El miedo de los ni?os
Contamos y escuchamos historias de ficci¨®n no para escapar del tedio de la vida real sino por la necesidad instintiva de comprenderla y ordenarla. La placentera evasi¨®n que nos procura una buena historia tiene siempre un camino de vuelta, aunque no siempre seamos conscientes de haberlo recorrido. La ficci¨®n es muy anterior a la literatura y mucho m¨¢s universal y m¨¢s importante que ella. Narradores extraordinarios no han escrito nunca. A lo largo de la mayor parte de la historia humana, ni siquiera han sabido que exist¨ªa la escritura, ni la han necesitado. La escritura tiene unos cinco mil a?os, y su fin primordial no fue la transmisi¨®n de historias, sino el registro de bienes almacenados y de transacciones comerciales. Los mismos comerciantes que desde hace muchos millares de a?os llevaban de un lado a otro conchas perforadas, puntas de flechas de pedernal, bloques de lapisl¨¢zuli o de ¨¢mbar, llevar¨ªan tambi¨¦n consigo historias escuchadas o vividas en territorios lejanos que tendr¨ªan siempre una parte de maravilla y otra de familiaridad. Hace unos a?os, en una exposici¨®n sobre la Ruta de la Seda en el Museo de Historia Natural de Nueva York, hab¨ªa una sala en la que pod¨ªan olerse las especias y los perfumes que transportaban las caravanas, y junto a ella otra en la que se escuchaban historias que llegaron a Occidente de la India y de China siguiendo los mismos caminos: f¨¢bulas de animales, leyendas de criaturas y viajes fant¨¢sticos. En las novelas del ciclo de los Snopes, Faulkner inventa un personaje que es al mismo tiempo narrador ambulante y vendedor y mec¨¢nico de m¨¢quinas de coser, V. C. Ratliff. Las vidas de las familias campesinas est¨¢n muy poco comunicadas entre s¨ª: es Ratliff, en su viejo Ford T, quien va de un lado a otro diseminando los relatos que fortalecen la comunidad gracias a una malla de hilos narrativos. Hace muchos a?os que no leo Cien a?os de soledad, pero los dos personajes de los que tengo un recuerdo m¨¢s claro son narradores ambulantes, buhoneros de mercanc¨ªas y de historias: el gitano Melqu¨ªades y Francisco el Hombre, que tiene uno de los nombres m¨¢s formidables de la literatura del siglo XX en espa?ol, junto al Pepe el Romano de Garc¨ªa Lorca.
No creo que haya una historia m¨¢s angustiosa, m¨¢s id¨¦ntica siempre a s¨ª misma que la de los ni?os perdidos que sucumben al enga?o de un adulto
El bosque de los cuentos es la met¨¢fora de la facilidad con que pueden perderse los ni?os apenas se separan de la mano de sus padres
Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la s¨®lida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejor¨¢ndolas, como mejoran los a?os los rasgos firmes de una cara. Las grandes historias permanecen id¨¦nticas a s¨ª mismas por muchas veces que se cuenten y son distintas y originales en cada narraci¨®n, igual que las grandes canciones. Muchas son inmemoriales: muy pocas han nacido de la imaginaci¨®n exclusiva de un escritor y han cobrado vida m¨¢s all¨¢ de los libros en las que fueron contadas por primera vez. La historia de don Quijote y Sancho, la del Humbert Humbert y la n¨ªnfula vulnerada Lolita, la de la Ballena Blanca y el capit¨¢n Ahab. No s¨¦ si hay alguna m¨¢s. No hay muchas m¨¢s. El armaz¨®n de lo primitivo sostiene la mayor parte de las mejores narraciones modernas, sean de la novela, del cine, del teatro, de la ¨®pera. El Narrador de Proust, el Hans Castorp de Thomas Mann, el Parsifal y el Sigfried de Wagner, el Nick Carraway de Scott Fitzgerald, el Fabrice del Dongo de Stendhal, son variaciones del joven Tel¨¦maco que abandona la protecci¨®n de su madre y de su isla para aprender las lecciones fundamentales de la vida. La intr¨¦pida Jane Eyre es tan la Cenicienta como la Pretty Woman de Julia Roberts o aquellas "reinas por un d¨ªa" que hac¨ªan llorar a nuestras madres y a nuestras vecinas en los remotos concursos de la televisi¨®n en blanco y negro.
