Amistades nada peligrosas
El dramaturgo Jules Renard dijo que entre un hombre y una mujer "la amistad es tan solo una pasarela que conduce al amor". Aunque todo el mundo afirma tener amigos del sexo opuesto, son muchos los que piensan que esas amistades ocultan en realidad un amor sublimado. Pero siempre hubo parejas que se quisieron sin llegar a amarse.
La camarader¨ªa entre personas de distinto sexo es un fen¨®meno moderno. En otras ¨¦pocas, cuando el universo femenino se circunscrib¨ªa a las cuatro paredes del hogar y las chicas pasaban de ser hijas a ser esposas, era dif¨ªcil que una mujer fuese amiga de un hombre. En pleno siglo XVIII, sorprend¨ªa la afabilidad que Mar¨ªa Josefa Alonso Pimentel, condesa duquesa de Benavente y mecenas de artistas, mostraba con algunos de sus patrocinados: eran sus confidentes, sus compa?eros de tertulia, sus invitados. Entre ellos estaba Francisco de Goya. La duquesa hab¨ªa detectado en aquel aragon¨¦s ensimismado y tosco un talento muy superior al de otros pintores a los que ayudaba, y surgi¨® entre ambos una corriente de simpat¨ªa. En el Madrid de la ¨¦poca, la actitud de la duquesa con sus protegidos era entendida como una excentricidad. As¨ª se interpret¨® la relaci¨®n de la reina Victoria de Inglaterra con el escoc¨¦s John Brown. Brown era guardia especial de la reina, a quien profesaba una devoci¨®n no exenta de rudeza y de una familiaridad excesiva: se atrev¨ªa incluso a rega?ar a la soberana cuando, al montar a caballo, esta no manten¨ªa la cabeza suficientemente erguida. Por alguna raz¨®n, a la reina le hac¨ªan gracia las maneras primitivas de su guarda.
A la reina Victoria le hac¨ªan gracia las maneras primitivas de su guarda
"Le quiere requetemuch¨ªsimo", escrib¨ªa Mar¨ªa Guerrero a Gald¨®s
Dice la leyenda que en Hollywood no hay amigos. Spencer Tracy y Liz Taylor lo fueron
La muerte en 1861 de su esposo, el pr¨ªncipe Alberto, sumi¨® a la reina en una depresi¨®n que arrastr¨® durante a?os y entorpeci¨® su labor de Estado. Los m¨¦dicos le propusieron trasladarse a la residencia campestre de Osborne con la esperanza de que la tranquilidad de la vida rural la ayudase en su recuperaci¨®n. Nadie vio inconveniente en que llevase consigo a John Brown, en calidad de palafrenero. Nunca se supo qu¨¦ ocurri¨® exactamente en el retiro de Escocia. La reina Victoria encontr¨® en las tierras altas la paz que necesitaba y descubri¨® en aquellos paisajes el universo de Walter Scott y una Inglaterra ¨¦pica. Junto a ella, como una sombra, para prestarle protecci¨®n y consuelo, estaba John Brown, igualmente dispuesto a ensillar su caballo que a conversar durante horas. Como es l¨®gico, en la Corte no tardaron en surgir los rumores, y luego la maledicencia, las bromas crueles y las caricaturas de Punch. "La reina se ha enamorado de un criado", dec¨ªan. Al saberlo, la reina escribi¨® a su hija: "Me doy cuenta de que siempre tengo en mi casa un alma buena y afecta a m¨ª, cuyo ¨²nico inter¨¦s es mi servicio, y Dios sabe cu¨¢nto anhelo yo que me cuiden". Aquella mujer triste, que hab¨ªa vivido rodeada de aduladores y cortesanos, descubri¨® en un simple guarda el placer desconocido de la amistad. Hasta el final, la soberana que dio nombre a una ¨¦poca firm¨® as¨ª sus cartas a Brown: "Tu fiel amiga, Victoria Reina".
