El bulo se convierte en el quinto poder
Millones de norteamericanos han cre¨ªdo las mentiras orquestadas por Trump acerca del origen de Obama - ?Puede la democracia acabar siendo reh¨¦n de pol¨ªticos y periodistas sin escr¨²pulos?
El magnate Donald Trump tiene muchos motivos para sentirse orgulloso de haber conseguido que el presidente Obama haya tenido que hacer p¨²blica su partida de nacimiento. Al menos, tantos como para que se extienda la preocupaci¨®n entre los ciudadanos comprometidos con el sistema democr¨¢tico. Trump ha logrado, en efecto, que la telebasura fuerce una decisi¨®n al m¨¢ximo dirigente del pa¨ªs m¨¢s poderoso del mundo, algo que, hasta el momento, era patrimonio de la prensa de referencia. Pero esto es solo la parte visible, casi anecd¨®tica, de una realidad que ha ido fragu¨¢ndose a lo largo de las ¨²ltimas d¨¦cadas, y que afecta a la naturaleza y a las relaciones de la pol¨ªtica y del periodismo.
La maniobra consiste en dar relevancia p¨²blica a un asunto personal
No se cuestiona qu¨¦ hace el presidente, sino el hecho de que lo sea
La tesis es que solo un blanco puede ocupar la Casa Blanca
Junto al racismo, la campa?a de descr¨¦dito atiz¨® la islamofobia
La propaganda no es mal¨¦fica en s¨ª misma, lo es el uso que se hace de ella
El concepto de prensa de referencia se ha ido desdibujando
Acosado por la evidencia de que un elevado porcentaje de norteamericanos da cr¨¦dito al infundio de que no ha nacido en Estados Unidos, Obama se ha visto forzado a exhibir el documento que demuestra lo contrario. Solo en apariencia se trata de un caso m¨¢s en el que la vida privada salta al ¨¢mbito p¨²blico, en la estela de lo que sucede en tantos programas anodinos emitidos por las televisiones de todos los pa¨ªses. La astucia de Trump ha consistido en encontrar un punto de contacto entre ambas esferas, a partir del cual un asunto personal adquiere una extraordinaria relevancia. Si Obama no hubiera nacido en Estados Unidos, seg¨²n ha dado a entender el magnate, su acceso a la Casa Blanca ser¨ªa resultado de un fraude y, por tanto, su presidencia ser¨ªa ileg¨ªtima.
La oposici¨®n que cabr¨ªa hacer a Obama no guardar¨ªa, entonces, ninguna relaci¨®n con las pol¨ªticas que pretende llevar a cabo, sino con el hecho mismo de que se siente en el Despacho Oval. De imponerse el infundio de Trump, dar¨ªa igual lo que Obama hiciera o no hiciera; lo que estar¨ªa en cuesti¨®n es su derecho a tomar ninguna decisi¨®n y la obligaci¨®n de los norteamericanos a obedecerla. El desaf¨ªo de Trump era de tal naturaleza que el presidente de Estados Unidos no dispon¨ªa de otro margen que hacer p¨²blica su partida de nacimiento. No para salvar su presidencia, sino la estabilidad del sistema democr¨¢tico norteamericano. Porque, ?c¨®mo hubiera podido el vicepresidente, Joe Biden, suceder a un impostor si ¨¦l habr¨ªa sido el primero, junto al Partido Dem¨®crata, en dejarse enga?ar?
