Eleg¨ªa al autom¨®vil
El siglo XX se inici¨® con el culto a este magn¨ªfico invento. Marinetti escribi¨® que un autom¨®vil rugiente era m¨¢s bello que la Victoria de Samotracia y compuso la primera oda a un ser mec¨¢nico, elev¨¢ndolo a la categor¨ªa de bello objeto del deseo.
El autom¨®vil se convirti¨® en una met¨¢fora con cientos de significaciones y que concentra su esencia en la idea de la modernidad. Nunca un solo objeto reuni¨® tanto simbolismo, tantas significaciones ocultas: era la expresi¨®n de la libertad individual; las alas que le negaron al ser humano para conquistar la tierra; la met¨¢fora de independencia y la demostraci¨®n del ¨¦xito social.
El coche parec¨ªa unido, de forma indisoluble, a la expansi¨®n de las metr¨®polis, a la ¨ªntima libertad de estar en cualquier lugar, a cualquier hora, dependiendo s¨®lo de la libertad personal. El coche fue el caballo de los habitantes de las ciudades que les permit¨ªa galopar por el mundo a lomos de este c¨®modo milagro de la ingenier¨ªa. Con ¨¦l surgi¨® una nueva pasi¨®n por el riesgo, el amor a la velocidad, que todav¨ªa atrae -y mata- con sus brillantes luces a los j¨®venes de medio mundo.
En una sociedad que aparentemente ha dejado de exhibir pomposamente sus diferencias sociales en el atav¨ªo o en las joyas, se ha convertido en el verdadero distintivo de nuestra posici¨®n en la escala social. Este milagro de la ingenier¨ªa es la joya que, fundamentalmente el p¨²blico masculino, exhibe como atributo de su poder y como nostalgia de su juventud. No es balad¨ª que la crisis de la cincuentena se acompa?e, en sectores pudientes, de la compra de un artilugio potente, brillante y caro: m¨¢s lejos, m¨¢s r¨¢pido, m¨¢s solos.
El autom¨®vil es uno de los dioses principales del siglo XX y una de las religiones m¨¢s caras de la historia. Seg¨²n el ¨²ltimo estudio de consumo de servicios del BBVA, las familias dedican el 30 por ciento de su presupuesto a la compra de autom¨®viles. Una inversi¨®n que no s¨®lo se funda en su utilidad o en la falta de servicios p¨²blicos de transporte, sino tambi¨¦n en el convencimiento de que carecer de este aparato te convert¨ªa en una especie de paria social.
Por eso, cuando las directivas obligan a reducir el uso del coche, la reacci¨®n de algunos ciudadanos no es exigir mejor transporte p¨²blico o evaluar sus ventajas, sino que sienten, por esas met¨¢foras perversas, como si le arrancaran parte de su libertad, de su independencia o de su estatus. Todav¨ªa adoran los dioses del siglo XX. Por eso, una de las primeras medidas adoptadas por el conservador alcalde de Sevilla ha sido la de derogar un plan que ten¨ªa como objetivo reducir el uso del coche en el centro de la ciudad.
Sin embargo, la ecuaci¨®n autom¨®vil-modernidad, se ha disuelto para siempre. Hoy el coche no es un complemento de la ciudad sino un estorbo, una amenaza, un peligro para la salud y una antigualla. En las mayores metr¨®polis del mundo el autom¨®vil ha sido seriamente limitado. La mayor parte de los habitantes de Nueva York, los m¨¢s modernos, vanguardistas y estilosos del mundo, carecen de veh¨ªculo y no lo echan de menos. Para eso est¨¢n las empresas de alquiler cuando desean viajar en coche por el interior de su pa¨ªs.
Es pr¨¢cticamente imposible rebatir que el uso diario del autom¨®vil en las ciudades es contaminante, derrochador en t¨¦rminos energ¨¦ticos, insalubre para el ser humano, caro y completamente ineficaz para la movilidad.
Sin embargo, la derecha se aferra a los viejos tiempos como a clavo ardiendo, convencidos de que el medio ambiente es s¨®lo un sin¨®nimo de parques y jardines. Tambi¨¦n ridiculizaron y obstaculizaron el uso de la bicicleta, cuyos conductores fueron presentados como peligrosos asaltantes de los peatones, a los que limitaban el espacio y la seguridad. Y sin embargo, el coche tiene los d¨ªas contados y la bicicleta acaba de nacer como signo de identidad de las nuevas ciudades. Aunque con la derogaci¨®n del plan centro escriban un nuevo poema al autom¨®vil, no dejara de ser una eleg¨ªa o un epitafio escrito apresuradamente en forma de decreto.
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