La vida sin gafas
Me pasa a veces salir del despacho sin gafas y verme en medio del pasillo ech¨¢ndolas en falta. Y me pregunto: ?debo volver sobre mis pasos o enfrentarme a lo desconocido? Si la misi¨®n no va a llevarme lejos (vamos, si me quedo en el edificio y no voy a internarme por las selvas del campus, llenas de fieras y peligros) pues doy un paso al frente, con el coraje de los h¨¦roes, y renuncio a retroceder en busca de las antiparras. Qu¨¦ demonios, a¨²n no he alcanzado el medio siglo de vida y la Ley de Dependencia deber¨¢ esperar, en mi caso, por lo menos hasta ma?ana.
Pero emprendo la marcha y compruebo que mis ojos apenas distinguen formas, manchas, colores. Hay cosas que se mueven y juzgo prudente imaginar que son seres humanos. Entonces empiezo a saludar. Me temo que saludo mucho m¨¢s cuando voy sin gafas que cuando voy con ellas, para evitarme la reputaci¨®n de borde que se labra todo miope al transitar sin su arreo reglamentario. A los miopes nos saludan los compa?eros de oficina, los amigos de la infancia, las ex novias, los ministros, y seguimos adelante con ol¨ªmpico desprecio. La verdad, claro, es que no ves absolutamente nada, aunque los dem¨¢s tienden a pensar, muy al contrario, que se te ha subido el pavo a la cabeza, y que desde que te dieron aquel tercer acc¨¦sit en un certamen literario ya no eres el mismo.
Para evitar esa reputaci¨®n, cuando voy sin gafas saludo a diestra y siniestra, como una reina holandesa o como un romano pont¨ªfice; presiento un rostro amigo en cada circunferencia y dirijo una c¨¢lida sonrisa a todo lo que se mueve, por ejemplo, a desconocidas de veinte a?os. Esto es muy frecuente, porque si algo hay en una universidad son desconocidas de veinte a?os, que se visten como si delante de ellas s¨®lo hubiera tipos muy conocidos. Acabo saludando a tantas chicas semidesnudas que no entiendo c¨®mo no me ha puesto nadie una denuncia. Hoy d¨ªa se ponen denuncias por las cosas m¨¢s peregrinas, y la chavaler¨ªa viste de tal modo que hago examen de conciencia y concluyo que deber¨ªan ponerme una denuncia s¨®lo por existir. Ignoro de qu¨¦ forma resuelven esto nuestros mejores catedr¨¢ticos.
En los pasillos de mi edificio acampan toda clase de seres vivos, aunque lo normal es encontrarse con operarios (siempre hay alguna obra), mensajeros y vicerrectoras. Y yo achino los ojos y me pongo a saludar, con el fin de no hacerle un feo a nadie. Adem¨¢s, desde que escrib¨ª un art¨ªculo hablando de lo maleducada que es hoy la gente, procuro evitar al par de tipos que me lo inspir¨®: tengo para m¨ª que quieren verme traicionando estos principios para denunciar no ya mi conducta, sino la hipocres¨ªa de mi literatura moral.
La vida sin gafas se presta a estos problemas. Entonces aparece uno de esos amigos que se ha operado los ojos y te cuenta lo bien que lo ve todo. Son linces que hablan de su oftalm¨®logo como si llevaran comisi¨®n.
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