Spregelburd est¨¢ reloco y sabe lat¨ªn
La terquedad, de Rafael Spregelburd, en versi¨®n francesa dirigida por Marcial di Fonzo Bo y Elise Vigier, ha pasado como un breve hurac¨¢n por el festival Grec: dos d¨ªas en el Lliure. En Francia, donde el t¨¢ndem ha montado ya La estupidez, El p¨¢nico y La paranoia, el espect¨¢culo estar¨¢ una semana en Avi?¨®n y recalar¨¢ luego en el Festival de Oto?o parisiense. No es para menos, pues La terquedad clausura la Heptalog¨ªa de Hyeronimus Bosch, uno de los ciclos narrativos m¨¢s importantes, poderosos, valientes y generativos del teatro contempor¨¢neo: siete piezas, de alrededor de tres horas cada una, que el monstruo argentino ha escrito y montado a lo largo de una d¨¦cada. Estoy convencido de que si fuera novelista en vez de dramaturgo, el cierre del septeto hubiera merecido portada en todos los suplementos culturales. Spregelburd es un mito creciente y en expansi¨®n, como su obra, pero no se lo pone f¨¢cil ni al p¨²blico ni a sus ex¨¦getas: su teatro es desmesurado, tumultuoso, irresumible y, como declar¨® en una ocasi¨®n con su chuler¨ªa caracter¨ªstica, "poco amigo de lo evidente y enemigo de lo simb¨®lico". Confieso que hay infinitas cosas que se me escapan en esa danza de agujeros negros que es la Heptalog¨ªa, pero todas sus entregas me fascinan por su desbordante imaginaci¨®n, su vitalidad dram¨¢tica, y su voluntad de hablar "de todo en colisi¨®n", como ped¨ªa Perec.
Spregelburd es un mito creciente y en expansi¨®n, como su obra, pero no se lo pone f¨¢cil ni al p¨²blico ni a sus ex¨¦getas
La terquedad, quiz¨¢s una de sus m¨¢s sorprendentes propuestas, transcurre en Valencia a finales de marzo de 1939, pocos d¨ªas antes de la entrada de las tropas franquistas. ?Es una obra sobre nuestra Guerra Civil? Puede serlo si aparcamos la cronolog¨ªa hist¨®rica (en la pieza se habla, por ejemplo, de Lorca como "ese poeta nuevo") y nos quedamos con la esencia: el contagio fatal de una serie de terquedades extremas a cargo de unos personajes mesi¨¢nicos convencidos de hacer el bien. Para retratar una realidad tan ca¨®tica e ininteligible como la del final de una contienda, Spregelburd emplea un dispositivo similar al utilizado por Ayckbourn en The Norman Conquests: la acci¨®n transcurre en un mismo segmento temporal (una hora, entre las 5 y las 6 de la tarde de un mismo d¨ªa) que se repite tres veces desde distintos puntos de vista (el comedor de la casa de Planc, la habitaci¨®n de su hija, el jard¨ªn), de modo que a cada giro recibimos nuevas y cambiantes informaciones. Podr¨ªa decirse que Spregelburd junta a Ayckbourn con el Stoppard de Jumpers para dar un salto m¨¢s all¨¢. Tanto el fil¨®sofo de Jumpers como el ling¨¹ista de La terquedad est¨¢n tan absortos en sus cavilaciones que son incapaces de advertir el hurac¨¢n de turbulencias que se agita a su alrededor, con la diferencia de que el perfil de Jaume Planc es mucho m¨¢s complejo: un republicano de derechas ascendido a comisario policial pero obsesionado por salvar inocentes y establecer un idioma universal, el katac, que hermanar¨¢ a todos los pueblos. Ese ins¨®lito protagonista (encarnado por Marcial Di Fonzo Bo, m¨¢s Depardieu que nunca), quintaesencia como pocos la mirada de su autor, que nunca desciende a los clich¨¦s previsibles: Planc es humanista y fascista, visionario y demente, monstruoso y conmovedor. En torno a ¨¦l se mueve un enjambre de personajes agitados por tensiones pasionales e ideol¨®gicas (renuncio a pormenorizar) con dos detonantes m¨¢s o menos claros: la visita de Dmitri, un enviado de Stalin que llega para hacerse con el diccionario (y descubrir, de paso, que Planc ha inventado tambi¨¦n el ordenador y el sistema de p¨ªxeles), y el equ¨ªvoco, digno de Feydeau, entre una lista de subversivos fusilables codiciada por ambos bandos que se confunde con la de los invitados a una sesi¨®n de circo. Por si no hubiera bastantes tramas en conflicto, Spregelburd a?ade a una asesina serial que sigue ¨®rdenes secretas dictadas por las p¨¢ginas de una novela abierta al azar, como un I Ching mal¨¦fico. As¨ª contada, La terquedad puede parecer una comedia negra y delirante (que lo es), pero en su interior coexisten e interaccionan tantos relatos como tonos, desde la historia de fantasmas (a lo Bioy) que parece insinuarse a lo largo del primer acto, el encendido debate sobre ling¨¹¨ªstica y religi¨®n entre Dmitri y Planc que ocupa una buena parte del segundo (mucho m¨¢s apasionante, para mi gusto, que la tediosa controversia cient¨ªfica de la aclamada Copenhague), o la emoci¨®n que crece inesperadamente en el tercero, cristalizada en la bell¨ªsima carta del hijo muerto, y que desmiente las acusaciones de "autor cerebral" que m¨¢s de una vez se han vertido sobre el dramaturgo. Los ocho estupendos actores del Th¨¦?tre des Lucioles, que hablan en franc¨¦s, castellano y valenciano (cosa que no facilita precisamente la comprensi¨®n), doblan y hasta cuadruplican roles hasta encarnar a la veintena de personajes que Spregelburd pone en juego. El creciente frenes¨ª de sus intervenciones alcanza una velocidad de v¨¦rtigo gracias al giratorio dise?ado por Yves Bernard, que permite seguir la simultaneidad, a veces mareante, de la narraci¨®n. Igualmente destacables son los inquietantes crescendos musicales de Etienne Bonhomme y la iluminaci¨®n (tambi¨¦n de Bernard) que comienza demasiado tenebrista pero alcanza luego cotas del mejor cine de ciencia-ficci¨®n. Hay, como dec¨ªa antes, pasajes del texto que no alcanzo a pillar (el di¨¢logo -divertid¨ªsimo, por otra parte- en el que Planc y Dmitri rompen a hablar en verso mu?ozsequista, l¨®gicamente eliminado en la versi¨®n francesa), as¨ª como el deus ex machina del final, quiz¨¢s paradigma del sinsentido mismo de la guerra. Hay oscuridades argumentales que podr¨ªan clarificarse y que parecen apuntar a una excesiva voluntad de rizar el rizo, y personajes que se quedan en meros detonantes (nunca mejor dicho) de la acci¨®n, como el brigadista John Parson, o merecer¨ªan, a mi juicio, un mayor desarrollo, como el iluminado padre Francisco, que anhela el incendio de su iglesia para que resurja de las cenizas una nueva fe: pegas menores ante la deslumbrante riqueza inventiva de La terquedad.
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