Una luz entre las naciones
Nada de lo que exigen para s¨ª lo admiten para el otro. Construyen enfrente a un otro absoluto, irreductible y excluyente, hasta tal punto que cualquier deseo ajeno es autom¨¢ticamente una ofensa para ellos mismos. El repertorio de sus exigencias a ese otro radicalmente distinto es infinito. Hasta su rendici¨®n. Hasta su extinci¨®n.
Cualquier concesi¨®n es sentida como una herida al n¨²cleo mismo de la identidad propia, a menos que tuviera como contrapartida la desaparici¨®n llana y simple del otro como entidad y como sujeto de derecho, porque entonces ser¨ªa su victoria. Quieren negociar, claro que s¨ª, pero solo si hay garant¨ªa de que la negociaci¨®n no lleve a ninguna parte excepto a la confirmaci¨®n de todas sus exigencias. Lo ¨²nico que les interesa de las negociaciones es mantener al enemigo atado a la silla mientras ellos siguen modificando la realidad disputada, el objeto de su negociaci¨®n.
La ¨²nica negociaci¨®n que admiten de verdad es una que no tenga lugar porque todo est¨¦ ya previamente acordado seg¨²n su exclusiva voluntad. Sentarse para firmar, no para buscar un punto a mitad de camino entre dos posiciones tan distantes. Saben que quienes siempre han vencido por la fuerza sufren el grave riesgo de salir derrotados el d¨ªa en que se muestren dispuestos a renunciar a la fuerza, a hablar y realizar concesiones aut¨¦nticas.
Solo podr¨¢n negociar y ceder, que es como se llega a los acuerdos, el d¨ªa en que hayan previamente desistido a quedarse con todo, tal como les dicta la doctrina absoluta que les gobierna. Cada una de sus nuevas condiciones o exigencias es un reflejo del pavor a convertirse en gente normal dentro de un mundo normal.
?Renunciar a los privilegios concedidos por Dios a cambio de los acuerdos fraguados por los hombres? ?A qui¨¦n puede ocurr¨ªrsele tan mal negocio? ?Qui¨¦n renuncia a un pacto con la divinidad y a ser el elegido por sus preferencias providenciales?
Todo lo que reprochan al otro podr¨ªan reproch¨¢rselo a ellos mismos, sus divisiones, su capacidad para la violencia, sus excusas teol¨®gicas, su machismo, y sin embargo siguen crey¨¦ndose distintos, perfectos, con derechos propios por encima de los derechos de los otros. Quienes as¨ª piensan y act¨²an pueden tener la simpat¨ªa de los poderosos de este mundo, ser incluso hegem¨®nicos, contar con mayor¨ªas democr¨¢ticas, pero no son los propietarios de la idea que dicen defender, ni siquiera de su patria, su religi¨®n o su cultura. Las secuestran en su nombre, eso s¨ª, pero poco tienen que ver con aquellos hombres y mujeres admirables, portadores de una luz entre las naciones, los reivindicadores del otro, los cultivadores de la esperanza y de la cultura m¨¢s humana de una humanidad errabunda y sin patria.
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