El pa¨ªs de Gald¨®s
Sin darme mucha cuenta me he visto de nuevo sumergido en Gald¨®s. Abr¨ª la segunda serie de los Episodios llevado por el recuerdo de un tono moral, esa m¨²sica que dejan los libros mucho tiempo despu¨¦s de haberlos le¨ªdo, cuando uno ha olvidado la trama, que es lo primero en borrarse, y la mayor parte de los personajes. Me acordaba del nombre de un protagonista, Salvador Monsalud, y de ese tono no disipado por el tiempo, una pesadumbre moral y pol¨ªtica que yo asociaba a las tenebrosidades de Goya, a la negrura de tinta de Los desastres de la guerra y de las pinturas negras, donde est¨¢ la cr¨®nica macabra de la Espa?a de Fernando VII. En esos a?os finales y prodigiosos de su vida de pintor Goya era un anciano aislado del mundo por la sordera y por el peligro de la persecuci¨®n pol¨ªtica. Dibuj¨® y pint¨® casi siempre en secreto lo que ve¨ªa, y tambi¨¦n las deformaciones monstruosas que el fanatismo, el miedo y la ignorancia suscitaban en los seres humanos. Hab¨ªa visto con sus propios ojos el hero¨ªsmo popular y la barbaridad universal de la guerra. Porque hab¨ªa compartido los sue?os razonables de la Ilustraci¨®n lo espant¨® m¨¢s todav¨ªa la escala de los cr¨ªmenes que en nombre de ella comet¨ªan en Espa?a los ej¨¦rcitos napole¨®nicos. Y quiz¨¢s antes de que los franceses fueran derrotados y expulsados intuy¨® tristemente que la victoria espa?ola traer¨ªa consigo el regreso siniestro del absolutismo.
El pasado que le importaba era aquel que se extend¨ªa hasta los or¨ªgenes inmediatos del presente Quiz¨¢s ahora estoy m¨¢s en condiciones de comprender su pesadumbre por la ¨¢spera intransigencia espa?ola
Cuando empez¨® a escribir la segunda serie de los Episodios -el primero de ellos est¨¢ fechado entre junio y julio de 1875- Gald¨®s era un novelista joven dedicado a la tarea de imaginar apasionadamente un tiempo muy anterior a su propia vida. Lo que para Goya hab¨ªa sido experiencia inmediata, para Gald¨®s exig¨ªa un esfuerzo no solo de documentaci¨®n, sino de una empat¨ªa que saltara por encima de las fronteras del tiempo. No quer¨ªa reconstruir un pasado lejano a la manera de la novela hist¨®rica, en la tradici¨®n todav¨ªa cercana de Walter Scott o de Victor Hugo. El pasado que le importaba era aquel que se extend¨ªa hasta los or¨ªgenes inmediatos del presente: el que a¨²n estaba dentro de los l¨ªmites de la memoria viva, aunque ya en el filo de su disoluci¨®n. Y le importaba por razones muy pr¨¢cticas, de una extrema urgencia vital y pol¨ªtica. Quer¨ªa comprender su tiempo. Quer¨ªa intervenir en ¨¦l como ciudadano. Quer¨ªa indagar el modo en que las circunstancias hist¨®ricas se entrecruzan con los destinos personales, c¨®mo son los hilos entre lo privado y lo p¨²blico: comprender no solo las cosas que sucedieron, sino las que estuvieron a punto de suceder; resistirse al fatalismo de lo inevitable. En el espejo de la ficci¨®n la historia se volv¨ªa presente, igual que en los cuadros y en los grabados de Goya los horrores de 1808 no son la cr¨®nica de hechos lejanos sino el drama de seres que est¨¢n muriendo o matando delante entre nosotros: ahora mismo, como en los tiempos de la juventud de Gald¨®s, una descarga cerrada est¨¢ a punto de abatir a los patriotas de Los fusilamientos, a la luz cruel de unos fanales encendidos, sobre la tierra ya cubierta de cad¨¢veres. El gran Stephen Gillman lo resumi¨® mejor que nadie en su libro sobre Gald¨®s y la novela europea: "Se necesitaba tan solo la magia de la novela para convertir lo conocido en una experiencia formativa".
