P¨¢ginas in¨¦ditas salvadas del fuego
Los sucesos que terminaron con la locura y muerte de Carlos (llam¨¦moslo as¨ª) acontecieron en 1939, antes de comenzar la guerra. Y, sin embargo, todav¨ªa suelo o¨ªr opiniones horribles acerca de ¨¦l, todav¨ªa debo pelearme por ¨¦l. Hay gentes "realistas", esas que dicen atenerse a los hechos, para las cuales la verdad es s¨®lo lo que puede decirse en palabras claras y de l¨ªmites bien n¨ªtidos, como se ve un objeto geom¨¦trico a la plena luz del d¨ªa; para esa clase de gentes, la verdad acerca de Carlos son terribles palabras como cobarde, traidor, criminal. Y, no obstante, un hombre puede huir y no ser un cobarde, puede abandonar un movimiento y no ser un traidor, puede matar y no ser un criminal.
Un hombre puede huir y no ser un cobarde, puede abandonar un movimiento y no ser un traidor, puede matar y no ser un criminal
Hay una sola persona, quiz¨¢ que pod¨ªa haber dicho la verdad: Georgina. Es cierto que Georgina abandon¨® a Carlos a su propio derrumbe y este abandono puede parecer un hecho favorable a la teor¨ªa de sus enemigos. Pero yo tengo mis motivos para sostener que esa actitud de Georgina nada tiene que ver con los argumentos empleados por esas gentes siempre dispuestas a tirar la primera piedra. Por el contrario, esa actitud -que estoy lejos de justificar- precipit¨® al pobre Carlos en su desesperaci¨®n y en su locura; y prepar¨® el acto ¨²ltimo y menos comprendido de su existencia: el asesinato de Yenia. El 27 de febrero de 1939, a las tres de la madrugada, en la pieza de la calle Gay-Lussac, Carlos mat¨® a su amante: la apu?al¨® varias veces, luego la roci¨® con nafta y la quem¨®.
No hay duda de que fue Carlos el autor de esa muerte, aunque no haya documentos que lo prueben. Pero este acto no revela de ning¨²n modo -en mi opini¨®n- que Carlos fuera un criminal en el sentido corriente de la palabra. No s¨¦ si adelantar lo que a mi juicio revela porque espero, deseo fervientemente, que la lectura de estas p¨¢ginas hablen por s¨ª mismas. Pero me siento tentado de decir una sola cosa y es que la aniquilaci¨®n de Yenia s¨®lo revela que Carlos no fue un h¨¦roe; porque el hero¨ªsmo, como alguien que no recuerdo ha dicho, consiste en ver el mundo tal como es y sin embargo vivir y amarlo.
?Cu¨¢ntas veces he estado a punto de quemar estos papeles! Ahora, aqu¨ª, lejos de Buenos Aires, sentado sobre la hierba, a la orilla de un arroyo, todo aquello parece tan lejano e incre¨ªble que me hace dudar una vez m¨¢s sobre la necesidad de relatar nada. Quiz¨¢ contribuya a crearme este estado de ¨¢nimo la guerra: despu¨¦s de esa guerra b¨¢rbara y despu¨¦s que miles de seres indefensos se pudrieron o fueron quemados en campos de concentraci¨®n, parece hasta vergonzoso ocuparse del destino de un solo hombre. Quiz¨¢ sea tambi¨¦n el campo: como a la luz del d¨ªa, las ideas nocturnas parecen menos terribles, as¨ª el campo desagrava el esp¨ªritu del hombre que viene de la ciudad, oscura y desesperanzada. Quiz¨¢ sea eso, en efecto: el estar tan lejos de las ciudades y de sus hombres, el recostarse en la hierba, el o¨ªr apenas el murmullo modesto del arroyito, el ver al Jeff que corre vanamente detr¨¢s de un mart¨ªn-pescador, el ver las vacas que miran pensativamente a lo lejos.
Quiz¨¢ sea todo eso lo que ahora me ha tentado una vez m¨¢s a quemar los papeles. Pero, tambi¨¦n una vez m¨¢s, he sentido la impresi¨®n de que cometer¨ªa una traici¨®n. ?Una traici¨®n a qui¨¦n?, me pregunto yo mismo. ?A Carlos? Pero ?acaso ¨¦l pens¨® jam¨¢s que yo publicar¨ªa su historia despu¨¦s de su muerte? ?No habr¨ªa motivos para suponer, m¨¢s bien, que sonreir¨ªa despectivamente de mis escr¨²pulos reivindicatorios, de mi deseo de justificarlo? Ya lo veo encogi¨¦ndose de hombros, levantando sus cejas, arrugando su frente con arrugas horizontales y mirando a lo lejos, a ning¨²n punto, tal como era tan com¨²n en ¨¦l, y comentando amargamente:
-?Justificar qu¨¦? ?Mi vida? Pero si mi vida no tiene justificaci¨®n, si yo tambi¨¦n soy una porquer¨ªa, un fracasado. Adem¨¢s ?por qu¨¦ hay que justificar nada, mi vida o lo que sea? ?Por qu¨¦ ha de ser uno justo? ?Y ante qui¨¦n? ?Ante los dem¨¢s hombres? ?Y ellos c¨®mo se justifican? O quiz¨¢ pens¨¦s que hay que justificarse ante Dios. Pero ?acaso Dios es justo? Dejame de idioteces, por favor...
