Mitolog¨ªas de lo real
Desde su mismo nacimiento con El ¨²ltimo mohicano de Fenimore Cooper hasta ahora mismo, hasta esa suma p¨®stuma de borradores de David Foster Wallace que acaba de publicarse, la novela americana lleva casi dos siglos empe?ada en contar el mundo tal como es; el mundo o los mundos que caben en un pa¨ªs tan grande como un continente que siempre tiene algo de inacabado y como de obra en marcha, a diferencia de las r¨ªgidas nacionalidades europeas. El mundo americano es un proceso urgente, un empe?o de construcci¨®n y destrucci¨®n colectiva, de perspectivas tan abiertas como los paisajes naturales y las anchuras de los r¨ªos y de feroces injusticias y dramas sangrientos. La novela es la forma est¨¦tica m¨¢s adecuada para contar procesos y tr¨¢nsitos. La novela es un arte secular por naturaleza en el que no caben las esencias ni las identidades indudables pero s¨ª todas las metamorfosis posibles. La novela trata de alguien que quiere ser otro o se convierte en otro, alguien que cambia, que aprende, que desea y logra y luego pierde o no logra y sigue buscando; la novela trata de personas y de lugares en tr¨¢nsito, de los grandes cambios de los tiempos que est¨¢n sucediendo siempre; aspira a atrapar el movimiento, a ser movimiento y cambio ella misma.
En Estados Unidos, los novelistas no han parecido sentir nunca verg¨¹enza de la cualidad plebeya y desmesurada del oficio
La novela americana no tiene escr¨²pulos para tratar del dinero, del trabajo material, de los procesos industriales
Quiz¨¢s m¨¢s que ninguna otra la novela americana, de una forma m¨¢s sostenida, como si no hubiera nada que no mereciera ser contado en el pa¨ªs o en la gente que ha llegado a ¨¦l y que lo ha inventado al paso que se inventaba ella misma. Una parte de la novela europea lleva ya mucho tiempo empantanada en el ensimismamiento, y entre nosotros, en Espa?a, durante bastantes a?os fue de mal tono abandonarse sin reservas al gusto de contar. En Estados Unidos, con una fertilidad s¨®lo comparable a la de ciertas ¨¦pocas en Am¨¦rica Latina o en las antiguas colonias de habla inglesa, los novelistas no han parecido sentir nunca verg¨¹enza de la cualidad plebeya y desmesurada del oficio. Desde el principio, la novela americana ha tratado de la promesa y de la p¨¦rdida, de la posibilidad y la vulneraci¨®n del para¨ªso en el gran trance de los cambios tra¨ªdos por la explosi¨®n de las energ¨ªas econ¨®micas y la tecnolog¨ªa. Que la primera novela americana memorable se titule El ¨²ltimo mohicano es una paradoja en la que convendr¨ªa detenerse. La llegada de los nuevos tiempos siempre tiene el reverso del hundimiento de algo, lo bueno y lo malo que exist¨ªa antes. Los indios de los grandes bosques de la costa atl¨¢ntica son los primeros en sucumbir a un cataclismo que es la otra cara de la nueva vida que vinieron a buscar los colonos, los fugitivos de la pobreza y de las persecuciones de Europa. La celebraci¨®n de lo que existe es tambi¨¦n una poderosa eleg¨ªa porque incluye el relato de lo que est¨¢ a punto de dejar de existir.
La novela americana quiere contarlo todo y en ese prop¨®sito se arriesga con alguna frecuencia a derrumbamientos heroicos. En rigor, se trata de un proyecto imposible. Herman Melville, para abarcar el gran relato de la caza de la Ballena Blanca, intenta poner juntas la novela cl¨¢sica de aventuras, la mitolog¨ªa, la escatolog¨ªa cristiana, las ciencias naturales, la cr¨®nica de desastres mar¨ªtimos, y lo que empieza siendo la historia casi picaresca del joven Ismael se convierte al cabo de unos pocos cap¨ªtulos en una especie de enciclopedia fragmentaria de la calamidad. Moby Dick es una de las mejores novelas que pueden leerse, una de las pocas en las que ha nacido un s¨ªmbolo universal que trasciende la literatura, pero para Melville su publicaci¨®n fue tambi¨¦n su ruina, porque no se recuper¨® nunca del escarnio o el desd¨¦n con que fue recibida. Siglo y medio despu¨¦s, en Moby Dick nosotros vemos sobre todo su poderoso simbolismo, y eso puede hacernos olvidar que se trata tambi¨¦n de un gran reportaje period¨ªstico sobre el impacto ambiental de la ambici¨®n humana en la busca de fuentes de energ¨ªa, sobre una fase en el desarrollo de la tecnolog¨ªa y del capitalismo: el aceite de ballena era el petr¨®leo de entonces; los buques balleneros, factor¨ªas industriales, y la caza descontrolada de aquellos animales inmensos, la primera prueba de que un recurso natural en apariencia ilimitado pod¨ªa ser llevado a su r¨¢pida extinci¨®n en nombre del beneficio econ¨®mico.
