Murci¨¦lagos en la mezquita
Las matanzas cometidas en Noruega son otra manifestaci¨®n de un terrorismo cristiano al que alimenta una copiosa literatura islam¨®foba. La crisis anima a buscar en los inmigrantes un chivo expiatorio
El im¨¢n de la Gran Mezquita de Djenn¨¦ tiene un problema. En las alturas sombr¨ªas de la colosal construcci¨®n de tapial abundan los murci¨¦lagos, y la sangre menstrual de las hembras se vierte sobre los fieles, torn¨¢ndolos impuros. Djenn¨¦ es la m¨¢s antigua ciudad del ?frica subsahariana, y su mezquita el s¨ªmbolo de Mal¨ª. Patrimonio Mundial de la Unesco como el resto del casco hist¨®rico, ha sido restaurada por el Aga Khan Trust for Culture, y ahora el im¨¢n expone sus tribulaciones al director del Trust, el espa?ol Luis Monreal, ante un grupo de notables locales que se agolpan en los angostos espacios en penumbra de su interior.
Tras los raptos de europeos llevados a cabo por Al Qaeda del Magreb Isl¨¢mico, el Ministerio del Interior franc¨¦s desaconseja formalmente viajar a Mal¨ª, y muy especialmente al norte del pa¨ªs, donde en el delta interior del N¨ªger se suceden la hist¨®rica Djenn¨¦, sobre una isla entre los brazos del r¨ªo; la veneciana Mopti, pr¨®xima a los acantilados del pa¨ªs Dog¨®n; y la m¨ªtica Tombuct¨², destino final de las caravanas que cruzaban el desierto del S¨¢hara. Pero Monreal ha hecho caso omiso de las advertencias de la embajadora espa?ola en Bamako, que le ha rogado no salir de la capital, y escucha en Djenn¨¦ las quejas del im¨¢n. Cuando se inici¨® la restauraci¨®n de la mezquita, los arquitectos del Trust tuvieron que ser rescatados por las tropas malienses de una turba de j¨®venes airados que quer¨ªan castigar, machete en mano, la presencia de infieles en el lugar sagrado, as¨ª que ya conoce bien la capacidad incendiaria de las creencias religiosas.
En Occidente, la crisis de la gobernanza econ¨®mica desvela una gigantesca estafa generacional
Las ¨¦lites gobernantes han acabado aceptando el fracaso de sus pol¨ªticas multiculturales
La inmigraci¨®n isl¨¢mica en Europa nos ha hecho a todos conscientes del potencial volc¨¢nico de un universo simb¨®lico que cre¨ªamos haber dejado atr¨¢s con la Ilustraci¨®n, pero al que las caricaturas de Mahoma o las ofensas al Cor¨¢n han devuelto a un convulso primer plano, despertando al continente de su sue?o multicultural.
Las matanzas de Noruega no han sido producto de una infancia infeliz o de una mente alucinada, sino una manifestaci¨®n de terrorismo cristiano, alimentado por una copiosa literatura islam¨®foba que entra en resonancia con la ansiedad de muchos sectores de la poblaci¨®n europea ante el desvanecimiento de su identidad, en el contexto de una crisis econ¨®mica que anima a buscar en el inmigrante un chivo expiatorio, y con unas ¨¦lites gobernantes que han acabado aceptando el fracaso de sus pol¨ªticas multiculturales.
Lo hizo Angela Merkel en octubre del a?o pasado provocando una tormenta de reproches, pero tanto David Cameron en su discurso inaugural como primer ministro el pasado febrero -donde conden¨® la tolerancia pasiva, que fomenta el extremismo- como Nicolas Sarkozy en una intervenci¨®n televisada pocos d¨ªas despu¨¦s, han terminado dando la raz¨®n a la canciller alemana.
Si Europa ha perdido la fe en su propia civilizaci¨®n, como argumenta en The Wall Street Journal el excomisario europeo Frits Bolkestein, descomponi¨¦ndose en un lento suicidio cultural impulsado por el sentido cristiano de la culpa, que ya no sabemos c¨®mo expiar, el terrorismo es una respuesta esperable, que por desgracia rinde beneficios a los que lo emplean. Las piadosas declaraciones de los l¨ªderes noruegos asegurando que la tragedia inhumana del exterminio de adolescentes en Utoya no va a modificar en nada sus pol¨ªticas de apertura y sus actitudes confiadas resultan emocionalmente inteligibles e intelectualmente hueras. Mal que nos pese, el terrorismo consigue alterar el clima ciudadano en los pa¨ªses que lo sufren: el 11-S transform¨® Estados Unidos como el 22-J cambiar¨¢ Noruega.