Pero no creo que haya una historia m¨¢s primitiva, m¨¢s angustiosa, m¨¢s id¨¦ntica siempre a s¨ª misma que la de los ni?os perdidos que sucumben al enga?o de un adulto tenebroso, o de un adulto digno de toda confianza que de repente se transforma en un monstruo. Escribo esto y me acuerdo de los cuentos que escuch¨¢bamos los ni?os y los que nos cont¨¢bamos entre nosotros y tambi¨¦n de ese motivo simple e hipn¨®tico de Peer Gynt que silba Peter Lorre en M, el vampiro de D¨¹sseldorf. La ni?a sola, que juega en la calle, a la que se le acerca el desconocido, t¨ªmido y amable, casi necesitado, en un tenebrismo de ¨¢ngulos de c¨¢mara expresionistas, en una de esas ciudades abstractas que en otros tiempos se reconstru¨ªan en los estudios de cine. Una teor¨ªa cient¨ªfica es el destilado de una serie suficiente de observaciones y experimentos; en una ficci¨®n duradera cristalizan en un solo relato muchas experiencias diversas que tienen una m¨¦dula com¨²n. No hay cultura en la que no existan ficciones porque en la ficci¨®n se concentran lecciones valiosas para la supervivencia, igual que en un friso de animales prehist¨®ricos pintados en una cueva se concentran siglos, milenios de observaci¨®n imprescindible de los animales de los que depende la existencia colectiva. El cuento del ni?o o de los ni?os perdidos, del adulto familiar y repentinamente monstruoso, del desconocido que va de paso y ofrece un regalo, es la alarma universal ante un peligro que nunca ha cesado; es el saber heredado de la experiencia que los ni?os se transmiten entre s¨ª con m¨¢s eficacia que cuando las historias de miedo se las cuentan los padres.
En Espa?a, en Torrelaguna, dos ni?os aceptan la invitaci¨®n de un desconocido a subir a su coche. Como en tantos cuentos, son dos hermanos, un ni?o y una ni?a. El desconocido arranca y se aleja por caminos perdidos, y acaba aprisionando a los dos hermanos en un pozo seco. La oscuridad, el desamparo, el hambre, el fr¨ªo, el terror, el fr¨¢gil consuelo de abrazarse, son inmemoriales: tambi¨¦n pertenecen a una cr¨®nica de peri¨®dico que se public¨® no hace ni un mes. En Nueva York, en un vecindario de Brooklyn habitado sobre todo por jud¨ªos ultraortodoxos, un ni?o de nueve a?os consigue que sus padres le permitan emprender una modesta aventura, en la que ya est¨¢ el germen del viaje de Tel¨¦maco: porque est¨¢ impaciente por sentir que ya ha crecido los padres no lo esperar¨¢n junto a la parada del autob¨²s que lo trae de sus tareas escolares veraniegas, sino en la puerta de casa, muy cerca, a una distancia de siete manzanas, en un barrio donde todo el mundo se conoce. El bosque de los cuentos es la met¨¢fora de la facilidad con que pueden perderse los ni?os apenas se separan de la mano de sus padres: los ¨¢rboles amenazadores son las altas piernas de los extra?os. En la distancia de siete manzanas el ni?o que nunca hab¨ªa vuelto solo a casa le pidi¨® ayuda a un adulto que deber¨ªa de ofrecerle un aspecto afable. Solo hay un paso entre la casualidad y el terror. El adulto amistoso le sonr¨ªe al ni?o y le ofrece llevarlo a casa en su coche y lo que ocurre despu¨¦s valdr¨ªa m¨¢s no poder imaginarlo. Que hay monstruos y pozos y castillos de ir¨¢s y no volver¨¢s es una lecci¨®n que los cuentos llevan milenios ense?¨¢ndonos.
antoniomu?ozmolina.es Ida y vuelta, el art¨ªculo semanal de Antonio Mu?oz Molina, volver¨¢ a publicarse en septiembre.
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