Contra Jerem¨ªas
Hoy sopla de nuevo el viento del sur. Durante unos d¨ªas, casi una semana, aqu¨ª la vida ha sido soportable gracias a una temperatura europea. Hoy ha entrado el siroco y hemos regresado a nuestra indiscutible identidad, la de africanos levemente domesticados. El viento abrasador trae efluvios de cactus y esqueleto, de camello pesta?ero y mozas que se juntan en el pozo para comparar sus c¨¢ntaros; perladas por el sudor del agua, ostentan las ondulaciones ante el extranjero que se aproxima para abrevar la caravana.
All¨ª los patriarcas de Israel eleg¨ªan esposa, aquilatada seg¨²n su capacidad para darles aquella descendencia que, en obediencia de Yahv¨¦, cubrir¨ªa la faz de la Tierra.
El viento africano sopla en nuestra plaza y seca de golpe las verduras de los huertos como rozadas por los cintajos de madame Lamort cuyo tocado lleg¨® a entrever Baudelaire antes de caer fulminado por un ictus. El desierto avanza y devora todo lo que de fresco y vivaz nos quedaba. Tan triste como ver una noble berenjena perder su tersura, palidecer el tornasol episcopal de su piel hasta convertirse en una vejiga hueca, es observar c¨®mo se abrasan los dineros y las haciendas, los pu?aditos de monedas, los paquetes de tiesos billetes, sometidos al soplo infernal de la ruina. Es el viento que achicharra los bonos de la deuda, la prima de riesgo, los enteros burs¨¢tiles, elementos todos de retorta alquimista, bonos, primas, enteros. Hay que cubrirse con un cucurucho para mentarlos.
Pas¨® ya el tiempo de la riqueza inmerecida. Ahora llega el tiempo de la pobreza que nos corresponde
Ni te quejes ahora ni luego te ufanes de algo que hoy no te mereces, pero antes tampoco
Porque puede parecer que esta devastaci¨®n se debe a algo llamado cobardemente "econom¨ªa" o incluso con mayor afectaci¨®n "mercados". Nadie sabr¨¢ decirnos qui¨¦nes son ni d¨®nde est¨¢n los mercados. Juran que hay unas gentes (algunos diarios las dibujan como tipos gordos con puro y gafas de sol) cuya riqueza aumenta gracias a nuestra ruina, como si no aumentara tambi¨¦n con nuestra ganancia. Nadie sabe su nombre, ni d¨®nde viven, ni para qu¨¦ amontonan sus caudales. Se parecen sospechosamente a Sat¨¢n. No es posible creer ni una sola palabra de quienes invocan "mercados" y "capitales"; son saduceos que de tanto admirar a los poderosos los toman por amos del Destino.
Afirmar que son "los mercados" o "el capitalismo" o "los poderosos" quienes producen el viento infernal que agosta campos, sembrados, vi?as, higueras y ahorros es usar con mucha molicie un cerebro enclenque. Y sobre todo es una petulancia propia de aquellos que quieren creerse inocentes y as¨ª se proclaman. ?No he sido yo!, protestan. ?Han sido los mercados!
Las fuerzas que producen elevaci¨®n y derrumbe no las lleva nadie de un ronzal o no ser¨ªantan poderosas; nadie puede torcerlas porque nadie las orienta, as¨ª como nadie enciende los volcanes o abre la tierra con temblores siniestros. La maquinaria hipert¨¦cnica est¨¢ por encima de nuestros mezquinos deseos. Negociemos un acuerdo. Estas fuerzas pueden parecerse a nosotros mismos proyectados hacia afuera en forma de colosos destructivos ante los que quedamos petrificados. Tambi¨¦n el paranoico cree verse a s¨ª mismo bajar por la calle y saludar de un sombrerazo al cruzarse consigo. Fantasmas producidos por una culpa rec¨®ndita, la de creer que hay "razones" para lo que pasa y para lo que es, como si la vida de la especie o el cosmos mismo atendiera a razones humanas y diera explicaciones.
Dig¨¢moslo con mayor brevedad. Pas¨® ya el tiempo de la riqueza inmerecida y ahora llega el tiempo de la pobreza que nos corresponde. Todo lo dem¨¢s es petulancia y perseguir viento. Ni nos hab¨ªamos ganado la riqueza anterior, ni ahora sabremos qu¨¦ hacer con la pobreza.
