La fiesta interrumpida
Par¨ªs era una fiesta. "Los alemanes iban de gris, y t¨² ibas de azul", le dice Rick Blaine a su amada Ilsa en Casablanca. El gris de los uniformes de los alemanes acentuaba la grisura del cielo de Par¨ªs cuando C¨¦sar Gonz¨¢lez-Ruano lleg¨® a la ciudad en 1941. En los caf¨¦s, en los teatros, en los cabarets en los que hac¨ªa sus extra?os negocios, Gonz¨¢lez-Ruano advert¨ªa la mancha gris de los uniformes alemanes, y le extra?aba que en ninguna parte se observaran signos de la guerra. El 14 de julio de ese mismo a?o Ernst J¨¹nger se paseaba por Par¨ªs con su uniforme gris de capit¨¢n de la Wehrmacht y notaba complacido la alegr¨ªa de la gente que llenaba las calles y sobre todo, cuenta en su diario, el espect¨¢culo de las parejas de enamorados: Caminan estrechamente entrelazados y de vez en cuando vemos c¨®mo se inclinan el uno hacia el otro y se besan.
La guerra suced¨ªa lejos, les suced¨ªa a otros. Jean Cocteau se negaba resueltamente a que ese estr¨¦pito interfiriese en sus tareas creativas
Es l¨¢stima que en el repertorio de personajes que pueblan ese Par¨ªs alucinado en el libro de Alan Riding no est¨¦ C¨¦sar Gonz¨¢lez-Ruano
La guerra suced¨ªa lejos, les suced¨ªa a otros. Jean Cocteau se negaba resueltamente a que ese estr¨¦pito interfiriese en sus tareas creativas. Tambi¨¦n ¨¦l llevaba un diario: Por nada del mundo debe uno dejarse distraer de los asuntos serios por esa dram¨¢tica frivolidad de la guerra. En compa?¨ªa de su joven amante el actor Jean Marais Cocteau no se perd¨ªa ninguna fiesta o acto cultural en el que pudiera rozarse con las autoridades alemanas, militares o diplom¨¢ticas. En las fotos de una recepci¨®n en homenaje al escultor favorito de Hitler, Arno Breker, fabricante de h¨¦roes herc¨²leos de porte ario y masculinidad dudosa, la sonrisa y los rizos de Jean Cocteau se distinguen entre los severos dignatarios alemanes y los artistas e intelectuales franceses reunidos al efecto. Arno Breker y el muy altivo y muy servicial Albert Speer hab¨ªan acompa?ado a Hitler en su visita rel¨¢mpago a la ciudad reci¨¦n conquistada y desierta, en el amanecer de un d¨ªa de junio. Con una vulgaridad de turista del Apocalipsis Hitler se hab¨ªa hecho fotos en la torre Eiffel y se hab¨ªa emocionado ante la arquitectura de lujoso merengue de la ?pera.
Pero no todo era cursiler¨ªa retr¨®grada en la sumisi¨®n al vencedor. Que la modernidad est¨¦tica se corresponda de alg¨²n modo con el progresismo pol¨ªtico es una perdurable superstici¨®n que no resiste el contraste con los hechos. El m¨¢s moderno de los novelistas franceses, Louis-Ferdinand C¨¦line, era tambi¨¦n el m¨¢s hist¨¦rico ultraderechista, y mucho antes de la invasi¨®n alemana de Francia y del proyecto de la Soluci¨®n Final ya ven¨ªa clamando en voz alta y por escrito por el exterminio de los jud¨ªos. A C¨¦line lo sacaba de quicio que los nazis no fueran lo bastante nazis.
A Le Corbusier no llegaba a entusiasmarle que se persiguiera a los jud¨ªos, sin embargo, si bien consideraba que ellos mismos se hab¨ªan buscado la desgracia, por culpa, escribi¨® ese santo preclaro de la arquitectura, "de una ciega sed de dinero que ha corrompido el pa¨ªs". Mientras cientos de millares de fugitivos inundaban las carreteras hacia el sur o llenaban los campos de concentraci¨®n, y mientras en los pasos fronterizos y en el puerto de Marsella se jugaban la vida queriendo escapar algunos de los escritores, m¨²sicos, arquitectos y pintores del siglo, a Le Corbusier le falt¨® tiempo para presentarse en Vichy al mariscal P¨¦tain, con la esperanza de conseguir alg¨²n encargo a la altura de su talento, o al menos de su ambici¨®n, o de su vanidad.