Si fue la necesidad de compa?¨ªa lo que aliment¨® la amistad entre una reina y su criado, la vida intelectual hizo surgir afectos notables entre hombres y mujeres. En torno a 1850, Charles Dickens quiso conocer a la escritora Elizabeth Gaskell, cuya novela Mary Barton le hab¨ªa impresionado. Dickens invit¨® a la autora a colaborar en su magazine Household Words, y empez¨® as¨ª una intensa relaci¨®n profesional y personal. Dickens llamaba a Gaskell "mi querida Sherezade", y era invitado frecuente en la casa familiar de la escritora. La amistad de los autores -que escribieron la novela Una casa en alquiler, en colaboraci¨®n con Wilkie Collins- pas¨® por etapas complicadas, como cuando Dickens public¨® Tiempos dif¨ªciles casi al mismo tiempo que Gaskell editaba Norte y Sur. Ambas eran historias centradas en los conflictos de la Revoluci¨®n Industrial, y Elizabeth tem¨ªa que la novela de Dickens pudiese oscurecer la suya. A pesar de todo, su relaci¨®n sobrevivi¨® sin verse empa?ada por cuestiones sentimentales. Quiz¨¢ para alejar cualquier sospecha, la correspondencia entre ambos est¨¢ salpicada de recuerdos para los respectivos esposos: "Salude en mi nombre al se?or Gaskell"; "Todo mi afecto para la se?ora Dickens...".
Con menos disimulo disfrut¨® sus amistades masculinas la novelista Edith Wharton. Rica, cosmopolita, exquisitamente educada, vivi¨® el fen¨®meno de la amistad de un modo m¨¢s propio del siglo XXI que del Nueva York de finales del XIX en que ambientaba sus novelas. Wharton hablaba abiertamente de sus amigos (entre los que contaba a Paul Bourget, Howard Sturgis o Henry James), se hac¨ªa acompa?ar por ellos en fiestas y reuniones y aceptaba su hospitalidad sin buscarse carabina. A ninguno quiso tanto como al abogado Walter Berry. A su muerte, escribi¨® Wharton : "Supongo que en la vida de cada uno de nosotros hay un amigo que no parece una persona aparte, por mucho que le queramos, sino una expansi¨®n, una interpretaci¨®n del propio ser, el significado mismo de la propia alma. Un amigo as¨ª lo encontr¨¦ yo en Walter Berry. (...) No consigo imaginar lo que la vida intelectual habr¨ªa sido para m¨ª sin ¨¦l. (...) Es esta camarader¨ªa, hecha de ver y so?ar, de reflexionar y re¨ªr en mutua compa?¨ªa, lo que a una la lleva a pensar que para aquellos que la han compartido no existir¨¢ nunca una verdadera separaci¨®n".
Si la amistad de Dickens y Gaskell surgi¨® de intereses comunes, las relaciones amistosas que mantuvo Wharton se crearon, posiblemente, por la necesidad de afecto: el de Edith era un matrimonio desdichado. Casada con un hombre a quien no quer¨ªa, Edith Wharton se neg¨® a enclaustrarse o a encadenar un amante con otro como las esposas frustradas de su distinguido entorno. Su ant¨ªdoto para la infelicidad fue encontrar amigos donde otras mujeres ve¨ªan posibles aventuras.
En esa misma ¨¦poca, en Espa?a, la actriz Mar¨ªa Guerrero manten¨ªa una relaci¨®n fraternal con el escritor Benito P¨¦rez Gald¨®s, cuyos textos hab¨ªa llevado a escena. Su correspondencia era intensa, y aunque fundamentalmente ventilaban asuntos de trabajo, de vez en cuando aparece en las cartas alg¨²n coqueteo velado: "Sabe cu¨¢nto la quiere su verdadero amigo", escribe don Benito. "Siempre, y a pesar de todo, le quiere requetemuch¨ªsimo", se despide Mar¨ªa tras reprocharle su retraso en contestar sus cartas. Quiz¨¢ la diferencia de edad entre ambos (el escritor llevaba 26 a?os a la actriz) pon¨ªa su relaci¨®n a salvo de malos entendidos. Tras casarse Mar¨ªa con el arist¨®crata y tambi¨¦n actor Fernando D¨ªaz de Mendoza, la correspondencia entre ella y Gald¨®s se hizo menos fluida, y fue su marido quien empez¨® a tratar con don Benito las cuestiones profesionales. A pesar de todo, Mar¨ªa Guerrero mantuvo siempre a su alrededor un nutrido grupo de amistades masculinas, y en el sal¨®n de su casa se reun¨ªan Jacinto Benavente, Eduardo Marquina, Echegaray o el propio Gald¨®s. La mayor¨ªa de las veces, Mar¨ªa era la ¨²nica mujer en aquellas tertulias.