Despu¨¦s chupar¨ªa su eterno cigarrillo, en esa forma ansiosa con que lo hac¨ªa, y seguir¨ªa mirando a lo lejos, sombr¨ªo, aislado, insalvable.
Sin embargo, dej¨® esos papeles, esos trozos de novela, esos extra?os cuentos, esas curiosas estad¨ªsticas. ?Por qu¨¦ no los destruy¨® si ya nada le importaba despu¨¦s de su muerte, si tanto le daba pasar a la posteridad (ante la peque?a posteridad que toda hombre tiene) como un canalla o como una pobre, indefensa criatura? Se puede arg¨¹ir que si no los destruy¨® pudo ser, precisamente, porque nada le importaba de nada. Puede ser. Si le hubiera importado, en efecto, me los habr¨ªa podido dejar a m¨ª. Pero ni eso. Ah¨ª quedaron, en su pieza de la calle Odesa, entre sus libros y sus b¨¢rbaros dibujos, donde la polic¨ªa los requis¨®, con el resto de sus cosas.
Nada le importaba, pues. Y, no obstante..., una vez m¨¢s he querido quemar todos esos papeles y una vez m¨¢s (la ¨²ltima) he tenido la impresi¨®n de que cometer¨ªa una traici¨®n a Carlos.
Su cuerpo muri¨® en 1939; pero su alma, como pasa siempre, ha quedado en pedazos, dispersa aqu¨ª y all¨¢, en el recuerdo m¨ªo, de Antonia, en el alma de Georgina y de sus enemigos, en su novela inconclusa, en sus cuentos, en sus extra?as estad¨ªsticas. Es curioso que el alma quede as¨ª destrozada y que cada amigo o enemigo se lleve un trozo, como el recuerdo de un pa¨ªs que se visit¨®, o como un despojo de guerra. As¨ª andan los restos de Carlos, dispersos a los cuatro vientos, en recuerdos cada vez m¨¢s imprecisos, en simpat¨ªas y en odios. Y me parece digno de ser meditado el hecho de que el odio de un enemigo contribuya as¨ª (y a veces con m¨¢s fuerza) al mantenimiento de un alma.
Sea como sea, esos restos se hacen cada d¨ªa m¨¢s evanescentes y as¨ª Carlos va muriendo con los a?os la muerte final y verdadera. Ya s¨®lo quedan visibles algunos pedazos, que se aferran a la vida como esos islotes que el r¨ªo va socavando poco a poco, hasta que por fin desaparecen por completo. El tiempo es, en efecto, un r¨ªo que termina por arrastrar y deshacer todo ?y tan pronto!
Buena parte del alma de Carlos (quiz¨¢ la m¨¢s representativa) est¨¢ en estos papeles y me parecer¨ªa una traici¨®n destruirlos y dejar que s¨®lo sobrevivan en estos pr¨®ximos a?os los trozos m¨¢s deleznables. Por eso he dicho que esta tentaci¨®n de quemarlos, aqu¨ª, en la paz del campo, ser¨¢ la ¨²ltima. Publicar¨¦ los papeles de Carlos, aunque sean inconexos, aunque sean oscuros, aunque sean a veces ficticios. Al principio tuve el prop¨®sito de ordenarlos y hasta de rehacer la historia de mi amigo. Por aquel tiempo ten¨ªa yo a¨²n la curiosa opini¨®n de que una vida es algo que puede ser ordenado, aclarado y completado. Por aquel tiempo cre¨ªa todav¨ªa en las reconstrucciones, a pesar de conocer el desaliento de Lord Raleigh.
Ahora soy m¨¢s viejo, es decir m¨¢s realista o m¨¢s esc¨¦ptico: s¨¦ ahora que la inconexi¨®n y la falta de sentido tambi¨¦n forman parte de la realidad; s¨¦, asimismo, que pretender reconstruir una vida es como pretender reconstruir un sue?o con sus misteriosos escombros, con los restos de frisos so?ados y las vagas columnas. La raz¨®n trata, vanamente, de realizar una arquitectura, pero ?qu¨¦ fr¨¢giles, qu¨¦ pobres, qu¨¦ groseras son sus reconstrucciones!
Ahora s¨¦ que querer reconstruir a Carlos ser¨ªa algo as¨ª como querer ver plenamente ese templo fantasma.
Y Dios me libre de hacer una novela, con la tr¨¢gica vida de mi amigo, porque eso ser¨ªa peor que una traici¨®n.
Mi tarea, pues, es muy modesta y muy sencilla: es la tarea de un albacea.
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