Hasta que se agoten las l¨¢grimas
La reciente visi¨®n de la serie televisiva Carlos, de Olivier Assayas, sobre el terrorista que se apod¨® con ese nombre y cometi¨® numerosos atentados y cr¨ªmenes entre los a?os setenta y su tard¨ªa detenci¨®n en 1994, me ha provocado tal sensaci¨®n de extra?eza o "ajenidad" que, una de dos: o mi memoria flaquea, y he olvidado c¨®mo era el mundo en mi juventud, o la velocidad con que cada presente actual desplaza al inmediatamente anterior se ha hecho tan vertiginosa que todo, hasta lo m¨¢s cercano, se convierte al instante no ya en antiguo, sino en remoto. Seguramente es una mezcla de las dos cosas. Lo cierto es que en diciembre de 1975 yo ten¨ªa veinticuatro a?os, no era ning¨²n ni?o. En esa fecha, el terrorista Carlos dio uno de sus golpes m¨¢s audaces, y, visto en la pel¨ªcula de Assayas (bien documentada al parecer), su ejecuci¨®n o escenificaci¨®n resulta completamente inveros¨ªmil desde el punto de vista de hoy, en efecto "ajena" a nuestro mundo: Carlos, disfrazado de guerrillero (con una boina a lo Che Guevara, para dar m¨¢s pistas), se dirige, junto con cinco compinches muy malcarados y tambi¨¦n sospechosamente ataviados, al edificio vien¨¦s en que se est¨¢ celebrando una cumbre de la OPEP, Organizaci¨®n de Pa¨ªses Exportadores de Petr¨®leo. Entran, le preguntan a una recepcionista si a¨²n est¨¢n reunidos los miembros de la conferencia, la mujer les responde que s¨ª, que est¨¢n "arriba"; sin m¨¢s ni m¨¢s, el ominoso grupo sube las escaleras portando varias bolsas, de las que sacan armas y granadas, en un pasillo, con toda tranquilidad. A continuaci¨®n irrumpen en la sala, se cargan a alg¨²n escolta -o similar-, secuestran a los delegados de la OPEP, se hacen fuertes all¨ª y empiezan con sus exigencias. S¨®lo m¨¢s tarde hay un tiroteo entre ellos y las fuerzas del orden, que tratan de entrar por las bravas y sin mucha preocupaci¨®n por la suerte de los rehenes.
"En un d¨ªa como hoy se conmemora 'oficialmente' a las v¨ªctimas con artificialidad y no sinceridad"
En una ¨¦poca hipervigilada e hipercontrolada como la actual, la escena parece marciana. Y no es que aquel fuera el primer golpe de aquellos a?os: ya hab¨ªa frecuentes secuestros de aviones y barcos, y se hab¨ªa producido la matanza de los atletas israel¨ªes en M¨²nich, en 1972. Es de suponer -la verdad es que aqu¨ª mi memoria falla, o ha borrado, o me enga?a- que el mundo no estaba dispuesto a ceder a los terroristas m¨¢s espacio del que ocupaban, ni a brindarles el triunfo de vivir en permanente estado de pavor. Quiz¨¢ prefer¨ªa correr riesgos antes que renunciar enteramente a su espontaneidad y a su libertad, o, por as¨ª decir, a la normalidad.
Esto cambi¨® radicalmente hace hoy diez a?os, con los ataques contra las Torres Gemelas y el Pent¨¢gono. Hemos aceptado y nos hemos acostumbrado a convivir con el miedo, a llevarlo incorporado cada vez que viajamos, no s¨®lo en avi¨®n, sino en tren -desde los atentados madrile?os de 2004-, autob¨²s o metro -desde los londinenses posteriores-; es decir, en todo momento. Nuestra seguridad es y ser¨¢ siempre relativa, pues es muy dif¨ªcil parar a quien est¨¢ resuelto a matar y no le importa perder la vida en su acci¨®n. Nuestro miedo, en cambio, es absoluto. Nuestra libertad y nuestra privacidad, infinitamente menores.
Diez a?os es poco y mucho. Nadie olvidar¨¢ lo sucedido en Nueva York y Washington en 2001, ni lo acaecido en Madrid y Londres alg¨²n tiempo despu¨¦s. Pero nadie puede pensar en ello continuamente, eso tampoco. Excepto, quiz¨¢, los familiares y allegados de los muertos, marcados para siempre, asimismo "muertos" por su desgracia. ?Continuamente? No s¨¦. S¨ª en un d¨ªa como hoy, desde luego, cuando se conmemora oficialmente a las v¨ªctimas, y "oficialmente" quiere decir con artificialidad y no excesiva sinceridad, como quien cumple con un deber de calendario. En 1658, el m¨¦dico ingl¨¦s Sir Thomas Browne, a quien traduje al espa?ol, escribi¨® lo siguiente (y s¨¦ que he citado estas frases muchas veces, pero es que acuden a mi mente a menudo): "Apenas recordamos nuestras dichas, y los golpes m¨¢s agudos de la pena nos dejan tan s¨®lo punzadas ef¨ªmeras. El sentido no tolera las extremidades, y los pesares nos destruyen o se destruyen. Llorar hasta volverse piedra es f¨¢bula: las aflicciones producen callosidades, las desgracias son resbaladizas, o caen como la nieve sobre nosotros; lo cual, sin embargo, no es un infeliz entumecimiento. Ignorar los males venideros, y olvidar los males pasados, es una misericordiosa disposici¨®n de la naturaleza, por la cual digerimos la mixtura de nuestros escasos y malvados d¨ªas; y, al no recaer nuestros liberados sentidos en hirientes remembranzas, nuestras penas no se mantienen en carne viva por el filo de las repeticiones".
En los m¨¢s de tres siglos y medio transcurridos desde estas palabras, no creo que su verdad haya cambiado, pero nos afanamos por desmentirla. Artificialmente y con no mucha sinceridad, como una obligaci¨®n, o la expiaci¨®n de una culpa. Las v¨ªctimas de cualquier atentado merecen nuestra compasi¨®n y merecen ser recordadas, mientras las recordemos efectivamente y de veras, sin forzarnos a ello. Pero es cierto que toda pena se aleja, que hasta las m¨¢s terribles tragedias se hacen remotas y "no se mantienen en carne viva". Cada vez, sin embargo, somos menos capaces de aceptar la "misericordiosa disposici¨®n"; de pensar y decirnos: "Tuvieron muy mala suerte, como tantos otros desde la noche de los tiempos, de la que nada sabemos. S¨ª, fueron asesinados cruel y cobardemente, como tantos otros a lo largo de la historia, que jam¨¢s se detiene ni espera, y se suplanta a s¨ª misma sin pausa. Llor¨¦moslos, s¨ª, hasta que se agoten las l¨¢grimas, o nuestras vidas. Pero ya no despu¨¦s".
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