Persistencia de "pestilentes errores"
La jerarqu¨ªa romana est¨¢ empe?ada en hacer creer que, sin las ra¨ªces cristianas, Europa ser¨ªa un continente peor. Incluso intent¨® que la Constituci¨®n de la UE asumiera esa idea, que el cardenal Rouco expres¨® de esta manera con ocasi¨®n de la en¨¦sima disputa sobre la presencia del crucifijo en la toma de posesi¨®n de ministros ante el Rey o en las aulas de las escuelas. "Gracias al cristianismo, Europa ha sabido afirmar la autonom¨ªa de los campos espiritual y temporal y abrirse al principio de la libertad de conciencia", sostuvo. Benedicto XVI subrayaba esa idea anteayer.
No es verdad. La Europa libre y tolerante se ha construido pese al pontificado romano, intolerante durante siglos, enemigo de Gobiernos democr¨¢ticos y pl¨¢cido entre dictadores. Lo sab¨ªa el papa Juan XXIII cuando, poco antes de morir, proclam¨® ante los obispos de todo el mundo: "Hay que admitir que la libertad religiosa debe su origen no a las iglesias, no a los te¨®logos, y ni siquiera al derecho natural cristiano, sino al Estado moderno, a los juristas y al derecho racional mundano, en una palabra, al mundo laico" (discurso de 23 de mayo 1963. Concilio Vaticano II).
Seis a?os despu¨¦s, el joven Ratzinger, perito en aquel concilio y hoy Papa, remachaba: "El estrangulamiento de lo cristiano tuvo su expresi¨®n en el siglo XIX y comienzos del XX en los Syllabi de P¨ªo IX y de P¨ªo X. Con ellos condenaba la Iglesia la cultura y ciencias modernas, cerr¨¢ndoles la puerta. As¨ª, se quit¨® a s¨ª misma la posibilidad de vivir lo cristiano como actual, por estar apegada al pasado. El concilio impuso su voluntad de cultivar la teolog¨ªa desde la totalidad de las fuentes, de no verlas en el espejo de la interpretaci¨®n oficial de los ¨²ltimos cien a?os. Hasta entonces era costumbre mirar la Edad Media como el tiempo ideal cristiano. La Edad Moderna, en cambio, se conceb¨ªa como la gran apostas¨ªa". Es dif¨ªcil decir mejor una verdad, pese a la involuci¨®n de aquel joven te¨®logo.
Cuando el Vaticano II aprob¨® en 1965 la Declaraci¨®n sobre Libertad Religiosa, dos prelados espa?oles, uno favorable, llegaron a las manos. Otro m¨¢s templado, Pildain, obispo de Canarias, rez¨® para que cayera sobre los reunidos la c¨²pula de san Pedro antes de votar tal cosa. Era el fin (se supon¨ªa) del nacionalcatolicismo espa?ol; la libertad de conciencia dejaba de ser "pestilente error" (Gregorio XVI); era falso que "todo hombre debe abrazar la religi¨®n verdadera" (P¨ªo IX), y dejaba de ser herej¨ªa "la libertad de pensamiento, de prensa, de palabra, de ense?anza o de culto como si fuesen otros tantos derechos que la naturaleza ha concedido al hombre" (Le¨®n XIII). Tambi¨¦n dejaba de ser dogma que "la peste de nuestra ¨¦poca sea el laicismo con sus errores y sus imp¨ªos incentivos" (P¨ªo XI). Algunos jerarcas siguen en lo mismo.
Si hablamos de formas de Gobierno, la historia del papado es un rosario de desprop¨®sitos e intolerancias contra la modernidad. Vio en Mussolini "un hombre providencial" (P¨ªo XI); el dictador Franco fue procesionado bajo palio como cruzado salvador de la Cristiandad; una parte del episcopado execr¨® de la Constituci¨®n de 1978 por "pecadora y atea" (primado Marcelo Gonz¨¢lez), y en la Francia del XIX, la Iglesia romana prefiri¨® al sangriento Napole¨®n III que a los liberales ("un burdel bendecido por los obispos", juzg¨® el gran Lamennais).
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