La argucia de Trump vali¨¦ndose de la telebasura como instrumento no habr¨ªa prosperado si, por otra parte, no hubiera encontrado un caldo de cultivo propicio en la sociedad norteamericana. El hecho de que un negro llegara a la presidencia de Estados Unidos por primera vez en la historia llen¨® de esperanza a muchos ciudadanos, que vieron ah¨ª la prueba de que el sistema democr¨¢tico era capaz de cumplir con una de sus principales premisas, la igualdad ante la ley. Otros ciudadanos, en cambio, entendieron que el desprestigio del racismo les imped¨ªa expresar abiertamente su contrariedad, oblig¨¢ndoles a buscar disfraces m¨¢s o menos respetables para su rechazo visceral a ser gobernados por un negro. En unos momentos en los que, siempre vivo el recuerdo de los atentados del 11 de septiembre, la islamofobia estaba a la orden del d¨ªa, el segundo nombre de pila del presidente Obama, Husein, habitual en la tradici¨®n musulmana, sirvi¨® de coartada para poner en cuesti¨®n su compromiso con la lucha contra Al Qaeda. El infundio sobre su lugar de nacimiento, propalado por Trump, cambiaba de argumento pero no de prop¨®sito, apelando, adem¨¢s, a un hecho objetivo, como es el precepto constitucional que fija las condiciones para ser presidente de Estados Unidos, y no una valoraci¨®n subjetiva sobre la determinaci¨®n de Obama en la lucha antiterrorista.
Estas insidias contra el presidente norteamericano est¨¢n, sin duda, dictadas por el racismo. Pero no porque se dirijan contra un negro, sino por el sobrentendido del que parten. Lo que ven¨ªan a sostener quienes dudaban del compromiso de Obama en la lucha contra Al Qaeda por llamarse Husein, lo mismo que Trump al arrojar sospechas sobre su lugar de nacimiento, es que solo quienes llevan nombres cristianos y son blancos tienen acreditada su condici¨®n de norteamericanos. El resto, ese resto al que pertenece el presidente Obama, est¨¢n obligados a probarla en toda circunstancia, sobre todo si adquieren una destacada posici¨®n. Este sobrentendido, esta concepci¨®n impl¨ªcita de en qu¨¦ consiste ser norteamericano, es lo que ha permitido a ciudadanos como Trump presentar como defensa de la democracia y de las leyes lo que, en realidad, es una agresi¨®n inspirada por el racismo.
En contra del lugar com¨²n extendido durante los ¨²ltimos a?os, la pol¨ªtica democr¨¢tica siempre ha necesitado de la propaganda, no solo ahora que las nuevas tecnolog¨ªas contribuyen a difundir los mensajes a escalas hist¨®ricamente desconocidas. Hasta fecha reciente, los partidos con probadas credenciales democr¨¢ticas dispon¨ªan de un servicio de propaganda al que no evitaban llamar con ese nombre. Lo que ha cambiado ha sido la sustancia de lo que hoy se quiere publicitar. Para recabar el apoyo de los ciudadanos a un programa pol¨ªtico es imprescindible que lo conozcan, y la propaganda es y ha sido en todo momento el medio para lograrlo. Resulta hasta cierto punto secundario que se utilice a un pregonero o las herramientas que ofrece Internet.
La obligaci¨®n de a?adir el adjetivo veraz al sustantivo propaganda no es consecuencia de que la propaganda sea de por s¨ª un instrumento mal¨¦fico, sino del uso mal¨¦fico que se ha hecho de ella, hasta cargarla de un sentido peyorativo que no ten¨ªa en sus or¨ªgenes. Como simple medio dirigido a un fin, la propaganda puede revelar ideas novedosas y verdades incontestables cuyo conocimiento conviene generalizar, pero puede tambi¨¦n propalar infundios como el de Trump. Y puede, adem¨¢s, utilizarse al servicio de la siniestra estrategia de que una mentira repetida hasta el infinito se convierte en una verdad, llevada al extremo por los reg¨ªmenes totalitarios del siglo XX. Por descontado, el triunfo de Trump y la telebasura sobre el presidente de Estados Unidos es resultado de que, en el siglo XXI, no todos los ciudadanos, ni todos los medios de comunicaci¨®n, ni todos los partidos han renunciado a la estrategia de convertir una mentira en verdad a fuerza de repetirla. Pero, una vez m¨¢s, Trump ha necesitado de un caldo de cultivo propicio, en esta ocasi¨®n alimentado desde los partidos.
