El fin de un idilio
Son tantas las librer¨ªas que he visitado a lo largo de mi vida, en diferentes pa¨ªses, que me he encontrado en ellas con toda clase de individuos, a menudo pintorescos o exc¨¦ntricos, sobre todo en las de viejo, lance, anticuario o segunda mano. Lo que nunca me hab¨ªa ocurrido, hasta el pasado agosto, es que me echaran de uno de estos establecimientos por m¨ª tan queridos.
Durante mis a?os en Inglaterra conoc¨ª a numerosos libreros extravagantes o mani¨¢ticos, y de algunos he hablado en otras ocasiones. Recuerdo a una mujer que sol¨ªa viajar de feria en feria -de esas que se celebran en vest¨ªbulos de hoteles o en claustros de iglesias-, con su preciado cargamento selecto. Tanto apego le ten¨ªa que se debat¨ªa entre su necesidad de venderlo, para ganarse la vida, y su aversi¨®n a desprenderse de ¨¦l. Era como si quisiera poner impedimentos a los compradores que por otra parte le resultaban vitales, de manera que, antes de separarse de alg¨²n volumen, interrogaba a fondo al cliente sobre sus conocimientos del autor por el que se interesaba. Y, si ve¨ªa que eran escasos o su inter¨¦s esp¨²reo (s¨ª, yo escribo "esp¨²reo", como Gald¨®s y otros; me da igual lo que diga el DRAE), si percib¨ªa un ¨¢nimo especulativo, iba subiendo el precio sobre la marcha, una vez y otra, hasta disuadir al pretendiente. M¨¢s delirante era el due?o -un hombre elegante- de una librer¨ªa sin mota de polvo y llena de grandes tesoros (ediciones firmadas por Sterne o Dickens o Henry James, rarezas bibliogr¨¢ficas descomunales). Cada vez que uno inquir¨ªa el precio de alguna joya, respond¨ªa invariablemente: "Ah, ese volumen no est¨¢ en venta". Cuando le pregunt¨¦, desesperado, exactamente cu¨¢les estaban en venta, para as¨ª acabar antes, me respondi¨® ofendido: "Oh, la mayor¨ªa, la mayor¨ªa, ?usted qu¨¦ cree? No voy a atentar contra mi negocio". Pero, al intentarlo de nuevo con dos o tres ejemplares m¨¢s, me dec¨ªa: "Est¨¢ visto que hoy no es su d¨ªa de suerte. Ese tampoco est¨¢ en venta". Supe luego por un amigo de Oxford que el hombre era un impostor: un coleccionista que hab¨ªa adquirido un local y fing¨ªa ser librero porque, tras hacerse con una magn¨ªfica y costosa biblioteca, no soportaba que nadie se la admirara, envidiara y codiciara. Su mayor disfrute era ver c¨®mo sus ingenuos clientes anhelaban sus posesiones, para dejarlos siempre con un palmo de narices.
"Fue un d¨ªa de luto: a partir de esa fecha sufro el agravio de haber sido expulsado de una librer¨ªa"
La librer¨ªa de este agosto no era anticuaria, sino normal, y est¨¢ en la calle Kohlmarkt de Viena. Aunque no leo alem¨¢n, no me s¨¦ resistir a entrar en esos locales. Quer¨ªa ver si se hab¨ªa publicado algo nuevo de o sobre el austriaco Thomas Bernhard, uno de mis autores favoritos, y hacerme, si lo encontraba, con un DVD de entrevistas con ¨¦l -una rodada en Madrid, otra en Palma-, para verlo y o¨ªrlo hablar, aunque no fuera a entender lo que dec¨ªa. Me constaba que se vend¨ªa s¨®lo en librer¨ªas. El due?o era un individuo que en seguida me record¨® a Mon¨®statos, como era adecuado en Viena. Mon¨®statos (disculpe quien lo recuerde) es un personaje secundario de la ¨®pera de Mozart La flauta m¨¢gica, quiz¨¢ el m¨¢s malvado y grotesco. Se lo suele representar calvo y torvo, y es el carcelero de la hero¨ªna, Pamina, a la que mantiene cautiva y desea callada e in¨²tilmente. Este librero era completamente calvo, torvo y con larga barba, y parec¨ªa el carcelero de su propia tienda. Le pregunt¨¦ si hablaba ingl¨¦s. Respondi¨® altanero: "?Por supuesto!" (lo hablaba, pero mal, por cierto). Inici¨¦ mi segunda pregunta: "?Tiene usted por casualidad un DVD ...?" No me dej¨® terminar, y con desprecio me solt¨®: "Aqu¨ª no vendemos DVDs. S¨®lo libros". "Ya, pero es que iba a preguntarle por un DVD de un escritor ..." Me volvi¨® a cortar en seco y con malos modos: "Ya le he dicho. ?No DVDs! S¨®lo vendemos libros". No pude reprimirme: "Dudo que vendan ninguno, si ni siquiera deja terminar sus preguntas a los clientes". Busqu¨¦ los libros de Bernhard y saqu¨¦ un volumen que me llam¨® la atenci¨®n, del estante. Estaba retractilado, as¨ª que ni siquiera lo hoje¨¦, mir¨¦ s¨®lo la contraportada. Se acerc¨® feroz, devolvi¨® el libro a su sitio y me abronc¨®: "?No coja nada! ?Preg¨²nteme a m¨ª antes!". No daba cr¨¦dito: "?Es que aqu¨ª no se pueden mirar los libros?" "?No, no se puede! ?Me pregunta a m¨ª antes de tocar ninguno!", respondi¨® col¨¦rico. La primera librer¨ªa del mundo en la que no se permit¨ªa echar un vistazo. No era posible, me pregunt¨¦ si le hab¨ªa ca¨ªdo yo fatal por alg¨²n motivo. "Pero, ?a usted qu¨¦ le pasa?", no pude por menos de decirle. "?No! ?Qu¨¦ le pasa a usted?", me contest¨® al borde de la apoplej¨ªa, y en seguida a?adi¨®: "?Mejor se marcha! ?M¨¢rchese, m¨¢rchese, m¨¢rchese!" Y me se?al¨® la salida con su r¨ªgido dedo monost¨¢tico. Aunque lo vi muy hist¨¦rico, no estaba por largarme sin m¨¢s (soy combativo), pero Carme, mi acompa?ante estupefacta, me convenci¨® de dejarlo correr. As¨ª que cogimos la puerta y me desped¨ª con un sarc¨¢stico: "Ha sido usted muy amable". Mon¨®statos le hab¨ªa tomado gusto a repetir mis palabras, porque absurdamente me respondi¨®: "?No, usted ha sido muy amable!"
Remolone¨¦ ante su escaparate, dudando si entrar de nuevo y preguntarle -como exig¨ªa- por todos y cada uno de sus intocables libros, y hacerle as¨ª perder la tarde, adem¨¢s de sacarlo a¨²n m¨¢s de quicio. Lo dej¨¦ estar. Pero para m¨ª fue un d¨ªa de luto: a partir de esa fecha sufro el ins¨®lito agravio de haber sido expulsado de una librer¨ªa. No s¨®lo me permiten ganarme la vida, vendiendo lo que escribo (y me he dejado una fortuna en ellas), sino que tal vez sean los lugares del mundo que m¨¢s venero. El librero vien¨¦s Mon¨®statos me ha arrojado un bald¨®n y ha terminado con mi inacabable idilio con esos establecimientos, en los que me hab¨ªa sentido tan a gusto siempre.
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