En 1875, la guerra de la Independencia y el reinado desp¨®tico de Fernando VII estaban m¨¢s cerca de lo que est¨¢ para nosotros la Guerra Civil. Gald¨®s hab¨ªa entrado en la primera juventud al mismo tiempo que estallaba la revoluci¨®n jubilosa de 1868, La Gloriosa, que hab¨ªa tra¨ªdo la primera esperanza s¨®lida de libertad y progreso a Espa?a. El pasado formaba parte del presente porque la reina expulsada, Isabel II, era la hija de quien en 1814 hab¨ªa abolido la Constituci¨®n de 1812 y restaurado con crueldad inaudita el absolutismo, convirtiendo al pa¨ªs en una especie de l¨®brega Corea del Norte vigilada por la Santa Inquisici¨®n. En Gald¨®s el fervor pol¨ªtico y vital de los veintitantos a?os se confunde con el aprendizaje del oficio de escritor. Su curiosidad por los hechos presentes y sus intuiciones entre ilusionadas y angustiadas sobre el incierto porvenir lo llevaban instintivamente a buscar en el pasado claves o lecciones para entender el curso ca¨®tico de la vida p¨²blica espa?ola, la dificultad cada vez mayor de ponerse de acuerdo en un sistema viable de convivencia pol¨ªtica. Cuando escribi¨® la primera serie de los Episodios a¨²n ten¨ªa esperanzas. La segunda serie la empez¨® cuando ya era inevitable el regreso de los Borbones, despu¨¦s del asesinato de Prim, de la abdicaci¨®n de Amadeo I, del desastre de la I Rep¨²blica, del renacer sangriento de la guerra carlista. Para nosotros las guerras carlistas suenan casi tan lejanas como las guerras p¨²nicas, pero Gald¨®s escrib¨ªa bajo el impacto de su crueldad sanguinaria agravada por el fanatismo religioso y pol¨ªtico. En ese tiempo, y en sus novelas, el t¨¦rmino guerra civil designa a las guerras carlistas, y Gald¨®s busca el origen de esa interminable barbarie en la que se da cuenta de que fue la primera de todas las guerras civiles espa?olas, la que estuvo enmascarada bajo la guerra de la Independencia, la guerra sin cuartel entre liberales y absolutistas, entre patriotas y serviles.
En la segunda serie de los Episodios, como en Los desastres de Goya, hay muchas v¨ªctimas y muchos b¨¢rbaros, pero muy pocos h¨¦roes. Los valerosos guerrilleros de la leyenda patri¨®tica pueden ser tambi¨¦n bandidos sin compasi¨®n y ejecutores a sangre fr¨ªa del enemigo vencido. Quienes se sublevan contra el invasor no lo hacen en nombre de la libertad sino de la tiran¨ªa y el oscurantismo religioso, y a quien m¨¢s odian no es a los franceses, sino a los espa?oles que han colaborado con ellos o que simplemente tienen ideas liberales. Y el pueblo noble y abstracto de las proclamas pol¨ªticas y de los cuadros oficiales de historia puede ser una chusma zafia y beata que arranca las placas de las calles dedicadas a la Constituci¨®n y jalea a los esbirros de la polic¨ªa secreta cuando van a detener a un liberal fugitivo. La disidencia pol¨ªtica es inapelablemente calificada de herej¨ªa: "Hereje, franc¨¦s, jud¨ªo, liberal", grita una madre al repudiar a su hijo. "La templanza es un crimen", dice otro personaje.
Con su memoria de novelista, transgresora del tiempo, Gald¨®s se acuerda de 1814 pero est¨¢ escribiendo en 1875. Yo le¨ª por primera vez los Episodios a mitad de los a?os ochenta, y cuando vuelvo a ellos ahora los leo sin remedio a la luz del presente. Uno abre de nuevo los libros que le importaron mucho con miedo a que ahora lo defrauden. Pero Gald¨®s siempre sorprende porque es mejor todav¨ªa de lo que uno recordaba. Y quiz¨¢s ahora estoy m¨¢s en condiciones de comprender su pesadumbre por la ¨¢spera intransigencia espa?ola, por la terrible facilidad para eliminar los matices entre el blanco y el negro, para dividirlo todo entre ortodoxia y herej¨ªa y llamar traici¨®n a la templanza.
Gald¨®s y el arte de la novela europea, 1867-1887. Stephen Gillman. Traducci¨®n de Bernardo Moreno Carrillo. Taurus. Madrid, 1985. 400 p¨¢ginas. antoniomu?ozmolina.es
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