Desentendi¨¦ndose de la especificidad del discurso pol¨ªtico y adoptando, acto seguido, las t¨¦cnicas de la publicidad, a la que confunden con la propaganda, los partidos han empezado a mostrar mayor inter¨¦s por dar a conocer sus programas de manera atractiva antes que por explicarlos de forma adecuada al fin para el que deb¨ªan servir, que es permitir a los ciudadanos optar entre alternativas pol¨ªticas diferentes. Se trata de venderles un programa m¨¢s que de persuadirlos de su rigor y su vialidad. En esta escala de degradaci¨®n, los partidos pronto llegaron a la convicci¨®n de que, tan importante como el programa, era el l¨ªder, reducido al papel de vendedor de productos pol¨ªticos. Y, al igual que el comercio de proximidad presenta ventajas respecto de las grandes superficies, los partidos han comenzado a operar con la idea de que un l¨ªder cercano, del que se conocen los detalles ¨ªntimos tanto como los clientes pueden conocer los del tendero del barrio, es preferible a un l¨ªder solvente que est¨¦ al corriente del funcionamiento del Estado y de la realidad sobre la que aplicar¨¢ sus ideas y proyectos.
Si la conexi¨®n entre esta forma de entender la pol¨ªtica democr¨¢tica y la telebasura ha tardado en producirse ha sido, simplemente, por la vigencia de prejuicios est¨¦ticos m¨¢s que la firme convicci¨®n de que pertenecen a dos universos ciudadanos diferentes, incluso opuestos. Primero con timidez y despu¨¦s con el desparpajo de quienes est¨¢n convencidos de que se debe recurrir a todos los medios, salvo los manifiestamente ilegales, para ganar unas elecciones, los dirigentes pol¨ªticos han ido aceptando comparecer en emisiones de telebasura. La dignidad a la que ellos renuncian se va trasvasando a los programas en los que participan, que, de esta forma, est¨¢n cada vez en mejores condiciones de hacer lo que hasta ahora estaba reservado a la prensa de referencia, que es contribuir a forjar la agenda p¨²blica y a propiciar decisiones dentro de ella. Quiz¨¢ en Espa?a no exista todav¨ªa el Donald Trump capaz de hacer que un l¨ªder pol¨ªtico tenga que exhibir su partida de nacimiento o cualquier detalle de su vida privada, pero existen medios y profesionales de la comunicaci¨®n que, partiendo de un hecho propio de la secci¨®n de sucesos, han logrado forzar debates parlamentarios sobre el trato a los culpables de delitos excepcionales de puro monstruosos e, incluso, cambios apresurados en el c¨®digo penal.
Entretanto, el propio concepto de prensa de referencia ha ido desdibuj¨¢ndose. Compartir el espacio period¨ªstico con radios, televisiones y publicaciones que, gracias a las formidables audiencias que convoca el morbo o el sensacionalismo, alcanzan las mayores cotas de rentabilidad, alimenta la tentaci¨®n de no pocos medios a escorarse hacia ese terreno. Sobre todo cuando, como ahora sucede, est¨¢n perdiendo su monopolio cl¨¢sico sobre la informaci¨®n y la opini¨®n pol¨ªticas a consecuencia de que los l¨ªderes y los partidos no le hacen ascos a aparecer en cualquier medio de comunicaci¨®n, independientemente, no de cu¨¢l sea su tendencia, que es algo leg¨ªtimo, sino su naturaleza, de referencia o sensacionalista.
La l¨®gica que parece haberse instalado entre la pol¨ªtica y el periodismo, de la que Donald Trump no ser¨ªa m¨¢s que un alarmante s¨ªntoma, apunta en la peor direcci¨®n para la salud del sistema democr¨¢tico, si no para su propia continuidad. El problema del sensacionalismo en los medios de comunicaci¨®n no es nuevo ni responde a la extensi¨®n de las nuevas tecnolog¨ªas; lo que es radicalmente nuevo es el terreno que ha ido conquistando a la pol¨ªtica y al periodismo por la v¨ªa de difuminar la frontera entre la informaci¨®n y la opini¨®n entendida como servicio p¨²blico o como mero entretenimiento. En la primera concepci¨®n rige un deber de responsabilidad que no existe en la segunda, y que es lo que explicar¨ªa el que, a fuerza de intentarlo, un personaje como Trump haya realizado el m¨¢s pavoroso descubrimiento de su carrera. Seg¨²n ha demostrado el magnate, un asunto de la vida privada de Obama, aireado en la telebasura como informaci¨®n y no como entretenimiento, es capaz de saltar al ¨¢mbito p¨²blico y, en caso de prosperar, provocar una devastadora desestabilizaci¨®n del sistema pol¨ªtico en Estados Unidos.
