Apuntes de regreso
Verdes de junio. En el verde tupido de las copas de los ¨¢rboles y de la hierba se advierte nada m¨¢s volver que ¨¦sta ha sido una primavera lluviosa. Desde el avi¨®n que desciende para el aterrizaje las lindes de fincas y l¨ªneas de carreteras entrecruzaban el paisaje plano de nervaduras como de hoja seca. Pero la aridez que se ve desde el aire y luego desde la ventanilla del taxi es en parte enga?osa: asediada por secanos en casi todo su per¨ªmetro, salvo por el oeste y el noroeste, Madrid es sin embargo una ciudad densa de ¨¢rboles que deslumbran en la ma?ana del regreso, con los ojos todav¨ªa limpios de costumbre: la ciudad apaisada, la gente en la calle, el rumor de las cafeter¨ªas, los grandes pl¨¢tanos y los casta?os de las avenidas, las arboledas civilizadas del Retiro, dando sombra y frescor a la Feria del Libro.
O¨ªdo barra. Meses sin escuchar ese clamor ¨²nico, cuya singularidad solo advierte el que ha pasado tiempo fuera, el de las conversaciones en voz alta, las demandas de raciones y ca?as, el traj¨ªn de los camareros, el choque met¨¢lico de las monedas de la propina en un bote de lat¨®n. El bar espa?ol como ecosistema irrepetible, tan hostil cuando lo sumerge a uno en una trampa de mugre, estr¨¦pito y laboriosa fealdad, tan jubiloso, tan a?orado, cuando logra la perfecci¨®n, m¨¢s ahora que ya no flota en el aire el humo obligatorio de los cigarrillos. De pie, junto a una barra, entre la gente que lo llena todo, se puede disfrutar una maestr¨ªa de la cocina y de la cerveza y el vino que vuelven m¨¢s rid¨ªcula a¨²n la superstici¨®n de los restaurantes de lujo. El a?o pasado por ahora, nada m¨¢s volver, descubr¨ª la barra perfecta de la cafeter¨ªa Monterrey de Bilbao; el fr¨ªo de la cerveza, el color de la espuma, la maravilla de una tapa de bonito con tomate, la cordialidad medida y experta de los camareros que saben su oficio. Este a?o, la celebraci¨®n del regreso es en el bar Laredo de Madrid, a pie de barra, con camareros veloces, con mucha gente alrededor, con la visi¨®n a?orada del brillo de la grasa en un plato de jam¨®n y el rosa y el blanco fresco de las gambas cocidas, y la consistencia salada y crujiente de las patatas fritas. Las a?oranzas del paladar son irreparables.
Lectores. Las hojas de los libros se multiplican tan ferazmente como las de los ¨¢rboles en las casetas de la Feria. Parece mentira que haya tantos libros, tantos t¨ªtulos, tantas portadas, tantas p¨¢ginas de letra apretada que contienen siempre el esfuerzo de alguien que ha trabajado a solas durante mucho tiempo. Y m¨¢s mentira parece todav¨ªa que haya tanta gente que viene al reclamo de los libros, que inunda el paseo entre las casetas como una gran marea holgazana y festiva, gente solitaria, familias enteras, parejas j¨®venes, parejas con ni?os en brazos o en carritos, con ni?os de la mano, con ni?os de ojos grandes y curiosos que miran sin parpadear a ese hombre o a esa mujer extra?os que escriben una dedicatoria para sus padres en un libro abierto. Parece mentira, pero aqu¨ª est¨¢n, con una tranquila lealtad que a veces ha durado tanto como el trabajo de uno, con una presencia educada y asidua, trayendo una novela con el lomo combado por la lectura, con el papel ya amarillo, con notas tupidas en los m¨¢rgenes, o sonriendo al elegir un t¨ªtulo y decir: "?ste era el que me faltaba", o al pedir una dedicatoria para alguien que no est¨¢ presente, a quien algunas veces nombran bajando la voz: qui¨¦n sabe a d¨®nde ir¨¢ cada libro, o c¨®mo es uno mismo en los ojos del lector que lo mira durante menos de un minuto.
