El sue?o de una Ibiza preternatural
De noche desde la cama o¨ªa los silbidos del tren que cruzaba los campos de naranjos. Eran silbidos lejanos, a veces desgarrados, a veces lastimeros: el Expreso de Barcelona, el Sevillano, el Correo, alg¨²n borreguero. En uno de aquellos trenes pensaba que ese verano yo ir¨ªa a Par¨ªs, pero durante las vacaciones de Pascua mi padre hizo un aparte con mi hermano mayor y conmigo y ante el crucifijo de su mesa de despacho nos dijo que nuestra madre ten¨ªa un c¨¢ncer de est¨®mago muy avanzado. Estaba sentenciada. De noche o¨ªa pasar los trenes midiendo la oscuridad y sus silbidos pat¨¦ticos me hac¨ªan saber que el sue?o de Par¨ªs, el de llevar una camisa negra como la de Yves Montand y tomar un calvados en una terraza del Barrio Latino leyendo a Sartre, eso no ser¨ªa posible. En cambio no estaba dispuesto a renunciar a la invitaci¨®n de un compa?ero de colegio mayor, natural de Ibiza, de pasar unos d¨ªas en la isla con su familia. En la mochila me llev¨¦ El extranjero, de Albert Camus.
"Aqu¨ª la ¨²nica teor¨ªa es dejarse llevar", dec¨ªa mi amigo. Este consejo poco despu¨¦s se convertir¨ªa en la bandera de Ibiza
En el verano de 1957 Ibiza era un lugar fuera del mundo, sin literatura. Se dec¨ªa que en Dalt Vila y en San Antonio se hab¨ªa aposentado alg¨²n extranjero exc¨¦ntrico, alg¨²n pintor bohemio, las primeras francesas en biquini, aunque ciertamente no me cruc¨¦ con ning¨²n tipo raro porque la familia de mi amigo viv¨ªa en el interior de Santa Eulalia, en una casa de labranza de gruesas paredes encaladas rodeada de enormes higueras, algarrobos, vi?edo y un poco de cereal, una propiedad que heredar¨ªa mi amigo David, el primog¨¦nito; en cambio a Joan, el hijo menor, como segund¨®n, le hab¨ªan asignado un pedregal de dos hect¨¢reas en cala Llonga, que entonces no serv¨ªa para nada y no hac¨ªa m¨¢s que blasfemar por eso, sin imaginar que despu¨¦s lo har¨ªa millonario. David compart¨ªa con su hermano Joan una barca de madera, de cinco metros, con una vela cangreja, la borda blanca, el pantoque negro y el nombre Samaruc pintado en una de las aletas con letras azules.
La primera ense?anza natural que obtuve de Ibiza aquel verano de 1957 fue que el estado salvaje era una moral. Vivir desnudo, entrar y salir del agua, bostezar, rascarse la espalda, comer, taparse la cara con un sombrero de paja durante la siesta, aprender a hablar solo con la mirada seg¨²n la ley de la isla, contemplar los cuerpos flexibles de las chicas en la playa, dormir despu¨¦s de haber contado las constelaciones, era una filosof¨ªa que no hab¨ªa le¨ªdo en ning¨²n libro y que aquellos hermanos practicaban con toda naturalidad. "Aqu¨ª la ¨²nica teor¨ªa es dejarse llevar", dec¨ªa mi amigo. Este consejo poco despu¨¦s se convertir¨ªa en la bandera de Ibiza.
Una ma?ana me comunicaron el proyecto que iban a emprender, el mismo de todos los veranos, a la que no podr¨ªa renunciar. Los dos hermanos se propon¨ªan ir a Formentera en su peque?a barca de vela. Navegar de cala en cala, llevar unas viandas imprescindibles, pescar durante la traves¨ªa y dormir bajo las estrellas. Si todo iba bien, la aventura podr¨ªa durar 10 d¨ªas. Zarpamos desde Santa Eulalia y la primera singladura ser¨ªa hasta cala Llonga. Todo fue bien al principio. Desde el mar aparec¨ªa la costa todav¨ªa pura, sin una sola casa, con los pinos hasta la arena, con una gran resonancia de gaviotas en el silencio neum¨¢tico. Era aquella Ibiza preternatural, con payesas de negro con grandes sombreros, la misma que ver¨ªa Walter Benjam¨ªn en los a?os treinta o Rafael Alberti durante la guerra o incluso los antiguos piratas. La vela se comport¨® como esper¨¢bamos con el viento a favor. A la ca¨ªda del sol llegamos a cala Llonga. Sobre los cantos rodados de un peque?o refugio hicimos brasas y asamos unos atunes y llampugas que hab¨ªamos pescado al curric¨¢n. Tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en la mochila, a la ¨²ltima luz de la tarde, comenc¨¦ a leer El extranjero, de Albert Camus. Las tres l¨ªneas iniciales de la novela me dejaron aturdido. "Hoy ha muerto mam¨¢. O quiz¨¢ ayer. No lo s¨¦. Recib¨ª un telegrama...". De pronto desapareci¨® todo el equilibrio del esp¨ªritu con la naturaleza. Un telegrama parecido lo recibir¨ªa en julio dos a?os despu¨¦s durante el campamento de milicias en Montejaque, pero el verano de 1957 la enfermedad de mi madre, en medio de la dicha salvaje de Ibiza, grab¨® por primera vez en mi mente la idea de que la muerte es una injusticia, un elemento imp¨²dico que corrompe la inocencia del para¨ªso. Nuestra aventura no fue m¨¢s all¨¢ de cala Llonga por un imprevisto gregal. Me gustan las aventuras frustradas. Los nombres imposibles de platja d'en Bossa, cala Talamanca, s'Espalmador, cala Saona, La Savina, eran el m¨¢s all¨¢ que conquistar¨ªa algunos veranos despu¨¦s en la embarcaci¨®n La Joven Dolores cuando en Formentera ya estaban los jipis. "Una noche iremos en la vespa a las Salinas donde dicen que unas francesas se ba?an desnudas", me dijo mi amigo. "Ese es un sue?o imposible", dec¨ªa yo. Era aquel verano en que por las carreteras comenz¨® a rodar el Seat 600, Bahamontes era el rey de la monta?a y la televisi¨®n a¨²n ten¨ªa mucha nieve, pero anunciaba un detergente que dejaba a las mujeres las manos suaves para la caricia nocturna despu¨¦s de fregar los platos.
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