El altar del dios desconocido
En el desconcierto de nuestros d¨ªas siempre resurge la misma duda: ?estamos ante un nuevo Renacimiento o ante una nueva Edad Oscura? Los m¨¢s pesimistas no tienen dudas con respecto a la inminencia de un tiempo tenebroso, y ven en signos e indicios el anuncio inminente de la cat¨¢strofe, en tanto que los m¨¢s optimistas -o simplemente menos pesimistas- se tranquilizan presagiando una era dorada, gracias especialmente a la ciencia y a la t¨¦cnica. Lo cierto es que hay argumentos para reivindicar ambas posiciones, y quiz¨¢ esto sea lo propio de cada ¨¦poca y de cada presente: la ambig¨¹edad extrema del futuro y la imposibilidad de formular profec¨ªas, a no ser que uno se ampare en doctrinas religiosas o ideol¨®gicas, que siempre tienen una perspectiva visionaria del porvenir.
Caminamos hacia una humanidad sin ilusiones. Hasta los templos laicos est¨¢n deshabitados
Hoy, ninguna fuerza crea valores de ilusi¨®n. La ¨²nica excepci¨®n es el culto a la codicia
Bajo la advocaci¨®n de un dios -fuera este de la religi¨®n o de la ideolog¨ªa-, el hombre se atreve al pron¨®stico porque la doctrina que abraza necesariamente le reclama un futuro mejor, cuando menos a largo plazo (el cristianismo ofrec¨ªa la salvaci¨®n; el comunismo dibujaba la igualdad; la Ilustraci¨®n se consolaba de las penurias del presente con promesas de libertad y progreso). El problema surge cuando el dios est¨¢ ausente, y el altar vac¨ªo. Cuando los templos, tambi¨¦n laicos, est¨¢n deshabitados, como sucede en nuestros d¨ªas, el pron¨®stico se hace imposible. ?A qu¨¦ juego vamos a apostar si ni siquiera sabemos las reglas del juego? Cuando el altar est¨¢ vac¨ªo podemos, como m¨¢ximo, adorar a los ¨ªdolos del presente -en los estadios, por ejemplo, o en los festejos l¨²dicos-, pero nos representa una gran temeridad, o nos produce una insoportable pereza, ir m¨¢s all¨¢ de esto. Y esta indolencia, esta apat¨ªa, para bien o para mal, nos deja indiferentes ante lo que pueda suceder en un futuro siempre demasiado lejano y con escasas ilusiones de intervenci¨®n en su modelaje.
Si nos interesara el pasado -que tampoco nos interesa demasiado, en estricta simetr¨ªa con nuestro desinter¨¦s por el porvenir- descubrir¨ªamos hasta qu¨¦ punto es decisivo el tipo de dios que ocupar¨¢ el altar vac¨ªo. Porque de lo que no hay duda es de que siempre hay un dios desconocido que acaba ocupando el trono de los viejos dioses.
Hace 2.000 a?os Pablo de Tarso vio esto con una claridad dif¨ªcil de superar. Entre sus muchos m¨¦ritos el mayor era la capacidad de observaci¨®n, fruto de su extraordinaria energ¨ªa n¨®mada. San Pablo, como todo observador l¨²cido de un mundo en transici¨®n, sab¨ªa que las ideas y los mitos circulaban con las caravanas y se discut¨ªan en las tabernas y posadas del camino. No hubo caminante capaz de competir con Pablo de Tarso, de quien se calcula que entre la conversi¨®n al cristianismo, cuando se dirig¨ªa a Damasco, y su martirio en Roma recorri¨® 30.000 kil¨®metros. De la Arabia profunda a Macedonia, de Corintio a Roma, y seg¨²n alguna leyenda tambi¨¦n a Espa?a. Viajaba casi siempre a pie, solo o con alg¨²n disc¨ªpulo, a un promedio de 30 kil¨®metros por d¨ªa.