Impertinencia. Quiz¨¢s el h¨¢bito de ver caras conocidas en la cercan¨ªa virtual del primer plano de una pantalla convence a algunas personas de que esa figura sentada tras el mostrador de la caseta se encuentra en otra dimensi¨®n y no puede escucharlas. Es el espejismo opuesto al de aquellas abuelas de nuestra ni?ez que devolv¨ªan amablemente el saludo a los presentadores de la televisi¨®n en blanco y negro. A unos cent¨ªmetros de m¨ª una se?ora me mira firmar y comenta en voz alta: "Qu¨¦ viejo est¨¢, ?no? Y con esa barba. Y con gafas. Se ve que ha perdido mucha vista". Un hombre corpulento va tomando uno por uno mis libros y parece sopesarlos como un asentador de frutas en un mercado mientras le va a explicando a otro: "Hombre, ¨¦ste mal mal no est¨¢, pero no es el mejor de los suyos, ni mucho menos"; "?ste le qued¨® regular, no te lo recomiendo"; "Si acaso, por probar, yo empezar¨ªa por ¨¦ste, pero all¨¢ t¨², tampoco es que yo ponga la mano en el fuego".
Miguel Macaya. Del Retiro a la galer¨ªa Jorge Alcolea hay un paseo breve, por las aceras arboladas del barrio de Salamanca; casi la misma distancia que hasta el bar Laredo. Caminar conversando, fij¨¢ndose en la ciudad recobrada; ver pintura; confortarse con ca?as y tapas. Madrid civilizado. En un escaparate de la galer¨ªa Alcolea hay un oso polar pintado por Miguel Macaya, y en el otro un boxeador, y las dos figuras, los dos retratos, comparten una soledad sin remedio y una especie de fortaleza desvalida, aparte de lo que m¨¢s importa, la maestr¨ªa obstinada del oficio de pintar. Miguel Macaya es un pintor absolutamente moderno que aprendi¨® la disciplina artesanal de la pintura al mismo tiempo que se deslumbraba con el ejemplo de los grandes maestros de la presencia y la tiniebla, Vel¨¢zquez, Rembrandt, Caravaggio, los tremendos alemanes de los a?os veinte del siglo pasado, Otto Dix, Christian Schad. Miguel Macaya pinta toreros o peones de brega terminales en la tradici¨®n de Guti¨¦rrez Solana y de Ignacio Zuloaga, pero en lugar de ensa?arse en la caricatura les da una grandeza como de guerreros meditabundos de Vel¨¢zquez o Rembrandt, de fil¨®sofos o enanos investidos por la dignidad suprema de sus harapos, emergiendo de un fondo negro hecho de veladuras y de resplandores como los fondos de Caravaggio, esos negros que no se agotan en su densidad de matices, de planos sucesivos, como los planos que se alejan en las tinieblas m¨ªsticas de Mark Rothko. Macaya pinta la soledad del boxeador de pecho plano y palidez funeraria con la misma comprensi¨®n profunda con la que pinta la soledad de los animales, los osos blancos y los ping¨¹inos en su noche polar, los caballos en un galope ingr¨¢vido, los perros tan llenos de car¨¢cter y tan ajenos a las vanidades del mundo como aquellos mendigos a los que retrataba Vel¨¢zquez para darles nombres de fil¨®sofos griegos. Macaya pinta ese vellocino de oro de la pintura contemplativa que es el amarillo de los limones, esa celebraci¨®n simult¨¢nea de las formas puras y la plenitud de lo natural que son las manzanas: y tambi¨¦n las herramientas y los materiales de su trabajo, los pinceles, los tarros de pintura o de disolvente, la perseverancia y el gusto de pintar. Ver sus cuadros de nuevo acent¨²a la sensaci¨®n de haber regresado.
Miguel Macaya. Galer¨ªa Jorge Alcolea. Madrid.Hasta el 28 de junio. www.galeriajorgealcolea.com. antoniomu?ozmolina.es
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