia y fueron desprejuiciados con respecto a la mayor¨ªa de las cosas, demostraron un extremo celo en defensa de la luz. El universo de las sombras deb¨ªa quedar al margen, sino del mundo s¨ª del mundo ideal que creaba la pintura. Pero cuando se col¨® la primera sombra en la representaci¨®n las sombras se apoderaron de todo. Miguel ?ngel abri¨® la puerta hacia la poderosa negrura de Caravaggio, y tras ¨¦ste las sombras se ense?orearon de la pintura europea.
No s¨¦ si aquella pintura florentina ha sido la mejor pero s¨ª pienso que ha sido la m¨¢s gozosamente serena. La causa no es tanto la ausencia de sombra, sino la negativa a dar un protagonismo radical a la frontera que separa la sombra de la luz. Porque, en efecto, el descubrimiento indisociablemente unido al de la sombra, aunque mucho m¨¢s inquietante, es el de la l¨ªnea de sombra. Apuesto a que el ni?o advierte la existencia de un territorio completamente ajeno a la ni?ez, algo que estar¨¢ siempre dominado por la incertidumbre, desde el instante mismo en que advierte el cerco de las l¨ªneas de sombra. Sim¨¦tricamente tambi¨¦n para el viejo, esa frontera, la m¨¢s intangible, es la que le transporta a las otras fronteras, a las ya vividas y a la que falta por vivir. La l¨ªnea de sombra, aunque en apariencia solo sea el contraste entre las zonas de luz y de oscuridad, es puro tiempo; informa de las edades del hombre, informa de las gradaciones entre la vida y la muerte. Por eso, los genios florentinos pretend¨ªan ignorarla, y por la misma raz¨®n Caravaggio la recordaba siempre.
Si en la pintura la expresi¨®n de la l¨ªnea de sombra exige el choque crom¨¢tico violento, el torbellino de la forma, en la literatura el escenario id¨®neo es la calma, cuanto m¨¢s absoluta mejor. En el espejo de la quietud se reflejan las l¨ªneas de sombra con una nitidez extraordinaria. De ah¨ª que los escritores no hayan elegido la tempestad, sino la bonanza, cuando han querido escenificar los poderes de la l¨ªnea de sombra sobre la condici¨®n humana. La tempestad introduce el caos pero tambi¨¦n la resistencia y el coraje; por el contrario, la bonanza, la exasperante bonanza de d¨ªas tediosamente iguales, invita a la laxitud y al desamparo. Nada se mueve, con la salvedad de la l¨ªnea de sombra que, como la minutera de un reloj implacable, marca la tierra a fuego.
O el mar. De hecho, un mar en calma, sin viento, con las velas obligadamente ca¨ªdas ha sido la escenograf¨ªa favorita de los poetas que han rendido homenaje a la obsesi¨®n por la l¨ªnea de sombra. As¨ª era el mar que desesperaba a los griegos, camino de Troya, y que exigi¨® el sacrificio de Ifigenia por parte de su propio padre, Agamen¨®n. As¨ª tambi¨¦n era el g¨¦lido mar austral en el que queda encallado el buque del protagonista de la Oda del Viejo Marinero de Coleridge. Sin embargo, quien mejor supo explotar la potencia simb¨®lica de la l¨ªnea de sombra fue Joseph Conrad en un relato titulado precisamente as¨ª, La l¨ªnea de sombra. Maestro en la descripci¨®n de tormentas y naufragios, Conrad alcanza su cima literaria al narrarnos los espejismos y trampas de una terrible bonanza. En medio del aislamiento y la inmovilidad el protagonista percibe "la misteriosa calma de las fuerzas del mundo". La l¨ªnea de sombra, con impecable regularidad, marca ante sus ojos las horas y los d¨ªas. Finalmente, todo -juventud, muerte, nacimiento incluso- est¨¢ al otro lado de la sombra.
Lo cierto es que esta parece ser tambi¨¦n nuestra situaci¨®n. La esperanza es que, como ocurre en el relato de Conrad, una repentina r¨¢faga de aire cambie nuestra perspectiva. Entonces nos olvidamos del reloj de sombras y, con el viento ya a favor, marchamos alegremente en busca de una nueva tempestad.
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