La Nouvelle Revue Fran?aise volvi¨® a publicarse despu¨¦s de una breve interrupci¨®n, dirigida ahora por otro fascista visceral, Pierre Drieu la Rochelle. Que algunos de sus antiguos colaboradores hubieran sido asesinados, o estuvieran en la prisi¨®n o en el destierro, o no pudieran publicar porque su apellido era jud¨ªo, no se consideraba un impedimento ¨¦tico inevitable. Su editor, Gaston Gallimard, encontr¨® la manera de congraciarse con los ocupantes alemanes. Andr¨¦ Gide y Jean Giono escribieron en el primer n¨²mero que sali¨® despu¨¦s del armisticio. Un escritor que se neg¨® radicalmente a publicar nada mientras durara aquel oprobio, Jean Gu¨¦henno, escribi¨® con desprecio: La especie del hombre de letras no es una de las m¨¢s grandes entre las especies humanas. Incapaz de sobrevivir escondido durante mucho tiempo, vender¨¢ su alma por ver su nombre en letras de imprenta.
Como Mija¨ªl Sebastian en Bucarest o Viktor Klemperer en Dresde, Jean Gu¨¦henno eligi¨® escribir a lo largo de toda la ocupaci¨®n un testimonio secreto. Desde el lado del invasor Ernst J¨¹nger mantuvo el suyo. Exploraba las tiendas de anticuarios y las librer¨ªas de viejo. Asist¨ªa cada jueves a los almuerzos en casa de la multimillonaria americana Florence Gould y en ellos se sumerg¨ªa en una atm¨®sfera algo mareante de colaboracionistas fervorosos, aprovechados astutos, posibles resistentes. En la noche de la Ocupaci¨®n casi todos los gatos eran pardos. Algunas veces Ernst J¨¹nger, en sus paseos por Par¨ªs, encontraba una mirada de soslayo tan llena de odio que le provocaba un escalofr¨ªo: En todos los pa¨ªses hay ahora mismo gente que espera a que les llegue el momento de empezar su matanza. Visit¨® a Picasso en su estudio y se encontr¨® con un viejo diminuto y amable al que una gorra verde exageraba su aspecto de gnomo.
Par¨ªs era una fiesta para el comercio del arte. Las casas de subastas estaban m¨¢s atareadas que nunca, con tantas colecciones abandonadas o expropiadas. El mariscal G?ring ven¨ªa de vez en cuando a incautarse obras maestras para sus galer¨ªas personales o para el museo que se proyectaba fundar en Linz, la ciudad natal de Hitler. Entre tanto colaborador y tanto aprovechado, Rose Valland, funcionaria del museo del Jeu de Paume, una mujer solitaria en la que nadie reparaba, estaba tomando nota con callado hero¨ªsmo de cada una de las obras robadas por los alemanes.
Es l¨¢stima que en el repertorio de personajes que pueblan ese Par¨ªs alucinado en el libro de Alan Riding, Y sigui¨® la fiesta, no est¨¦ incluido C¨¦sar Gonz¨¢lez-Ruano, que encaja bien en su gama m¨¢s turbia. Aunque no ten¨ªa ocupaci¨®n definida viv¨ªa en un apartamento de lujo de doce habitaciones alquilado por nada a una familia jud¨ªa fugitiva, y dispon¨ªa de tres casas m¨¢s repartidas por la ciudad. Era un notorio simpatizante del Tercer Reich, pero un d¨ªa lo detuvo la Gestapo. Llevaba en su poder un fajo con doce mil d¨®lares, un pasaporte de una rep¨²blica sudamericana con el nombre en blanco, un brillante muy valioso. Estuvo dos meses en la c¨¢rcel y nunca explic¨® de verdad el motivo de su detenci¨®n.
Los mejores libros son los que conducen a otros libros. La lectura apasionante de Riding me ha hecho volver a las memorias de Gonz¨¢lez-Ruano, igual que a los diarios de J¨¹nger, y a desear encontrarme cuanto antes con los de Jean Gu¨¦henno. Una imagen queda al final, entre tanto hero¨ªsmo, tanta vileza, tanta frivolidad en medio de la matanza. Los aliados desembarcan en Normand¨ªa y la fiesta de la Ocupaci¨®n se ha terminado. El 17 de junio de 1944 J¨¹nger es testigo de la impaciencia con que C¨¦line exige que se le ponga a salvo en Alemania, y anota luego en su diario: Resulta curioso ver c¨®mo hombres capaces de pedir la cabeza de millones de personas con absoluta sangre fr¨ªa se pueden preocupar tanto por sus vidas miserables.
Y sigui¨® la fiesta. La vida cultural en el Par¨ªs ocupado por los nazis. Alan Riding. Traducci¨®n de Carles Andreu. Galaxia Gutenberg / C¨ªrculo de Lectores. Barcelona, 2011. 489 p¨¢ginas. 25 euros. antoniomu?ozmolina.es
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