No me hables de Oxford
Los cacareados 'rankings' de universidades son como las listas de ¨¦xitos populares. Pero la excelencia no es lo mismo. Los criterios de evaluaci¨®n basados en la rentabilidad son toda una amenaza
Por si fuera necesario, confieso de entrada mi admiraci¨®n por universidades como las de Harvard, Yale, Cambridge, Oxford, Berkeley, Par¨ªs y otras, y a?ado que no solamente no tengo (ni he conocido a nadie que tenga) reparo alguno en que las universidades espa?olas se parezcan a las de esa lista, sino que estar¨ªa encantado de que as¨ª fuera, como tambi¨¦n me gustar¨ªa que Espa?a se pareciera en muchos otros indicadores a los pa¨ªses en donde residen esas instituciones.
Sin embargo, y por desgracia, a pesar de que el logro de este parecido fue una de las coartadas para su implantaci¨®n, no tengo (ni he conocido a nadie que tenga) la impresi¨®n de que eso vaya a ocurrir con el Plan Bolonia -quien quiera darse un paseo por las universidades reci¨¦n reformadas podr¨¢ ver que sus campus, incluso los nombrados "excelentes", siguen sin tener a¨²n una atm¨®sfera oxoniense, y que incluso son un poquito m¨¢s cutres que antes y m¨¢s parecidos a los patios de recreo de la ESO-; tampoco me parece que vaya a ser este el resultado de la aplicaci¨®n de la burocracia delirante de las Agencias de Evaluaci¨®n y del fascinante Estatuto del Profesorado que permitir¨¢ llegar a catedr¨¢tico a base de ocupar puestos de gesti¨®n y con un cero en investigaci¨®n (v¨¦ase La universidad que viene: profesores por puntos, tribuna de J. A. de Azc¨¢rraga, en EL PA?S del 3-3-2011). Finalmente, descreo tambi¨¦n de que se vaya a alcanzar este objetivo practicando lo que el profesor Jos¨¦ Montserrat, en una carta al director, llamaba acertadamente el "nacionalismo cient¨ªfico" defendido en estas mismas p¨¢ginas por los profesores Ort¨ªn y ?lvarez (No hay ciencia sin competici¨®n, EL PA?S del 12-3-2011) y por todos los que nos marean con los famosos rankings de las mejores universidades del mundo.
Se pretende sustituir las universidades por "centros de producci¨®n del conocimiento"
Da verg¨¹enza juzgar a Pit¨¢goras, Galileo o la teor¨ªa de la relatividad por su 'competitividad'
Y no es que yo niegue la validez de estas clasificaciones: eso ser¨ªa por mi parte tan est¨²pido como dudar de la eficacia del rating de la deuda por parte de las agencias de calificaci¨®n del riesgo financiero, cuando veo la eficacia con la que disminuyen mi salario todos los meses. Pero as¨ª como los m¨¢s de 3.000 firmantes del Manifiesto de economistas aterrados (Pasos Perdidos, Madrid, 2011) tienen dudas de que los mercados sean los mejores jueces de la solvencia de los Estados, yo tambi¨¦n albergo algunas sobre la imparcialidad de esas clasificaciones, que guardan con la excelencia cient¨ªfica una relaci¨®n parecida a la de la lista de Los 40 Principales con la calidad musical: nos dicen qu¨¦ es lo que m¨¢s se vende (y, en ese sentido, lo m¨¢s competitivo), pero no siempre lo m¨¢s vendido es lo mejor -espero que se me dispense de tener que argumentar exhaustivamente esta afirmaci¨®n, acerca de la cual puede consultarse el instructivo Adi¨®s a la Universidad, de Jordi Llovet (Galaxia Gutenberg, 2011).
Si nos llenan de admiraci¨®n nombres como los de Oxford y Cambridge no es solo ni principalmente porque aparezcan en los primeros puestos de un hit parade del mercado del conocimiento que se publica desde hace cuatro d¨ªas. Como se?alaba Juan Rojo, para conocer la calidad de una universidad "no hace falta ning¨²n formulario, ni el seguimiento del n¨²mero de tutor¨ªas, ni el control del n¨²mero de alumnos por clase. Ni siquiera hace falta usar la palabra Bolonia. Basta con atenerse a su prestigio cient¨ªfico reconocido". (El segundo principio de la termodin¨¢mica, EL PA?S del 31-3-2011). Esa superioridad se debe, entre otras cosas, a la tradici¨®n que ha convertido a esas instituciones en lo que algunos llaman despectivamente "mausoleos de sabidur¨ªa", tradici¨®n que no hace reposar la excelencia solamente en llegar el primero a la meta (que no es precisamente el origen de la noci¨®n de "excelencia" que tan orgullosamente manejan hoy los partidarios del Esp¨ªritu Deportivo), sino ante todo en la autonom¨ªa del saber cient¨ªfico con respecto a los poderes econ¨®micos y pol¨ªticos que siempre han tenido la tentaci¨®n de controlar el conocimiento y de ponerlo a su servicio, siendo su independencia uno de los signos distintivos de las universidades desde que la ciencia se separ¨® de la magia y de la teolog¨ªa.
