Deliberaci¨®n moral y crisis del capitalismo
La situaci¨®n econ¨®mica ha puesto al desnudo nuestra incapacidad de realizar valores y nuestro empe?o en producir disvalores. La refundaci¨®n moral del sistema demanda un cambio generalizado de actitudes
Toda culpa reclama un rostro. Y tambi¨¦n una expiaci¨®n. En estas mismas p¨¢ginas, ha dicho Ant¨®n Costas en un soberbio art¨ªculo, Quiebra moral de la econom¨ªa de mercado (EL PA?S, 18 de abril), que hasta que la sociedad no manifieste su indignaci¨®n contra el capitalismo financiero y la pol¨ªtica no recobre su autonom¨ªa frente a este, no podr¨¢ darse una salida a la crisis, que ha de venir de una refundaci¨®n moral de la econom¨ªa de mercado. Los comentarios que siguen pretenden mostrar que esa quiebra moral que con mucha raz¨®n se predica de nuestra sociedad y del sistema econ¨®mico que la sustenta, y la consiguiente destrucci¨®n de valores con que se retroalimenta, han tenido necesariamente que originarse en un colapso de nuestra capacidad y calidad deliberativas. En la antig¨¹edad, la deliberaci¨®n moral era considerada imprescindible para guiar la acci¨®n, y la ausencia de la misma se calificaba como imprudencia. El hombre prudente era, precisamente, el capaz de deliberar con rectitud de juicio, equidad, inteligencia cr¨ªtica y conocimiento pr¨¢ctico. La prudencia as¨ª entendida es inseparable de la acci¨®n.
Es habitual reconocer que se aprende de los errores. Pero otra cosa es el fracaso
Los valores no nacen ni mueren; no son realidades objetivas ni existen exclusivamente en nuestras mentes; los valores se construyen por medio de procesos de deliberaci¨®n individuales (esto es, de uno consigo mismo) o colectivos (de uno con otros o incluso de todos con todos). El hombre, a trav¨¦s de la interacci¨®n de deliberaci¨®n y acci¨®n, realiza valores. As¨ª es como progresa moral y a la postre materialmente la sociedad. La crisis ha puesto al desnudo nuestra incapacidad de realizar valores y nuestro empe?o en producir disvalores. Y en ello vienen incidiendo, desde hace tiempo en Occidente, al menos tres factores que han estallado en la l¨ªnea de flotaci¨®n de nuestros principios morales. El primero ha sido la confusi¨®n de prudencia y ciencia. Los economistas acad¨¦micos, los banqueros, las agencias de calificaci¨®n, los propios Gobiernos y el consumidor en general han aceptado -m¨¢s o menos interesadamente- como conocimiento "cient¨ªfico" que orienta y determina su conducta, unos modelos de decisi¨®n y comportamiento econ¨®mico-financiero que se fueron gestando desde mediados del siglo pasado, y cuyo n¨²cleo puede resumirse, simplificando mucho, en la asunci¨®n de una racionalidad maximizadora de los agentes, de una eficiencia perfecta en la asignaci¨®n de recursos por los mercados, de la posibilidad t¨¦cnica de descorrelacionar rentabilidad y riesgo, y de la superioridad financiera de la deuda en la creaci¨®n de riqueza. Fue Arist¨®teles, el primer gran promotor de la prudencia como instrumento de deliberaci¨®n para la acci¨®n, el que descart¨® tajantemente su aparejamiento con el conocimiento apod¨ªctico propio de la sabidur¨ªa y la ciencia. Estas ¨²ltimas tratan de lo necesario, mientras que la prudencia, la deliberaci¨®n, versan sobre lo contingente. Al elevar a categor¨ªa de ciencia modelos que funcionan en el mundo de lo contingente, el hombre de hoy ha prescindido de deliberar y se ha dejado c¨®modamente llevar por aquello que los modelos predec¨ªan. Y al evadirse de un principio b¨¢sico de la deliberaci¨®n critica, a saber, asumir la responsabilidad final de las acciones, poni¨¦ndola en manos de modelos artificiales, poco le ha costado desprenderse de la siempre dura obligaci¨®n de oponerse o descartar aquellas pr¨¢cticas o acciones conflictivas con nuestros valores. De esta forma, hemos causado entre todos una enorme bola de fuego que se ha llevado por delante buena parte de lo construido durante d¨¦cadas. Y digo entre todos porque -si bien en muy diferente grado- es irresponsable e imprudente el que da vueltas a un cr¨¦dito con el exclusivo objeto de lucrarse, pero tambi¨¦n el que lo acepta sabiendo que no podr¨¢ devolverlo. Y en esto disiento de aquellos que se?alan como ¨²nicos responsables del marasmo a los representantes del denostado entramado financiero. El mundo financiero tiene desde luego una responsabilidad moral determinante, absoluta y final sobre lo que ha acontecido, pero eso no quiere decir que los muchos que se han dejado llevar por el espejismo del dinero f¨¢cil, los que han aceptado subirse a la ola mirando hacia otro lado y sin decir ni p¨ªo, no deban asumir la suya. En un sistema aut¨¦nticamente ¨¦tico la expiaci¨®n de unos no exime de responsabilidad al resto; m¨¢s bien al contrario, afirmaciones de esa guisa ofrecen la perfecta coartada al hombre-ausente para desvincularse de su propia responsabilidad moral.
