Los narradores
Qui¨¦n sabe de d¨®nde vienen las historias. De joven uno piensa que inventarlas, construir tramas brillantes, encontrar una forma original de contar, es un talento espec¨ªfico y m¨¢s bien secreto que posee muy poca gente, los escritores, los maestros. Uno quiere ser literario sin interrupci¨®n, sublime sin interrupci¨®n, como el dandi de Baudelaire, y se enamora de libros que tratan de escritores y de escritores que ejercen de manera incesante como tales, que van vestidos de escritores y hablan como escritores con otros escritores y son tan literarios que los cr¨ªticos literarios los adoran, sabiendo que pisan un terreno seguro, el de la literatura evidente, la literatura literariamente enroscada alrededor de s¨ª misma. Uno hace o se propone hacer diagramas de argumentos; uno lee las conversaciones de Truffaut con Hitchcock y las cartas de Flaubert y a poco que se descuide se convence desoladamente de que le falta originalidad o imaginaci¨®n, o de que la literatura les sucede a otros y sucede en otra parte, en los lugares distinguidos y lejanos en los que las cosas ocurren de verdad, donde los escritores se juntan para discutir y beber hasta las tantas de la madrugada como si vivieran en el Par¨ªs de la Generaci¨®n Perdida, donde los escritores viven esas experiencias que son propias de escritores y que sirven de material para los libros.
Yo recuerdo el complejo que ten¨ªa la primera vez que fui a Madrid a una reuni¨®n de escritores. De escritores de verdad, no los que compart¨ªan conmigo la visibilidad vehemente pero limitada por los confines de nuestra provincia. Ahora ha hecho veinticinco a?os. Yo hab¨ªa publicado mi primera novela solo un par de meses atr¨¢s y hab¨ªa descubierto que aparecer m¨¢s bien por loter¨ªa en el cat¨¢logo de una editorial importante no lo libraba a uno de la quejumbrosa condici¨®n de invisible, o de una visibilidad sumamente limitada, que consist¨ªa sobre todo en ir a la secci¨®n de libros de Galer¨ªas Preciados -hablo de otra ¨¦poca- y buscar con aprensi¨®n el nombre de uno y el t¨ªtulo de su novela en aquellas estanter¨ªas inundadas de novedades rutilantes: novedades adem¨¢s que ten¨ªan la ventaja de no estar tituladas en lat¨ªn, de no llevar un guardia civil con tricornio y a caballo en la portada, de no ir firmadas con el nombre y los apellidos por completo vulgares de un desconocido.
Despu¨¦s de un rato de apuro encontraba el libro; a continuaci¨®n el alivio de encontrarlo quedaba malogrado por la sospecha de que si estaba all¨ª era porque no lo hab¨ªa comprado nadie. Pero de cualquier manera lo m¨¢s desconcertante era que no parec¨ªa haber conexi¨®n entre aquel libro que ocupaba un lugar modesto pero indudable en el espacio y mi propia persona, a pesar de la foto deplorable que ven¨ªa en la solapa. La novela estaba en aquella librer¨ªa y sin duda, con ubicuidad asombrosa, en muchas m¨¢s librer¨ªas de otras ciudades, pero aun as¨ª no me parec¨ªa que hubiera alguna conexi¨®n entre ella y yo. Las novelas las escrib¨ªan los escritores. Los escritores aparec¨ªan retratados en los suplementos literarios de Madrid y de Barcelona, y se les notaba en las fotos que eran escritores: en el escorzo, en la manera en que miraban a la c¨¢mara, en las cosas que dec¨ªan en las entrevistas. Cuando los vi de cerca en el hotel Wellington de Madrid, juntos, bebiendo copas en el bar, hablando de cosas de escritores, me sent¨ª m¨¢s ajeno que nunca a aquel gremio prestigioso. Los escritores j¨®venes no llevaban bigote de funcionario municipal por oposici¨®n y no ten¨ªan hijos peque?os. Eran los a?os ochenta, y hab¨ªa que ser de verdad un pringado para trabajar de funcionario en un ayuntamiento de provincias y ser padre de familia. Me desmoraliz¨® mucho escucharle decir a uno de los m¨¢s renombrados que ¨¦l viv¨ªa en un hotel.