Y este es uno de los motivos por los que me parecen preocupantes la confianza en la autorregulaci¨®n del mercado del conocimiento mediante la libre competici¨®n -una creencia sobre la cual la actual situaci¨®n econ¨®mica mundial podr¨ªa arrojar al menos algunas dudas- y la pretensi¨®n de sustituir las viejas universidades por nuevos "centros de producci¨®n de conocimiento". Pues, como se?ala acertadamente Simon Head en su comentario del ¨²ltimo enero a El capitalismo acad¨¦mico y la nueva econom¨ªa (Johns Hopkins U.P., 2011) en la revista de libros de The New York Times, lo que amenaza la calidad y la libertad acad¨¦mica de las universidades (incluidas Oxford y Cambridge) son los procedimientos de evaluaci¨®n que hacen depender su continuidad y su sostenibilidad de par¨¢metros fijados en t¨¦rminos extracient¨ªficos, concretamente de la rentabilidad en la producci¨®n de conocimientos que tanto defienden los patrocinadores de los rankings universitarios, porque en este caso se corre el peligro de que -solo es un ejemplo- sean las empresas farmac¨¦uticas las que decidan la orientaci¨®n de la investigaci¨®n en qu¨ªmica org¨¢nica o las Consejer¨ªas de las comunidades aut¨®nomas quienes determinen la direcci¨®n de los estudios de filolog¨ªa cl¨¢sica. Por supuesto que puede uno defender, incluso por motivos patri¨®ticos, ese modelo de producci¨®n competitiva para el mercado del conocimiento, pero quien lo haga debe admitir claramente que comporta la destrucci¨®n de las universidades ilustradas modernas tal y como las conocemos desde el siglo XVIII, del mismo modo que algunos dicen -bas¨¢ndose en clasificaciones completamente objetivas con respecto a la pujanza de los llamados "pa¨ªses emergentes"- que la democracia resulta poco competitiva en una econom¨ªa globalizada.
En cuanto a las observaciones de psicolog¨ªa profunda y antropolog¨ªa fundamental sobre la esencia competitiva de la naturaleza humana con las que a veces se sazona esta pol¨¦mica, su car¨¢cter puramente ideol¨®gico y vac¨ªo resalta claramente en el contraste entre la grandilocuencia de su ret¨®rica y la pobreza y confusi¨®n de sus argumentos (no se puede defender a la vez el car¨¢cter cooperativo y competitivo de la ciencia). Lejos de m¨ª, en cualquier caso, la intenci¨®n de minimizar el alcance del af¨¢n de gloria a lo largo de la historia de la humanidad: nunca faltaron guerras para atestiguar su inequ¨ªvoca importancia. Pero si, a pesar de nuestros inveterados instintos b¨¦lico-deportivos, admitimos que no todo vale para ganar -pues el asesinato, la extorsi¨®n, el chantaje y la violencia son altamente competitivos y sin embargo los castigamos-, es que aceptamos que hay algo m¨¢s importante que la competici¨®n misma, algo que es de otro orden que ella y a lo que ella debe someterse y que ha de limitarla, algo que los cl¨¢sicos llamaban verdad, justicia y belleza (tres mar¨ªas que, ay, tampoco van a salir en los rankings de la producci¨®n de conocimientos), algo que seguramente sigue pesando en el hecho de que, fueran cuales fueran los resortes ps¨ªquicos de los hombres que hicieron los descubrimientos correspondientes, todav¨ªa nos da un poquito de verg¨¹enza decir que el teorema de Pit¨¢goras, la ley de ca¨ªda de los graves de Galileo o la teor¨ªa de la relatividad especial nos parecen admirables porque son muy competitivos.
Y es que la competitividad no deja de ser una relaci¨®n entre los hombres. La ciencia, por el contrario, es primariamente una relaci¨®n con las cosas que, por ser irreductible a las rivalidades humanas, puede a veces servir para hacer una paz digna entre mortales. Pero cuando la verdad acerca de las cosas se subordina a las ambiciones y rivalidades de los hombres, aunque ello suponga ¨¦xitos econ¨®micos o pol¨ªticos a corto plazo, puede suceder que los puentes elevados bajo ese principio se derrumben al primer vendaval o que los edificios erigidos sobre esa base se vengan abajo dejando a la intemperie a sus habitantes, a pesar de haber ocupado en las clasificaciones mundiales un puesto tan glorioso como el de Lehman Brothers unos d¨ªas antes de su quiebra, porque la naturaleza acaba sancionando -a menudo de forma poco diplom¨¢tica- la miop¨ªa, la irresponsabilidad y la incompetencia de ese punto de vista tan deportivo.
Jos¨¦ Luis Pardo es fil¨®sofo
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