Una mujer entre hombres... Hace cien a?os ese puesto parec¨ªa reservado a cortesanas y damas licenciosas. Hubo mujeres que rompieron ese t¨®pico. Como la singular Dora Carrington, quien en 1915 ingres¨® en la escuela de Bellas Artes SLADE, donde la presencia femenina era escasa. A pesar de su falta de atractivo f¨ªsico, la mayor¨ªa de los j¨®venes alumnos bebieron los vientos por ella. Carrington (pronto empez¨® a prescindir de su nombre de pila) era un ser casi asexuado que trataba a los hombres como a iguales. Tras conocerla, ellos ya no ve¨ªan a una chica desgarbada con dientes conejunos y ojos saltones, sino a una chispeante conversadora llena de ideas propias: "Tu talento, tu deliciosa intuici¨®n, tu ingenio, me han proporcionado horas maravillosas", le escribi¨® una vez Albert Rutherston. Paul Nash, C. R. Nevinson o Mark Getler estuvieron enamorados de ella en mayor o menor grado. Carrington, que no estaba interesada en los romances, les brindaba su amistad y -como ocurri¨® con Getler- tibias experiencias sexuales. Aldous Huxley, que nunca la pretendi¨®, ten¨ªa abiertas para ella las puertas de su casa de Londres, y en las noches de verano, ¨¦l y Carrington sol¨ªan instalarse en la terraza para quedarse conversando hasta el alba. En 1916, Dora conoci¨® a Lytton Stratchey. Al principio no simpatizaron, y Stratchey hizo a Carrington objeto de algunas bromas crueles. Cuando coincidieron en casa de unos amigos, ella decidi¨® vengarse. Mientras Lytton dorm¨ªa, entr¨® en su habitaci¨®n armada de unas tijeras con las que pretend¨ªa cortar su poblada barba pelirroja. Pero, cuando estaba a punto de hacerlo, el escritor abri¨® los ojos y se qued¨® mir¨¢ndola fijamente. Fue el inicio de una misteriosa amistad que pas¨® por diferentes grados, incluso por el del amor sublimado: hubo un tiempo en el que Dora hubiese deseado que Lytton la amase, pero las preferencias sexuales de este iban por otro lado. As¨ª, pues, se convirtieron en los mejores amigos del mundo. En el verano de 1916 viajaron juntos por Inglaterra. Al t¨¦rmino de aquellas vacaciones, Carrington escribi¨®: "Lo pas¨¦ tan bien contigo... no sabes lo feliz que he sido, en todas partes, en cada d¨ªa repleto de maravillas". La pareja lleg¨® a convivir durante mucho tiempo. Cuando Lytton muri¨®, escribi¨® Carrington: "Fue la ¨²nica persona, y esa es la raz¨®n de que para m¨ª lo fuese todo, a la que nunca tuve necesidad de mentir, porque nunca esper¨® que fuera diferente de como yo era". La pintora se estaba anticipando a la frase de Kurt Kobain: "El verdadero amigo es el que sabe todo de ti... y, sin embargo, sigue siendo tu amigo".
Lytton Stratchey mantuvo lazos amistosos con los miembros del Grupo Bloomsbury. Surgido en Cambridge a finales del XIX, reuni¨® a un pu?ado de j¨®venes que, acabados sus estudios universitarios, siguieron frecuent¨¢ndose en Londres, generalmente en una casa en Gordon Square. Entre los integrantes del grupo estaban John Maynard Keynes, Clive Bell, Leonard Woolf, o Thoby Stephen, que present¨® a sus compa?eros a sus hermanas, Vanessa y Virginia. Las dos muchachas, inteligentes y hermosas, fueron bienvenidas en unas reuniones en las que se hablaba de libros y de pintura, de pol¨ªtica y de ciencia, de econom¨ªa, del futuro del pa¨ªs y del mundo. Mientras otras chicas de su entorno buscaban un marido, ellas quer¨ªan encontrar una comuni¨®n intelectual. Vanessa Stephen escribi¨®: "Recuerdo que un grupo de j¨®venes y de gente mayor me preguntaba con curiosidad en el curso de una reuni¨®n si realmente est¨¢bamos levantadas conversando con hombres j¨®venes hasta las tantas de la noche. ?Qu¨¦ era lo que habl¨¢bamos? ?Qui¨¦nes eran esos chicos? Se re¨ªan. Incluso, entonces, se pod¨ªa percibir un rastro de desaprobaci¨®n". Muchos a?os despu¨¦s, su hermana Virginia escribir¨ªa en un art¨ªculo titulado Viejo Bloomsbury: "Los muchachos (...) somet¨ªan a cr¨ªtica nuestras argumentaciones con la misma severidad que las suyas. No parec¨ªan darse cuenta de la manera en que ¨ªbamos vestidas o de si nuestro aspecto era agradable o no. (...) Una ya no ten¨ªa que soportar aquella terrible inquisici¨®n, despu¨¦s de una fiesta, y escuchar palabras como 'Estabas linda', o 'Estabas vulgar'. (...) El ambiente de Hyde Park Gate rebosaba de amores y matrimonios. (...) Contrariamente, en Gordon Square jam¨¢s se mencionaba el amor. El amor no exist¨ªa". Y qu¨¦ liberador deb¨ªa de resultar para ellas, en un momento en que la obsesi¨®n de las j¨®venes era el matrimonio, disfrutar de la pura camarader¨ªa y el intercambio de ideas.