San Pablo, hombre de convicciones firmes, no era un gran orador, pero al parecer, con su actitud y su fe, ten¨ªa una enorme capacidad de persuasi¨®n. Se impuso en las ciudades de Oriente Medio y Asia Menor. Sin embargo, tuvo grandes dificultades en Atenas. Konstantino Kavafis, en un precioso poema, ha evocado el enfrentamiento entre el predicador cristiano y los fil¨®sofos atenienses. Aunque Atenas era ya tan solo una peque?a ciudad de provincias del Imperio Romano segu¨ªa contando con potentes escuelas estoicas, epic¨²reas y c¨ªnicas. Los fil¨®sofos, grandes argumentadores, desarmaban al infatigable Pablo.
Hasta que este tuvo una ocurrencia genial: record¨® haber visto, a las afueras de la ciudad, el altar al dios desconocido. En realidad, en la antigua Grecia, este tipo de altares no eran ins¨®litos y en ellos se conmemoraba a los dioses sin nombre propio, un poco como en nuestra Fiesta de Todos los Santos o en nuestra Tumba al Soldado Desconocido. Pero Pablo se agarr¨® a lo que le pareci¨® una oportunidad y explic¨® que ¨¦l, precisamente, anunciaba la venida de aquel dios desconocido. La estratagema surgi¨®, al parecer, cierto efecto entre los oyentes y, aunque san Pablo abandon¨® Atenas sin el predicamento obtenido en otras ciudades, hab¨ªa logrado colocar la piedra angular del edificio en construcci¨®n. El altar estaba vac¨ªo pero pronto se llenar¨ªa con un nuevo dios que despertar¨ªa el entusiasmo de las multitudes.
Antes que Kavafis, otro poeta, Giacomo Leopardi, se hab¨ªa preguntado c¨®mo una doctrina del talante de la cristiana, mucho menos sofisticada que la cl¨¢sica, hab¨ªa terminado por imponerse en todo el Imperio Romano, y c¨®mo fervorosos pero poco avezados predicadores, encabezados por Pablo de Tarso, hab¨ªan desplazado a maestros de la palabra y del discurso de la talla de los fil¨®sofos griegos.
La respuesta la da el propio Leopardi: este mundo -el de los fil¨®sofos griegos-, pese a su decadencia imparable, era todav¨ªa brillante pero carec¨ªa de lo que el poeta italiano califica como valores de ilusi¨®n. En otras palabras, estaba falto de fuerza en medio de su exquisitez. Era un mundo sin ilusi¨®n, sin m¨ªstica, la refinada sombra de una grandeza perdida. No estaba en condiciones de hacer frente a una invasi¨®n espiritual entusiasta.
Por el contrario, al mundo predicado por san Pablo, tosco en muchos aspectos, le sobraba entusiasmo y era capaz de ofrecer a la multitud el espejismo de la salvaci¨®n. Ten¨ªa valores de ilusi¨®n, ten¨ªa fuerza: pod¨ªa hacerse con el altar del dios desconocido. Lo ocupar¨ªa durante los 2.000 a?os siguientes, si bien en una parte de este periodo tuvo que compartirlo con otras ideolog¨ªas que se presentaron como nuevos dioses. Las utop¨ªas sociales o ilustradas, por ejemplo.
Hoy d¨ªa da la impresi¨®n de que las cosas han vuelto al punto en que las encontr¨® el infatigable viajero Pablo de Tarso cuando, al acercarse a Atenas, divis¨® el altar del dios desconocido e interpret¨®, con raz¨®n, que el trono estaba vac¨ªo. Ninguna fuerza crea valores de ilusi¨®n, acaso con la excepci¨®n de la codicia; pero la codicia, por s¨ª sola, ¨²nicamente reproduce el baile alrededor del Becerro de Oro al ritmo de un fren¨¦tico presente continuo.
En el horizonte, aparentemente, no hay pretendientes capaces de ocupar el altar vac¨ªo. Podr¨ªa suceder que el altar ya se hubiera quedado vac¨ªo para siempre y que nos hayamos adentrado en una humanidad ajena a las ilusiones, por apat¨ªa, por escarmiento o por sano escepticismo.
Sin embargo, tambi¨¦n es posible -y probable- que ahora mismo, a pesar de nuestra ignorancia al respecto, se est¨¦ incubando el nuevo aspirante a ocupar el altar del dios desconocido. Y que de la naturaleza de ese dios dependa que nos encaminemos a una Edad Oscura o pongamos rumbo hacia un Renacimiento.
Rafael Argullol es escritor.
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