La noche fotogr¨¢fica
En lo m¨¢s lejano de mi memoria hay oscuridades nocturnas anteriores a la omnipresencia de la iluminaci¨®n el¨¦ctrica. Recuerdo bombillas d¨¦biles en algunas esquinas y l¨¢mparas con pantalla met¨¢lica colgando de cables tendidos a trav¨¦s de las plazas, moviendo juegos de grandes sombras y claridades rojizas cuando las agitaba el viento en las noches de invierno. Recuerdo ir bien abrigado en brazos de mi padre, una bufanda de lana picante tap¨¢ndome la boca, y sentir v¨¦rtigo al doblar el cuello para mirar el cielo inundado por muchas m¨¢s estrellas de las que he vuelto a ver nunca, vibrando en el fulgor de niebla de la V¨ªa L¨¢ctea. En otra ¨¦poca, muchos a?os despu¨¦s, el fot¨®grafo Ricardo Mart¨ªn capt¨® la luz de las bombillas en alguna de aquellas esquinas, todav¨ªa intocadas, en los mismos lugares donde yo hab¨ªa jugado de ni?o, donde los ni?os nos qued¨¢bamos jugando hasta bien entrada la noche, hasta que las madres se asomaban para llamarnos porque la cena estaba preparada. En esas plazuelas tan bien provistas de sombra nocturna, tan limpias todav¨ªa de faros y motores de coches, el fin de la claridad del d¨ªa tra¨ªa consigo el momento de contar historias: cuentos de aparecidos, rumores sobre la presencia de una fraternidad de t¨ªsicos que se alimentaban de sangre fresca de ni?os, de la T¨ªa Tragant¨ªa o del Hombre del Saco, al que en nuestra tierra llamaban tambi¨¦n el T¨ªo Mantequero. Hab¨ªa un cierto portal de una casa desierta al que la luz de la esquina no llegaba, y en el que era posible que se agazapara una bruja. El desaf¨ªo era armarse de valor y cruzar a solas la zona de negrura, cantando para darse ¨¢nimos:
Ay qu¨¦ miedo me da
De pasar por aqu¨ª,
Si la bruja estar¨¢
Esper¨¢ndome a m¨ª
Ahora comprendo que era una noche antigua, preindustrial, que se oscurec¨ªa del todo en las ocasiones nada infrecuentes en las que se iba la luz. En la imaginaci¨®n literal de los ni?os las met¨¢foras m¨¢s comunes del idioma se fijan con una precisi¨®n de aguafuertes: al fondo de un callej¨®n, m¨¢s all¨¢ de la bombilla de la esquina, era verdad que estaba tan oscuro como la boca de un lobo: el gran lobo de fauces abiertas de los cuentos y de las pesadillas, la boca de negrura que lo engullir¨ªa a uno si se aventuraba m¨¢s lejos de lo que deb¨ªa, o si le tocaba la mala suerte de encontrarse con una de aquellas presencias de la mitolog¨ªa popular infantil, s¨ªmbolos tal vez de esos adultos crueles, fantasmales, verdaderos, que inmemorialmente se han cebado con la debilidad de los ni?os. Una abuela encorvada, los hombros cubiertos con una toquilla de lana, la cara oculta a medias por un pa?uelo atado a la barbilla, pod¨ªa ser una bruja o proyectar sobre la calle empedrada la silueta de una bruja. Y hab¨ªa hombres inexplicables y siempre algo siniestros que se nos acercaban cuando ¨ªbamos solos para preguntarnos algo, o que se nos arrimaban a los muslos en la otra oscuridad del gallinero de los cines. El reverso de aquellas noches de tiniebla llegaba una vez al a?o en las iluminaciones de la feria, que por comparaci¨®n, por falta de costumbre, nos parec¨ªan mucho m¨¢s cegadoras de lo que ser¨ªan en realidad, las guirnaldas de bombillas pintadas de colores, el v¨¦rtigo de las luces de la noria, los reflectores que exageraban el colorido de los cartelones del circo. Pero se apartaba uno de la feria, casi dormido de cansancio, de la mano de sus padres, y a la vez que se amortiguaba el ruido de los altavoces de las t¨®mbolas y de las m¨²sicas de los carruseles se hac¨ªa m¨¢s evidente el regreso a la oscuridad cuando se caminaba de nuevo por los callejones habituales, resonantes con los tacones de los duros zapatos de domingo que se hab¨ªan puesto los adultos, tan poco acostumbrados a ellos.