A pesar de no abrigar intenciones rom¨¢nticas, Vanessa y Virginia acabaron cas¨¢ndose, respectivamente, con Clive Bell y Leonard Woolf. Leonard y su esposa fundaron Hogarth Press, que edit¨® a muchos grandes autores de la ¨¦poca, entre ellos a Katherine Mansfield. Katherine, que se llevaba mal con Virginia Woolf, era una gran amiga de su esposo. A la autora de Orlando nunca le import¨®. Y si algunas de las amistades del grupo Bloomsbury acabaron convertidas en s¨®lidos matrimonios, lo mismo ocurri¨® con un singular equipo formado en la Glasgow School of Arts. Conocidos con el nombre de The Four, las hermanas Frances y Margaret McDonald y los arquitectos James McNair y Charles Mackintosh formaron un extraordinario grupo de trabajo en el campo de las artes decorativas. La obra de las hermanas McDonalds era considerada demasiado osada por los puristas, que condenaron al ostracismo sus proyectos hasta que dos j¨®venes arquitectos les ofrecieron trabajar en colaboraci¨®n. Unidos por el talento y una amistad inquebrantable, Frances y James acabaron cas¨¢ndose, igual que Margaret y Charles, que trabajaron juntos durante el resto de su vida.
La historia de la amistad nos deja tambi¨¦n binomios sorprendentes, como el que formaron la libertina Colette y el seductor D'Annunzio, el soldado poeta. Se conocieron durante un viaje a Italia realizado por la escritora y pasaron varias jornadas juntos. Pero, para sorpresa de quienes sab¨ªan de sus costumbres licenciosas, no hubo entre ellos ni una caricia. A su regreso a Par¨ªs, la autora de La gata dijo que D'Annunzio hab¨ªa sido un excelente gu¨ªa "y un compa?ero delicioso". Entre la legi¨®n de amantes de ambos sexos de la escritora hubo hombres que solo fueron amigos. Uno de ellos, el mism¨ªsimo Proust, quien escribi¨® a Colette que las ¨²ltimas l¨ªneas de su libreto de la opereta Mitsou le parec¨ªan superiores a las que ¨¦l estaba escribiendo sobre el personaje de Swann, de En busca del tiempo perdido.
No fue menos sorprendente la amistad que se fragu¨® entre Julio Verne y una joven reportera americana. Cuando el franc¨¦s era un autor mundialmente reconocido, Nellie Bly quiso emular la haza?a de Phileas Fogg y dar la vuelta al mundo en ochenta d¨ªas publicando las cr¨®nicas de viaje en el diario The New York World. Bly pens¨® en visitar a Julio Verne a su paso por Francia. Todo el mundo le desaconsej¨® que lo hiciera: el escritor era un reconocido mis¨®gino, y a buen seguro iba a indignarle que una jovenzuela quisiese imitar a uno de sus h¨¦roes. Pero Nellie desoy¨® las advertencias y escribi¨® al autor. Para perplejidad de todos, este contest¨® amablemente e invit¨® a la chica a visitarle en su casa de Le Croy. Blye y el padre de la novela de aventuras mantuvieron una largu¨ªsima entrevista y siguieron en contacto durante a?os.
