Ojal¨¢ la muerte tuviera s¨®lo tu cara
Querido amigo, no te imagino tan hondo ni en lugar tan peque?o. Del recuerdo no digo nada, que es como la ropa mal planchada y no hay c¨®mo pon¨¦rsela. Del futuro espero s¨®lo lo que t¨² me dejes, lo que t¨² tengas a bien dejarme. Bien planchado, eso s¨ª, que s¨¦ que no te sabes presentar de otra forma, mi querid¨ªsimo fantasma.
Cuando muere Jorge Berlanga muere mucha gente, uno de esos es parte de m¨ª. A ese que me corresponde de entre los hermanos de su muerte, le mando una carta.
Los amigos de m¨¢s de un Martini hacemos cosas as¨ª, que parecen que es hacer lo que uno quiere (un acto gratuito), aunque no lo sea.
Mi carta para Berlanga empieza, por tanto, cuando mi carta lo decide y de cualquier manera.
"Ahora todos se irritan, como si la vida fuese una traici¨®n,una trampa o enga?o"
Al fin y al cabo, las cartas de amor no se encabezan, m¨¢s bien se descabezan.
Querido Jorge:
?Qu¨¦ grandes son las cosas de pronto sin nosotros!
He recuperado en cambio, para ti, un peque?o verso, antes de que se lo lleve la marea:
"Se meti¨® en mi bolsillo con las llaves de mi coche".
Si no me equivoco mucho, el verso al que me refiero es de Paul Simon, el de Simon and Garfunkel, ese del que se han re¨ªdo tanto los modernos y durante tanto tiempo.
?Te acuerdas de los que se re¨ªan de los versos? Te agradar¨¢ saber que versos peores se les congelaron muy cerca de la risa.
Ahora dan conferencias.
Por lo dem¨¢s, ya nadie se r¨ªe mucho, mi querido amigo, ahora todos se quejan o presumen.
Quejarse y presumir son las dos causas que mueven la barquita del futuro. Los remos cortos que nos empujan (poco), en el agua estancada.
Lo que queda de este mundo no te gustar¨ªa nada. O puede que s¨ª, que s¨¦ que no eras sino un t¨ªmido generoso, y que con la elegancia debida aceptabas de buen grado casi todo.
De hecho, y ahora que lo pienso, jam¨¢s te escuche una queja, puede que alguna vez algo te resultara inc¨®modo, como quien no encuentra la postura entre cojines mal dispuestos. Pero en tal caso te levantabas, o ahuecabas los cojines, o te quedabas callado, como si ya se hubiera dicho demasiado.
Ahora, las cosas no han cambiado, pero todos se quejan, como si hubieran nacido para estar c¨®modamente sentados. Se irritan, como si esta condici¨®n tan inc¨®moda que es la vida de cualquiera fuese una trampa, una traici¨®n o un enga?o.
No son como t¨², no est¨¢n hechos para vivir.
Tambi¨¦n por eso, te a?oro.
Ojal¨¢, mi querido amigo, tuviera la muerte s¨®lo tu cara.
Me dijiste, el ¨²ltimo d¨ªa, que ya no hab¨ªa mucho m¨¢s que decir, eso vale para los que se van, pero ?y los otros?
Tambi¨¦n me dijiste que tal vez no hab¨ªa que haber dicho nunca nada. Eso, he de reconocerlo, vale para todos, y me lo apunto.
Escrib¨ªa Van Hofmannstalhal que se empieza por ser incapaz de comentar lo profundo y se acaba no comentando nada, y que al final todas las palabras que emplean las personas son extra?as. Creo recordar que lo llamaba "la herrumbre". Una tribulaci¨®n que corroe todo lo que tiene alrededor.
T¨² ya lo entend¨ªas.
La herrumbre crece alrededor de las palabras, y no hay Quer¨¦taro que las consuele.
Yo por mi parte me he venido abajo con tu muerte, que no por tu culpa, pero te debo, al menos, volver a hacer pie.
Hacer pie, eso s¨ª, sin sombra de agravio, sin venganza. Una patadita en el fondo para sacar la cabeza del agua, algo que devuelva la vida al que bracea, sin perturbar a quienes descansan en la orilla. Levantarse sin ser visto, ni descifrado desde la playa. Sin molestar a nadie. Sin remolinos en la arena.
Que nada enturbie con tu nombre, mi querido amigo, un primer domingo de verano.
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