Henchido por su proeza, Trump ha hecho mucho m¨¢s que anunciar su prop¨®sito de exigir al presidente Obama la presentaci¨®n de su expediente acad¨¦mico, para seguir con el entretenimiento. Si hay que dar cr¨¦dito a las palabras y a los medidos silencios del magnate, su intenci¨®n ser¨ªa presentarse como candidato del Partido Republicano a las pr¨®ximas elecciones presidenciales. Si llegara a cumplir cuanto de momento s¨®lo insin¨²a, el eslogan de su campa?a coincidir¨¢, indefectiblemente, con el que le aconsejen los expertos en publicidad. Pero la terrible sentencia que habr¨¢ ejecutado contra el sistema democr¨¢tico se resume en pocas palabras: la telebasura al poder.
Un precedente en la Edad Media
La Espa?a del siglo XV y los Estados Unidos del siglo XXI tienen poco que ver. Tan poco que ver como Juana la Beltraneja y Barack Obama. Y, sin embargo, hay episodios que unen todos los cabos, como el infundio del magnate Donald Trump acerca de la ilegitimidad del presidente norteamericano en raz¨®n de su nacimiento. Trump ha manejado el asunto de la misma forma que los partidarios de Isabel la Cat¨®lica hicieron con la filiaci¨®n de la princesa Juana, hija de Enrique IV. Deseosos de que Isabel ocupara el trono a la muerte de su hermano, difundieron la especie de que Juana era hija de don Beltr¨¢n de la Cueva. Era la carambola din¨¢stica que necesitaban para ver cumplidos sus prop¨®sitos, y con el fin de provocarla no dudaron en utilizar a los cronistas de la ¨¦poca como en estos d¨ªas, m¨¢s de cinco siglos despu¨¦s, Trump se est¨¢ valiendo de la telebasura. Corrieron la especie de que Enrique IV era impotente, recurriendo a la estrategia de que una mentira repetida se convierte en verdad.
Nadie se refiri¨® a esas cr¨®nicas como basura, seg¨²n se hace hoy con ciertas emisoras de televisi¨®n. Pero su funci¨®n en manos de los partidarios de Isabel no fue distinta de los programas en los que aparece Donald Trump. Como los cronistas de Isabel, la telebasura de Trump se propone derrocar a quien tiene la legitimidad para ocupar el poder, por m¨¢s que en el caso de Obama derive del voto de los ciudadanos y no de las normas din¨¢sticas, como suced¨ªa con do?a Juana.
Es dif¨ªcil saber qu¨¦ habr¨ªa ocurrido si esta hubiera accedido al trono, aunque tal vez se hubiera evitado la guerra civil; lo cierto es que, bajo el reinado de Isabel, se estableci¨® la Inquisici¨®n y se expuls¨® a los jud¨ªos. Tambi¨¦n se incorpor¨® a Castilla el reino musulm¨¢n de Granada y se construy¨® el imperio espa?ol.
M¨¢s de cinco siglos despu¨¦s de aquellos hechos la historiograf¨ªa todav¨ªa discute sobre c¨®mo valorar el reinado de Isabel, enredada en la dificultad de distinguir la realidad de la propaganda. De lo que se habla mucho menos es de la condici¨®n de usurpadora de Isabel, con independencia de los aciertos o los errores de su reinado. Seguramente, Donald Trump no llegar¨¢ nunca a la presidencia de Estados Unidos. Pero no deja de resultar sorprendente que, si se produjera esa cat¨¢strofe, tendr¨ªa en la reina cat¨®lica un extravagante precedente.
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