Dicen las malas lenguas que en Hollywood no hay amigos. La meca del cine, pr¨®diga en apasionados romances, deja para las cr¨®nicas pocas historias de amistad verdadera, menos a¨²n entre mujeres y hombres. Pero las hay. Una de las m¨¢s curiosas es la que uni¨® a Spencer Tracy y a Elizabeth Taylor. Se conocieron en el rodaje de El padre de la novia, de Vincent Minelli. Tracy era uno de los actores mejor considerados de la industria. En cuanto a Taylor, ven¨ªa de triunfar de la mano de Cukor en Mujercitas. Ella y Spencer, que interpretaba el papel de su padre, se cayeron bien enseguida. A ella le divert¨ªa el aire adusto del actor. A ¨¦l le hac¨ªa gracia la frescura de aquella jovencita tan guapa.
Elizabeth estaba entonces preparando su boda con el multimillonario Nicky Hilton. Como tantas ni?as prodigio, Liz no hab¨ªa disfrutado de una adolescencia convencional, as¨ª que no ten¨ªa amigas con las que compartir sus inquietudes de futura esposa. Cuando el gran Tracy se mostr¨® dispuesto a escucharla y a darle consejos, lo convirti¨® en su confidente. Era a ¨¦l a quien le contaba que hab¨ªa tenido una pelea con Nicky, o que a veces le asaltaban dudas sobre ¨¦l. Spencer la tranquilizaba dici¨¦ndole lo que cualquier novia quiere o¨ªr: que su prometido era un gran chico y que iba a ser muy feliz. La buena relaci¨®n entre Spencer y Liz no hizo sino facilitar el rodaje. Todo el equipo estaba encantado. Solo Katharine Hepburn no parec¨ªa contenta con aquella amistad. Hepburn no ve¨ªa en Liz a una cr¨ªa asustada ante la inminencia de un matrimonio, sino a una sirena curvil¨ªnea que pretend¨ªa seducir a un hombre experimentado. Se equivoc¨®: Spencer -que era infiel por naturaleza- jam¨¢s alberg¨® otra intenci¨®n sobre Elizabeth que la puramente amistosa. En cuanto a ella, ve¨ªa en Tracy a un camarada. Hepburn no se esforz¨® por ocultar su antipat¨ªa hacia Elizabeth. El d¨ªa de su boda con Nicky, Spencer asisti¨® como un orgulloso padre postizo e intercambi¨® gui?os c¨®mplices con la ya se?ora Hilton. Katharine Hepburn no fue invitada.
Un papel bien distinto fue el que jug¨® Zenobia Camprub¨ª, esposa de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, en una terrible historia de amistad mal entendida que acab¨® en tragedia. Fue ella quien present¨® al escritor a una joven escultora a la que hab¨ªa conocido y que se declar¨® admiradora del poeta. Marga Gil Roesset se convirti¨® en una presencia habitual en casa del matrimonio. Tanto Zenobia como Juan Ram¨®n simpatizaron con la chiquilla, que era apasionada y talentosa. Era evidente que Marga buscaba la compa?¨ªa del escritor. A Zenobia nunca le preocup¨®: Juan Ram¨®n era un marido fiel, y siempre pens¨® que la chica estaba fascinada por el intelectual y no por el hombre que le prodigaba consejos. Una tarde, Marga confes¨® a Juan Ram¨®n que estaba enamorada de ¨¦l. Aquella declaraci¨®n fue una sorpresa y un motivo de tribulaci¨®n para el autor, que fren¨® en seco sus avances. D¨ªas despu¨¦s, Marga lleg¨® a casa del matrimonio y dej¨® unos papeles para Juan Ram¨®n. Eran su diario personal. Aquella misma tarde, la escultora se peg¨® un tiro.
Menos dram¨¢tico fue el fin de la relaci¨®n entre Hitchcock y Tippi Hedren. Modelo de profesi¨®n, Hedren hab¨ªa sido elegida por Hitchcock para protagonizar Los p¨¢jaros. El director le ofreci¨® un buen contrato, le regal¨® un fabuloso guardarropa dise?ado por Edith Head y disip¨® sus recelos a base de amabilidad. Hedren no desconfi¨® de Hitch: era mayor, viejo y gordo, y parec¨ªa muy unido a su esposa, Alma. Acept¨® su trato paternal. Para oficializar su trabajo en Los p¨¢jaros, Hitchcock la invit¨® a cenar en familia y le regal¨® un broche de oro en forma de cuervo. Esos detalles conmov¨ªan a la insegura Tippi, que no pod¨ªa creer en su suerte: hab¨ªa aterrizado en Hollywood de la mano de un hombre que la trataba como un padre. Pero no hab¨ªa nada de eso: como ya le hab¨ªa pasado con otras actrices, Hitchcock se hab¨ªa obsesionado con ella. En cuanto supo que Tippi estaba prometida empez¨® a despreciarla, a criticar su trabajo y a llamarla "esa chica", al tiempo que ideaba para ella toda suerte de perrer¨ªas que convirtieron en un infierno el rodaje de la pel¨ªcula.