Heredera de la novela europea del siglo XIX, la novela americana no tiene escr¨²pulos para tratar del dinero, del trabajo material, de los procesos industriales. No los ten¨ªa hace cien a?os y sigue sin tenerlos ahora. En un pasaje asombroso por su longitud y su precisi¨®n, en Pastoral americana, Philip Roth cuenta el funcionamiento de una f¨¢brica de guantes. El gozo de lo material tambi¨¦n incluye la melancol¨ªa de lo que se est¨¢ perdiendo, de lo que se perdi¨® hace mucho tiempo: en este caso una industria de manufactura que produc¨ªa objetos bellos, s¨®lidos y pr¨¢cticos, que daba trabajo estable a gente de origen inmigrante, que sosten¨ªa las barriadas de obreros cualificados y clase media modesta en las cuales Philip Roth sit¨²a una y otra vez su propia versi¨®n del para¨ªso vulnerado americano. En The Pale King, esa novela que David Foster Wallace dej¨® a medio escribir cuando se quit¨® la vida, la historia sucede en una delegaci¨®n de Hacienda del Medio Oeste. Parece que Foster Wallace pas¨® a?os document¨¢ndose avariciosamente sobre legislaci¨®n fiscal y sobre las tareas cotidianas de los funcionarios. El novelista es ese escritor que no puede estar por encima de sus personajes: si los mira desde arriba, aunque s¨®lo sea ligeramente desde arriba, el personaje es un mu?eco y una caricatura, y al novelista se le nota mucho que en realidad no estaba queriendo contar esas vidas y esos trabajos, sino usarlos como pretexto para otra cosa, una alegor¨ªa, un panfleto ideol¨®gico. Ni John Updike ni John Cheever se tomaron nunca a broma las pasiones, las rutinas, las mezquindades de la gente de la clase que retrataban y a la que ellos mismos pertenec¨ªan. Ironizaban, claro que s¨ª, lo cual es muy distinto: igual que Saul Bellow o Bernard Malamud ironizaban sobre esos personajes de emigrantes jud¨ªos que eran retratos de ellos mismos y de sus familias, gente en tr¨¢nsito de un mundo a otro, de la emigraci¨®n a la asimilaci¨®n, de la a?oranza a la amnesia, del gueto a la urbanizaci¨®n con c¨¦sped y piscina.
Hay algo desquiciado en estos escritores que vuelven una y otra vez sobre un material id¨¦ntico que no parece agotarse nunca. Con 85 a?os Saul Bellow public¨® una ¨²ltima novela que era tambi¨¦n una obra maestra, Ravelstein. Updike estuvo escribiendo novelas, cuentos, ensayos sobre arte, poemas, hasta casi el d¨ªa de su muerte. Enfermo, fracasado, casi moribundo, Scott Fitzgerald continu¨® trabajando en El ¨²ltimo magnate. Faulkner agot¨® las pocas energ¨ªas que le quedaban en ese gran fracaso que fue Una f¨¢bula. Philip Roth no para de escribir y publicar novelas desde que cumpli¨® 70 a?os. A los m¨¢s de ochenta, en Canad¨¢, Alice Munro contin¨²a escribiendo algunos de los cuentos m¨¢s malvados y sabios de la literatura en lengua inglesa. E. L. Doctorow convierte en f¨¢bulas los episodios de la historia real del pa¨ªs. Y escritores mucho m¨¢s j¨®venes contin¨²an escribiendo la novela americana de los reci¨¦n llegados, la mitolog¨ªa de una realidad siempre m¨¢s ancha que la literatura.
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