Una segunda raz¨®n que ha eclipsado la pr¨¢ctica de la deliberaci¨®n cr¨ªtica en estos a?os ha sido el conformismo o la comodidad moral. En todo proceso de deliberaci¨®n hay dos partes, una emocional y otra intelectual. John Dewey llam¨® a lo primero "valorar" y a lo segundo "valoraci¨®n". Valorar es lo que hacemos intuitivamente al percibir un estado de cosas que nos incita a la acci¨®n. Las emociones, los h¨¢bitos, las costumbres generan una primera reacci¨®n, una propuesta inmediata para nuestra acci¨®n. Pero si no interviene la parte racional de nuestro cerebro, el proceso queda incompleto, no hay valoraci¨®n propiamente dicha y, consecuentemente, no hay acci¨®n prudente. Pensar se ha vuelto doloroso, acaso peligroso, en los d¨ªas que vivimos; ponderar, imaginar cursos de acci¨®n, valorar alternativas, prever consecuencias y tomar iniciativas no est¨¢ a la altura de los tiempos; es menos costoso y arriesgado mantenerse a rueda. La actitud habitual del hombre de hoy es la de un poliz¨®n (free-rider) que trata de apropiarse de los beneficios del esfuerzo deliberativo y las acciones de otros sin incurrir en ninguno de los costes necesarios para generarlos. As¨ª, cada vez menos votantes acuden a las urnas, cada vez menos accionistas elevan su voz en las juntas y cada vez menos lectores reclaman independencia y objetividad a sus medios. Un sistema que aspira a la regeneraci¨®n moral, necesita que sus miembros asuman el coste a corto plazo de significarse, decir no cuando proceda y proponer estrategias alternativas. La buena deliberaci¨®n no s¨®lo consiste en elegir los medios adecuados para los fines deseados, sino tambi¨¦n y sobre todo en analizar cr¨ªticamente y decidir cu¨¢les deben ser esos fines. Y nadie que no seamos nosotros mismos puede o debe hacerlo. El hombre pele¨® durante siglos para desprenderse del yugo moral de la religi¨®n y no tendr¨ªa sentido entregarse ahora al de la indiferencia o la inacci¨®n.
El tercer escollo a nuestra capacidad de reacci¨®n es, precisamente, nuestra incapacidad para aceptar el fracaso moral, aprender de ¨¦l y tomar medidas para superarlo. Es bastante habitual reconocer que uno aprende de los errores y no tanto de los ¨¦xitos. Pero otra cosa es el fracaso. Nos cuesta asumirlo pues creemos que se trata de una mancha irreversible, el principio del fin de nuestra intocable autoestima. Pero al igual que los individuos, las sociedades tambi¨¦n se regeneran moralmente y para hacerlo necesitan digerir y aprehender los fracasos colectivos. Tambi¨¦n aqu¨ª la deliberaci¨®n cr¨ªtica juega un papel esencial. De la misma forma que todas las ¨¦pocas de progreso intelectual, moral y al final material han estado precedidas por etapas de intensa deliberaci¨®n individual y colectiva, tambi¨¦n el renacimiento moral de las sociedades ha requerido -como ocurri¨®, por ejemplo, en la Alemania de posguerra- una vuelta del pueblo a la reflexi¨®n y deliberaci¨®n cr¨ªticas.
El resultado de estas tres limitaciones es bien conocido. La estructura de nuestros valores ha cambiado dr¨¢sticamente. Los valores instrumentales, a saber, los que se intercambian y miden por unidades monetarias, han eclipsado a los valores intr¨ªnsecos, aquellos que son valiosos por s¨ª mismos con independencia de su soporte. Un sistema de valores puramente instrumental empobrece al individuo y a la sociedad, trunca su capacidad de revolverse y luchar en las crisis, y desactiva el proceso de deliberaci¨®n cr¨ªtica. Es como un c¨ªrculo vicioso: a menor capacidad y calidad de deliberaci¨®n, mayor el peso de los valores instrumentales en nuestras vidas; en el l¨ªmite, en un mundo puramente instrumental, la deliberaci¨®n moral perder¨ªa buena parte de su sentido, se transformar¨ªa en una mera discusi¨®n t¨¦cnica, en la b¨²squeda de los medios ¨®ptimos para producir valor instrumental puro. Esa sociedad seria inhumana; eficiente, pero poco equitativa. Si no queremos llegar a ella, empecemos por asumir el fracaso. Que los pol¨ªticos recuperen su autonom¨ªa y que los financieros exp¨ªen su culpa, como reclama el profesor Costas; y que la indignaci¨®n y la resistencia pasiva jueguen su papel dinamizador y revolucionario. Pero si los valores se construyen y realizan con base en procesos de deliberaci¨®n moral, que cada uno en su c¨ªrculo, organizaci¨®n o ¨¢rea de influencia se aplique a ello. La refundaci¨®n moral de un sistema din¨¢mico de relaciones multipolares y multipersonales, que es en lo que ha devenido el capitalismo, demanda un cambio generalizado de actitudes, y este pasa necesariamente por una recuperaci¨®n de la facultad deliberativa cr¨ªtica del individuo.
Santiago Eguidazu es alumno de la Escuela de Filosof¨ªa.
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