Hitch se hab¨ªa enamorado de todas sus rubias de hielo. La ¨²nica que supo mantenerlo a raya fue Grace Kelly. A pesar de su fama como devoradora de hombres, Grace hizo sinceras amistades entre sus colegas masculinos. Con Alec Guinnes protagoniz¨® El cisne y comparti¨® durante dos d¨¦cadas una broma privada: estuvieron intercambi¨¢ndose un hacha que alguien hab¨ªa regalado a Guinnes y que ¨¦l dej¨® en el cuarto de Grace. Ella correspondi¨® introduciendo el arma en la cama de su hotel, meses despu¨¦s. ?l le devolvi¨® la broma cuando ella era ya princesa y, 25 a?os despu¨¦s, Grace se las arregl¨® para dejarla sobre la almohada de sir Alec cuando este recogi¨® un Oscar honorario. Pero los mejores amigos de Grace fueron dos de los m¨¢s grandes seductores de Hollywood: David Niven y Cary Grant. Siendo ya princesa, los llamaba por tel¨¦fono cada dos por tres. Niven asisti¨® a su boda. Cary Grant acept¨® una invitaci¨®n a M¨®naco. En contra de lo que ordenaba el protocolo, la propia Grace fue a recibir a Cary al aeropuerto y lo abraz¨® ante decenas de fot¨®grafos. Pasaron juntos un par de semanas recorriendo los escenarios de Atrapa a un ladr¨®n. A Rainiero no le gust¨® tanto compadreo. La invitaci¨®n no volvi¨® a repetirse. Los primeros a?os de Grace en M¨®naco fueron para ella terriblemente dif¨ªciles. Aunque no se supo hasta despu¨¦s de su muerte, en aquella ¨¦poca, uno de sus apoyos fue un novio de juventud, Don Richardson, que acab¨® convirti¨¦ndose en el m¨¢s fiel de sus amigos y con quien manten¨ªa una fluida correspondencia en la que la princesa hablaba de sus frustraciones, sus dudas y las sombras de una vida que se supon¨ªa feliz.
Algunas historias de amor acaban dejando paso a una amistad duradera. Fue lo que le ocurri¨® al premio Nobel Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez con una novia de su etapa europea. Era espa?ola y se llamaba Tachia. La hab¨ªa conocido en Par¨ªs a mediados de los a?os cincuenta. Vivieron una historia de amor tempestuosa y de final triste, pero, con el tiempo, los buenos recuerdos borraron los malos y qued¨® un sentimiento de ternura. Cuando Garc¨ªa M¨¢rquez recibi¨® el Premio Nobel, Tachia fue una de las invitadas a Estocolmo. Ella le llev¨® como regalo un juego de ropa interior t¨¦rmica, con el que el autor pos¨® para el objetivo de la propia Tachia. La foto dio la vuelta al mundo. M¨¢s adelante, los Garc¨ªa M¨¢rquez compraron un piso en el mismo edificio parisiense en el que ella viv¨ªa, y la amiga ejerc¨ªa de t¨ªa para los hijos de la pareja. De todos los afectos del escritor, que confiesa que escribe para que sus amigos le quieran, no hay ninguno tan particular como el que profesa a su agente, Carmen Balcells. A ella dedic¨® Del amor y otros demonios ("A Carmen Balcells, ba?ada en l¨¢grimas"). El escritor ha reconocido que esta mujer marc¨® la senda por la que deb¨ªa ir su carrera. Garc¨ªa M¨¢rquez, que siempre necesita escuchar manifestaciones de afecto, le pregunt¨® un d¨ªa por tel¨¦fono: "Carmen... ?me quieres?". "No puedo contestar a eso", dijo ella. "?Eres el 36,2% de los ingresos de la agencia!".
Marta Rivera de la Cruz (Lugo, 1970), escritora y periodista, autora de varias novelas y del texto de estas p¨¢ginas, publica el 5 de octubre 'La vida despu¨¦s' (Planeta). La trama de su nuevo libro gira en torno a la amistad entre una mujer y un hombre.
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