Dimitir en democracia
En los diccionarios pol¨ªticos no aparece la palabra dimisi¨®n y, sin embargo, desde que la democracia existe, dimitir, en el sentido de renunciar a una posici¨®n de poder, es una eventualidad siempre abierta a quien la ocupa. En el Antiguo R¨¦gimen, ni el rey absoluto ni sus secretarios dimit¨ªan, como no dimiten hoy los sultanes ni los tiranos, los que detentan un poder personal irrestricto en sistemas dictatoriales o totalitarios: es imposible imaginar la dimisi¨®n de un Hitler, de un Stalin, de un Franco o de cualquiera de los de su clase, de un Gadafi, por ejemplo; sin embargo, es posible, a pesar del talante de hierro, imaginar la dimisi¨®n de Margaret Thatcher, del general De Gaulle o la de Richard Nixon y, por motivos bien diferentes, la de Willy Brandt.
Casos extremos, pero elocuentes: pol¨ªticos que ejercieron el poder en democracia aureolados por esa cualidad inasible que se llama carisma. Pero todos ellos sintieron la llegada de ese momento en que comienza a moverse la tierra bajo los pies y la autoridad se pone en entredicho, por un grave error o una sucesi¨®n de pol¨ªticas err¨®neas, por la tard¨ªa respuesta a una constelaci¨®n de factores adversos, por la p¨¦rdida de confianza de quienes los elevaron a posiciones de poder o porque el carisma se rompe, triturado por conductas ¨¦ticamente reprobables. La savia que alimenta en democracia el ejercicio del poder, y que se transmite desde la sociedad al que lo ostenta, se debilita, la confianza se esfuma, las luchas de facciones se avivan. Suena entonces la hora de dimitir, que podr¨¢ todav¨ªa rodearse de grandeza si el pol¨ªtico en cuesti¨®n no intenta mantenerse en el cargo desesperadamente.
La obstinaci¨®n de aferrarse al poder, para que nadie entienda la dimisi¨®n como reconocimiento de un error o de una culpa, ensucia las relaciones entre pol¨ªticos y ciudadanos, deteriora la democracia, e introduce un ruido en el debate p¨²blico, que se vuelve ensordecedor cuando la exigencia de responsabilidad se desplaza de la pol¨ªtica a la judicatura. Es lo que sucede entre nosotros, poco entrenados en el democr¨¢tico ejercicio de la dimisi¨®n. Resulta inconcebible -y ser¨ªa un bald¨®n en democracias acostumbradas a exigir responsabilidades a sus cargos electos- que alguien que conversa con el cabecilla de una red de corrupci¨®n en los t¨¦rminos utilizados por el presidente de la Generalitat valenciana no solo permanezca en su puesto sino que acuda a las siguientes elecciones rodeado de toda su clientela pol¨ªtica.
La red de corrupci¨®n existe; los trajes, relojes y pulseras, a la vista de todos; las ¨ªntimas relaciones entre pol¨ªticos y corruptos, pregonadas; el precio de una visita papal, contabilizado. Por much¨ªsimo menos han dimitido un ministro alem¨¢n y el portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos; pero aqu¨ª, aferrados a sus cargos, Camps y sus secuaces, cubiertos por la plana mayor de su partido, no saben qu¨¦ cosa es la responsabilidad pol¨ªtica, prueba irrebatible de que el sistema que ellos gobiernan, donde dimitir est¨¢ prohibido, es una democracia enferma.
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