La novela negra escandinava ha documentado las mutaciones sociales que est¨¢n agrietando el para¨ªso n¨®rdico, pero estos se¨ªsmos locales se inscriben en un m¨¢s amplio tapiz de cambios que han hecho turbulenta la primera d¨¦cada del siglo. En estos a?os, las cat¨¢strofes econ¨®micas y clim¨¢ticas han restado visibilidad a la onda larga demogr¨¢fica que opone el declive europeo a la explosi¨®n africana, y que hace inevitable el incremento de los flujos de poblaci¨®n del Sur hacia el Norte, con la primavera ¨¢rabe como un factor a?adido de est¨ªmulo.
Auguste Comte pensaba que "la demograf¨ªa es el destino", y acaso el de Europa no sea otro que esa Eurabia aborrecida por el fundamentalismo cristiano, a la que el terrorismo del mismo signo intenta desesperadamente oponerse. Se ha descrito con frecuencia el terrorismo isl¨¢mico como un fen¨®meno vinculado a la frustraci¨®n y el resentimiento del fracaso colectivo, y es veros¨ªmil juzgar el incipiente terrorismo cristiano como un producto de la crisis de Occidente, que ha puesto en cuesti¨®n sus ra¨ªces cl¨¢sicas y cristianas de forma simult¨¢nea al declive de su hegemon¨ªa material e ideol¨®gica.
Tanto en Europa como en Estados Unidos, las actuales crisis de gobernanza econ¨®mica -del rescate griego a la deuda americana- traducen la impotencia de las ¨¦lites, pero tambi¨¦n desvelan una gigantesca estafa generacional. Como escribe Thomas Friedman en The New York Times, "mi generaci¨®n ser¨¢ mayormente recordada por la incre¨ªble prosperidad y libertad que recibi¨® de sus padres, y por la incre¨ªble carga de deuda y limitaciones que dej¨® a sus hijos", un sentimiento que sin duda comparten los indignados de la Puerta del Sol o de la plaza Syntagma, y que el analista resume con una cita lapidaria de David Rothkopf: "Cuando acab¨® la guerra fr¨ªa, pensamos que ¨ªbamos a enfrentarnos a un conflicto de civilizaciones, pero ha resultado ser un conflicto de generaciones". Esta tensi¨®n entre j¨®venes y adultos debilita la cohesi¨®n social interna de los pa¨ªses, al igual que la pugna entre el centro y la periferia europea -sobre todo meridional, evidente en el apodo de Club Med que parece ir desplazando poco a poco al ofensivo PIGS- debilita la cohesi¨®n continental, y las dos hojas de esa tijera van implacablemente segmentando un proyecto visionario de integraci¨®n que, no se olvide, naci¨® para hacer imposible el conflicto b¨¦lico en una Europa escarmentada por su historia.
El homicida noruego parece estar obsesionado con la moral sexual, y en eso se une a todos los que ven en la promiscuidad y la corrupci¨®n de costumbres un signo seguro de la decadencia pol¨ªtica y militar sufrida por tantos imperios. Su empe?o en ser juzgado de uniforme demuestra que quiere para su causa el aura de los gudaris o los muyahidin, y lo emparenta parad¨®jicamente con sus enemigos salafistas, que desprecian igualmente la debilidad corrupta de la molicie occidental, y aspiran a la pureza asc¨¦tica del guerrero santo. La espectacular propaganda medi¨¢tica que el crimen masivo ha conseguido para sus tesis -laboriosamente redactadas en un manifiesto de 1.500 p¨¢ginas- lo vincula inevitablemente con Osama bin Laden, aunque en este caso la polic¨ªa noruega le haya concedido el segundo altavoz judicial que los Navy Seals se preocuparon de negar al l¨ªder de Al-Qaeda.
En ambos casos, el terrorismo es segregado por un pensamiento religioso o m¨ªtico que rechaza las incertidumbres y ambig¨¹edades de la conciencia cr¨ªtica, y que al anestesiar la raz¨®n da libre vuelo a los monstruos que Goya represent¨® como lechuzas y murci¨¦lagos. Por cierto, los de la mezquita de Djenn¨¦ fueron finalmente atra¨ªdos hasta una casa abandonada por una especie de flautista de Hamelin africano, y es posible que tambi¨¦n aqu¨ª debi¨¦ramos contratar sus servicios de duende musical para sacar de nuestras cabezas y de nuestras vidas los murci¨¦lagos de horror que peri¨®dicamente nos habitan.
Luis Fern¨¢ndez-Galiano es arquitecto.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.