El viento del desierto nos coloca en nuestro lugar antiguo, el que hemos ya vivido un sinn¨²mero de veces. Quienes tenemos una edad juiciosa no hemos olvidado que hace 30 a?os los autobuses vomitaban nubes de humo negro, el tel¨¦fono a duras penas conectaba, los comercios eran raqu¨ªticos y los precios colosales; acudir a la Seguridad Social era una humillaci¨®n que hab¨ªa que llevar con modestia a riesgo de caer mal y que te dejaran morir en un pasillo; acercarse a una ventanilla era topar con la venganza del par¨¢sito; hab¨ªa que esconderse para leer libros, los peri¨®dicos eran sarnosos, los mozos corr¨ªan riendo como idiotas delante de un toro, pero a¨²n les gustaba m¨¢s apedrear a los desdichados que se atravesaban en su borrachera; en fin, el mundo arcaico y quiz¨¢s barroco, que es el nuestro y siempre lo ha sido, regresa hoy empujado por un viento abrasador.
Ahora veremos de nuevo a los profetas salir de debajo de las piedras como escorpiones armados con un palo, escupiendo el veneno que mejor se vende entre los pobres, el odio. Tambi¨¦n volver¨¢n los frailes entusiasmados por el clima de desesperaci¨®n y nihilismo blandiendo un crucifijo navajero; veremos a las turbas de creyentes que se re¨²nen en plazas y foros para celebrar juntos su inutilidad y arrojar el resentimiento contra los polic¨ªas, sus hermanos.
Hace unos d¨ªas andaba yo escuchando la misa grande de Bach interpretada por un grupo de gentes iluminadas y sublimes que ven¨ªan de Escocia, lugar muy puesto en Longino. Cuando sonaba en su met¨¢lico esplendor el Gloria cay¨® un ¨¢ngel de las b¨®vedas a¨²n tiznadas por el holl¨ªn de la Guerra Civil, o as¨ª lo ve¨ªa yo en aquella vieja iglesia catalana. Empu?aba la espada flam¨ªgera con la que expuls¨® a nuestros primeros padres de un jard¨ªn ameno. Nosotros, los hijos de Ca¨ªn, seremos siempre expulsados de todos los para¨ªsos, el de la infancia encantada, el del ardor adolescente, el de la esperanza juvenil, el de la digna lucha de los adultos, el de la templanza y la justicia de los mayores, el de la sabidur¨ªa de los ancianos. Siempre expulsados, siempre a nuestras espaldas la verja se cerrar¨¢ como aquella Puerta de la Ley que estaba destinada a cada uno de nosotros, pero que nunca pudimos franquear.
No siempre, sin embargo, no siempre. De vez en cuando, c¨ªclicamente y con perfidia, se nos vuelven a abrir las puertas del Ed¨¦n y vivimos por sorpresa un breve lapso de vida verdadera, como la que el otro d¨ªa abri¨® el ¨¢ngel ca¨ªdo de la b¨®veda. De pronto, sin aviso ni m¨¦rito, mientras suena la m¨²sica nos sentimos a la sombra de los frutales y acariciamos al sumiso cordero, antes de que el ¨¢ngel decapite a los escoceses. Si no fuera por esa experiencia del Ed¨¦n no sabr¨ªamos lo que es la expulsi¨®n y el castigo, de modo que siempre, inevitablemente, regresamos a alg¨²n Para¨ªso, admiramos a las doncellas que regalan el agua de sus rotundos c¨¢ntaros, o¨ªmos voces celestiales y vemos crecer la mies. Solo para ser de nuevo expulsados, ensordecidos, castigados y ver c¨®mo se agosta la labranza. Hay un tiempo para amar y un tiempo para morir.
Ahora sopla un viento que llega de ?frica, ahora es el tiempo del desierto, el exilio y el crimen, pero una voz nos dice: trabajad y parid, no renegu¨¦is del sudor y del dolor, del sacrificio y la perpetuaci¨®n, porque son nuestras armas y son poderosas; con ellas se empuja la rueda del tiempo cuya demora supone la aniquilaci¨®n. No os deteng¨¢is para llorar y mirar hacia atr¨¢s porque ya luego volver¨¢, forzosamente, el Jard¨ªn y de nuevo olvidar¨¦is vuestra culpa. Ni te quejes ahora, dice, ni luego te ufanes de algo que hoy no te mereces, pero antes tampoco. Empuja la rueda del tiempo y deja de lamentarte.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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