En los reinos del cuento: una cronolog¨ªa personal
1969, o por ah¨ª: en el escaparate de una papeler¨ªa de ?beda me llam¨® la atenci¨®n una portada y un t¨ªtulo. Cuentos de terror, Edgar Allan Poe. La palabra terror y el nombre de Poe me sonaban de aquellas pel¨ªculas truculentas con Vincent Price. La portada, en la inolvidable colecci¨®n Libro Amigo, de Bruguera, parec¨ªa m¨¢s de pel¨ªcula de miedo que de antolog¨ªa literaria (pero yo ignoraba lo que era una antolog¨ªa y hasta probablemente lo que era la literatura): la foto de una calavera encima de la cual ard¨ªa una vela. La cera derretida se extend¨ªa sobre el hueso pelado. Ahorr¨¦ para comprar el libro y durante no s¨¦ cu¨¢nto tiempo fue mi ¨²nica lectura. Leer por primera vez Los cr¨ªmenes de la calle Morgue, El coraz¨®n delator, La barrica del amontillado o La ca¨ªda de la casa Usher cuando todav¨ªa se tiene la imaginaci¨®n modelada por los cuentos infantiles lo deja a uno tocado para siempre: el fulgor del misterio encerrado en unas pocas p¨¢ginas; la zona de sombra que rodea a las palabras escritas y que ni siquiera al final es disipada por ellas.
'El nadador', de Cheever, historia que se recuerda como larga y morosa
Alice Munro puede comprimir novelas enteras en dos o tres p¨¢ginas
El impacto de leer el principio de 'El Aleph', de Borges, todav¨ªa permanece
En la austeridad radical de Rulfo no parec¨ªa que hubiera ning¨²n artificio
- 1973. Un amigo de fuera que ha tra¨ªdo a nuestra ciudad interior la tentaci¨®n y el sobresalto de una m¨²sica pop que nosotros apenas hab¨ªamos escuchado hasta entonces -The Doors, Jimi Hendrix, The Animals- me da a leer una historia que no se parece a nada que yo haya le¨ªdo hasta entonces, escrita por un autor del que no s¨¦ nada. La isla a mediod¨ªa, de Julio Cort¨¢zar. S¨¦ que es otra forma de literatura, pero no acierto a saber por qu¨¦. Tiene misterio y casi no tiene argumento. Est¨¢ escrita en un idioma que fluye como fluye la m¨²sica en una buena canci¨®n. Termina y no termina. La sensaci¨®n que deja pertenece a la poes¨ªa casi m¨¢s que a la experiencia de lo narrativo.
- 1975. La fecha puede no ser exacta pero el lugar lo es. Granada, en los tiempos de la m¨¢xima infecci¨®n ideol¨®gica, cuando la lectura en los ¨¢mbitos en los que me muevo est¨¢ casi reducida a la prosa de los manuales marxistas y yo intento escribir teatro bajo el doble influjo obsesivo de Brecht y de Valle-Incl¨¢n, con resultados lamentables. No s¨¦ c¨®mo cay¨® en mis manos por primera vez un libro de Borges, El Aleph, en aquella edici¨®n con la portada en negro de Alianza. Me ca¨ª del caballo tan deslumbrado como Saulo. El impacto de leer el principio de ese cuento que da t¨ªtulo al libro todav¨ªa permanece. Lo puedo recordar de memoria: "La candente ma?ana de febrero que Beatriz Viterbo muri¨®, despu¨¦s de una imperiosa agon¨ªa que no se rebaj¨® ni un instante ni al sentimentalismo ni al miedo...".
- 1975, 76. La org¨ªa perpetua de los cuentos: Borges, una y otra vez, y despu¨¦s de Borges Bioy, con su aleaci¨®n ir¨®nica de lo cotidiano y lo fant¨¢stico, con su insistencia en la artesan¨ªa del oficio; y a trav¨¦s de Borges y Bioy los cuentos sucesivamente memorables de la Antolog¨ªa de la literatura fant¨¢stica. El aprendizaje del cuento como una maqueta en la que son visibles todos los elementos, como una m¨¢quina anal¨®gica que funciona gracias a un meticuloso mecanismo: el punto de partida y el final; la voz narradora; el sigilo de ir preparando los pasos de una revelaci¨®n; lo extraordinario o lo fant¨¢stico como una sugerencia o una posibilidad; la pureza constructiva de la narraci¨®n policial.
- 1975, 76. Rulfo, de pronto. Aquella austeridad radical en la que no parec¨ªa que hubiera ning¨²n artificio, aunque los hab¨ªa, pero muy sutiles, casi del todo invisibles. La verdad de la experiencia de la gente pobre sometida a la violencia, arrastrada por ella, despojada de todo, con la solemnidad impasible del que no tiene nada m¨¢s que perder. La voz de Macario, acord¨¢ndose de la leche en los pezones de su madrina; la del hombre que lleva a hombros a su hijo agonizante una noche de luna llena y le pregunta una y otra vez si no oye todav¨ªa ladrar los perros.
- 1976. Que no se me olvide Cort¨¢zar. Rayuela empez¨® a aburrirme hacia la mitad, pero viv¨ªa en los cuentos. En el escaparate de una librer¨ªa de Granada los hab¨ªan puesto junto a un volumen con los de Onetti, y durante meses los dos fueron inaccesibles. Con qu¨¦ fuerza pod¨ªa desearse un libro, con qu¨¦ constancia, d¨ªa tras d¨ªa, pasando junto al escaparate, comprobando con algo de alivio y esperanza postergada que segu¨ªan all¨ª. Casa tomada, Manuscrito encontrado en un bolsillo, Continuidad de los parques, Las babas del diablo. Lo dicho y lo no dicho. Y los cuentos brumosos de Onetti, contagiando por igual la melancol¨ªa, la desolaci¨®n, la ternura, la exigencia del estilo, la escritura desliz¨¢ndose como largo solo improvisado de Lester Young. La cara de la desgracia, Bienvenido, Bob...
- 1984, quiz¨¢s 85. John Cheever, William Irish. Gracias a una recomendaci¨®n muy atinada de alguien que sab¨ªa los descubr¨ª a la vez. La rapidez ¨¢cida de Irish, sus tramas policiales tan nihilistas como si las hubiera imaginado C¨¦line. La civilizada desesperaci¨®n de John Cheever, su capacidad de ¨¦xtasis ante las bellezas de la vida y su fondo de negrura alcoh¨®lica. Una historia que se recuerda como larga y morosa y tiene solo unas pocas p¨¢ginas: El nadador.
- 1989. Salinger, los Nueve cuentos. Me entusiasmaron entonces, volv¨ª a leerlos el a?o pasado y pens¨¦ que la primera vez no hab¨ªa entendido nada, no me hab¨ªa dado cuenta de lo buenos que son, hechos casi exclusivamente de misterio y silencio.
- 2001. Empec¨¦ a leer a Alice Munro porque me gust¨® el t¨ªtulo de un libro de cuentos y tambi¨¦n su foto en la solapa, esa mujer guapa, distinguida, de pelo blanco, de sonrisa ir¨®nica. M¨¢s todav¨ªa que Cheever, Munro puede comprimir novelas enteras y largos per¨ªodos de la vida en dos o tres p¨¢ginas, en el espacio en blanco entre dos p¨¢rrafos. No hay un escritor vivo ahora mismo que me guste tanto como ella. No hay cuento suyo que no me d¨¦ una envidia inmensa.
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