?Vivir en un hotel! Eso s¨ª que era ser literario. Escribir novelas en una habitaci¨®n de hotel, como un maldito de la novela negra americana, beber bourbon, andar por los bares hasta las tantas de la madrugada, caer bajo el hechizo de mujeres fatales. Vivir solo, desde luego. Solo como un lobo solitario. Apurar la noche, acostarse con la primera luz del d¨ªa, levantarse a las doce. Nada de fichar a las ocho o de recoger a un ni?o llor¨®n de la guarder¨ªa. Trasnochar para escribir o para emborracharse o para escribir emborrach¨¢ndose, no porque el ni?o tiene cuarenta de fiebre y hay que darle un Apiretal.
Lo que me atra¨ªa entonces del talento narrativo era que me parec¨ªa muy singular, exclusivo, reservado a unas pocas personas, los escritores. Ahora lo que me intriga, lo que me gusta de mi oficio, es la convicci¨®n de que casi todo el mundo est¨¢ dotado para dedicarse a ¨¦l, o por lo menos de que mucha gente que no escribir¨¢ nunca un libro o no llegar¨¢ a publicarlo posee la capacidad de contar historias, o, para decirlo con m¨¢s intensidad citando a Antonio Machado, el don preclaro de evocar los sue?os. Las grandes narraciones no son una destilaci¨®n rara y exquisita de unas pocas mentes especiales: andan por ah¨ª tan libremente como el polen en primavera, como los vilanos o las obleas de los olmos o los huevos innumerables de los peces o de las ranas. En un libro extraordinario sobre el trabajo de escribir, On Writing, Stephen King dice dos cosas que me intrigaron mucho la primera vez que las le¨ª, hace solo unos meses: que grandes cantidades de personas est¨¢n dotadas para contar buenas historias; y que la raz¨®n de una gran parte de la mala escritura es el miedo.
Para ser pintor o para ser m¨²sico hace falta un entrenamiento concienzudo de muchos a?os. Para escribir, para contar, las dotes necesarias las posee en su plenitud cualquier ni?o antes de ir a la escuela: el dominio sofisticado del idioma, el instinto de dar forma narrativa a la experiencia. Cualquier persona que cuenta con claridad y coraje su propia vida est¨¢ relatando una imperiosa novela. No hay vida que no merezca ser contada, que no sea singular y al mismo tiempo inteligible y com¨²n. Abro el peri¨®dico hace unos d¨ªas y encuentro la siguiente historia: en China, durante un viaje en tren, una mujer se encuentra sentada frente a una familia feliz; un padre, una madre, los dos atractivos y j¨®venes, bien vestidos, educados; una hija de tres o cuatro a?os. La mujer observa a esos desconocidos que las horas de viaje acaban envolviendo en una familiaridad afectuosa. Al llegar a su destino se despide de ellos: baja del tren y camina por una gran ciudad. Al final de la tarde ha de tomar un tren para continuar su viaje. Vuelve a la plaza de la estaci¨®n cuando ya se est¨¢n encendiendo las luces y le llama la atenci¨®n una ni?a que est¨¢ sola en un banco. Pronto habr¨¢ ca¨ªdo la noche y no parece que nadie vaya a recogerla. Y entonces la mujer comprende: ese padre, esa madre, han abandonado a su hija, porque quieren engendrar un var¨®n y en China est¨¢ prohibido tener m¨¢s de un hijo. Lo que est¨¢ sucediendo, lo que merece ser contado, lo que se ha contado tantas veces desde hace milenios, es el cuento de los ni?os abandonados por sus padres en mitad del bosque.
On Writing, A Memoir of the Craft. Stephen King. Simon & Schuster, 2010. www.stephenking.com. antoniomu?ozmolina.es
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