Sin que nos di¨¦ramos cuenta, muy gradualmente, la noche se fue llenando de claridad en los mismos a?os en los que sal¨ªamos de la infancia. La noche luminosa era el gran espejismo con el que nos atra¨ªan las ciudades. No olvido nunca el impacto del ni¨¢gara de luces de la Gran V¨ªa de Madrid la primera noche que llegu¨¦ a ella doblando una esquina de la plaza de Espa?a, mi primera noche de casi adulto que cumplir¨¢ dieciocho a?os dentro de unos d¨ªas y acaba de dejar su maleta todav¨ªa cerrada sobre la cama del cuarto de pensi¨®n en el que incre¨ªblemente va a vivir por su cuenta a partir de ahora, due?o de sus actos y de sus pasos, d¨®cil a la llamada y a la palpitaci¨®n de la ciudad.
En un par de salas rec¨®nditas y muy poco iluminadas del Metropolitan hay una exposici¨®n que tiene algo de historia natural de la noche del siglo XX, de esas tinieblas que a trav¨¦s de la fotograf¨ªa y del cine en blanco y negro han influido en nuestra imaginaci¨®n hasta el punto de modelar tambi¨¦n nuestros recuerdos. Arte de la luz, la fotograf¨ªa se volc¨® muy pronto en la exploraci¨®n de la noche, en cuanto los medios t¨¦cnicos lo permitieron: pel¨ªculas m¨¢s sensibles, c¨¢maras port¨¢tiles, flashes. Los bulevares de la ciudad burguesa, los escaparates, los faroles de gas, los callejones solitarios, dieron lugar a la figura del caminante curioso y harag¨¢n, inventor de historias de desconocidos. Baudelaire y Jack el Destripador son criaturas nocturnas del siglo XIX. Liberado del encierro en su estudio, con la c¨¢mara al hombro, con su instinto a la vez primitivo y moderno de merodeador, el fot¨®grafo de la noche es un personaje del siglo XX, un T¨ªo Mantequero cuya silueta es proyectada sobre los adoquines por la luz de una farola, un esp¨ªa de las vidas ocultas de otros, un explorador del pa¨ªs desconocido en el que se convierte una gran ciudad en cuanto cae la noche, sobre todo esa noche ambigua que dura hasta el final de los a?os cincuenta, hasta la llegada de la fotograf¨ªa en color: Brassa? en Par¨ªs, Bill Brandt en Londres, Josef Sudek en las deshabitadas noches comunistas de Praga, la intr¨¦pida Berenice Abbott subida a las terrazas de los edificios m¨¢s altos de Nueva York para tomar fotograf¨ªas en cuanto cae la noche anticipada de diciembre, entre el momento en que se encienden las luces en todas las oficinas todav¨ªa llenas de gente y el otro momento en el que los edificios se quedan vac¨ªos y las luces empiezan a apagarse, Weegee alumbrando con el descaro cl¨ªnico del flash un cad¨¢ver que parece flotar hinchado boca arriba sobre un charco de sangre o una cabeza cortada que la polic¨ªa de Nueva York acaba de descubrir al pie de los pilares de hierro de un tren elevado.
Esa es la noche fotogr¨¢fica que se parece a mis recuerdos, o a recuerdos conjeturales que bien pudieran ser m¨ªos: la c¨²pula de la catedral de San Pablo iluminada por la Luna llena y rodeada de edificios espectrales en ruinas despu¨¦s de una incursi¨®n de los bombarderos alemanes, en una foto de Bill Brandt; el horizonte nocturno del mar fotografiado por Hiroshi Sugimoto, a la vez impenetrable y et¨¦reo, como un cuadro de Rothko. En alguna parte, y no solo en esas fotos, perdura la noche sin fisuras de la memoria m¨¢s antigua.
Night Vision: Photography After Dark. Metropolitan Museum. Nueva York. Hasta el 18 de septiembre. www.metmuseum.org. antoniomu?ozmolina.es
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