M¨¢s informaci¨®n, menos conocimiento
PIEDRA DE TOQUE. La imparable robotizaci¨®n humana por Internet cambiar¨¢ la vida cultural y hasta c¨®mo opera nuestro cerebro. Cuanto m¨¢s inteligente sea nuestro ordenador, m¨¢s tontos seremos nosotros
Nicholas Carr estudi¨® Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurri¨® a toda su generaci¨®n, descubri¨® el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revoluci¨®n inform¨¢tica de nuestro tiempo, y no s¨®lo dedic¨® buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar ma?ana y tarde por la Red; adem¨¢s, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnolog¨ªas de la comunicaci¨®n sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.
Un buen d¨ªa descubri¨® que hab¨ªa dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentraci¨®n se disipaba luego de una o dos p¨¢ginas de un libro, y, sobre todo si aquello que le¨ªa era complejo y demandaba mucha atenci¨®n y reflexi¨®n, surg¨ªa en su mente algo as¨ª como un rec¨®ndito rechazo a continuar con aquel empe?o intelectual. As¨ª lo cuenta: "Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qu¨¦ otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que sol¨ªa venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo".
Los alumnos han perdido el h¨¢bito de leer para contentarse con un mariposeo cognitivo
Preocupado, tom¨® una decisi¨®n radical. A finales de 2007, ¨¦l y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una caba?a de las monta?as de Colorado, donde no hab¨ªa telefon¨ªa m¨®vil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. All¨ª, a lo largo de dos a?os, escribi¨® el pol¨¦mico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en ingl¨¦s The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en espa?ol, Superficiales: ?Qu¨¦ est¨¢ haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tir¨®n, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.
Carr no es un renegado de la inform¨¢tica, no se ha vuelto un ludita contempor¨¢neo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportaci¨®n que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la informaci¨®n y a la comunicaci¨®n, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigaci¨®n cient¨ªfica y al desarrollo econ¨®mico de las naciones.
Pero todo esto tiene un precio y, en ¨²ltima instancia, significar¨¢ una transformaci¨®n tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generaliz¨® la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minor¨ªa insignificante de cl¨¦rigos, intelectuales y arist¨®cratas. El libro de Carr es una reivindicaci¨®n de las teor¨ªas del ahora olvidado Marshall MacLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace m¨¢s de medio siglo, asegur¨® que los medios no son nunca meros veh¨ªculos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre ¨¦ste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. MacLuhan se refer¨ªa sobre todo a la televisi¨®n, pero la argumentaci¨®n del libro de Carr, y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo, indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.
Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que est¨¢ al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efect¨²en en el campo de acci¨®n en el que los beneficios de aquella tecnolog¨ªa son indiscutibles: ?qui¨¦n podr¨ªa negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un peque?o clic con el rat¨®n, un internauta recabe una informaci¨®n que hace pocos a?os le exig¨ªa semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero tambi¨¦n hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los m¨²sculos que dejan de usarse.
No es verdad que el Internet sea s¨®lo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongaci¨®n de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, tambi¨¦n, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por ¨¦l y, a veces, mejor que ¨¦l. No es una met¨¢fora po¨¦tica decir que la "inteligencia artificial" que est¨¢ a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros ¨®rganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ?Para qu¨¦ mantener fresca y activa la memoria si toda ella est¨¢ almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado "la mejor y m¨¢s grande biblioteca del mundo"? ?Y para qu¨¦ aguzar la atenci¨®n si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a m¨ª, resucitados por esas diligentes m¨¢quinas?
No es extra?o, por eso, que algunos fan¨¢ticos de la Web, como el profesor Joe O'Shea, fil¨®sofo de la Universidad de Florida, afirme: "Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la informaci¨®n que quiera con mayor rapidez a trav¨¦s de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos". Lo atroz de esta frase no es la afirmaci¨®n final, sino que el fil¨®sofo de marras crea que uno lee libros s¨®lo para "informarse". Es uno de los estragos que puede causar la adicci¨®n fren¨¦tica a la pantallita. De ah¨ª, la pat¨¦tica confesi¨®n de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: "Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros".
Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y Paz o El Quijote. Acostumbrados a picotear informaci¨®n en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentraci¨®n, han ido perdiendo el h¨¢bito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia a?adidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atenci¨®n, reflexi¨®n, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la ¨²nica manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea s¨®lo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creaci¨®n gratuita, no subordinada a la utilizaci¨®n pragm¨¢tica, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ¨¦sta almacenar¨¢ con facilidad a Proust, Homero, Popper y Plat¨®n, pero dif¨ªcilmente sus obras tendr¨¢n muchos lectores. ?Para qu¨¦ tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar s¨ªntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que le¨ªan los lectores prehist¨®ricos?
La revoluci¨®n de la informaci¨®n est¨¢ lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada d¨ªa surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ?Debemos alegrarnos? Si el g¨¦nero de cultura que est¨¢ reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda s¨ª. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la soluci¨®n de todos los problemas cognitivos reduce "la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos". En otras palabras: cuanto m¨¢s inteligente sea nuestro ordenador, m¨¢s tontos seremos.
Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurol¨®gicos y de inform¨¢tica para juzgar hasta qu¨¦ punto son confiables las pruebas y experimentos cient¨ªficos que describe en su libro. Pero ¨¦ste me da la impresi¨®n de ser riguroso y sensato, un llamado de atenci¨®n que -para qu¨¦ enga?arnos- no ser¨¢ escuchado. Lo que significa, si ¨¦l tiene raz¨®n, que la robotizaci¨®n de una humanidad organizada en funci¨®n de la "inteligencia artificial" es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acci¨®n terrorista, nos regrese a las cavernas. Habr¨ªa que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.
? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2011. ? Mario Vargas Llosa, 2011.
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