Apolog¨ªa desesperanzada de Europa
Junto con la cortedad de miras de los dirigentes pol¨ªticos, uno de los aspectos m¨¢s deprimentes de los ¨²ltimos desastres europeos es la indiferencia con que los ciudadanos contemplan los acontecimientos. Naturalmente, se muestran preocupados ante los reveses econ¨®micos y sociales que pueden afectarles, pero no hay indicios de que Europa sea, para los europeos, algo m¨¢s que una moneda que ha entrado en zona de zozobra. De ah¨ª que, cuando las alarmas se han disparado definitivamente, algunas gentes se hayan preguntado por lo que significar¨ªa la desaparici¨®n del euro y, sin embargo, nadie parezca preocupado por las consecuencias civilizatorias del fin del sue?o europeo, la verdadera cat¨¢strofe a la que, de no remediarlo, nos vemos abocados.
El ¨²nico camino posible es desplazar la centralidad del mercado por la de la democracia
Se quiere imponer el gran Moloch de la especulaci¨®n a todos los ciudadanos del mundo
El s¨ªndrome del barco inmediatamente antes del naufragio domina ya los gestos, de modo que, empujados por el miedo, retornan los nacionalismos m¨¢s feroces, sea por parte de los pa¨ªses que se consideran enga?ados, sea por la de los que se sienten despreciados y ofendidos. Cuanto m¨¢s amarilla es la prensa que se hace eco del descontento, mayores son las acusaciones, y lo peor es que los ciudadanos, contagiados o por propia iniciativa, ya empiezan a lanzarse los dardos unos contra otros. El buque roza el remolino con una tripulaci¨®n inepta y un pasaje enrabietado y ap¨¢tico.
Posiblemente la causa ¨²ltima de la deriva actual es la propia pobreza de la perspectiva espiritual que ha rodeado la construcci¨®n europea en la segunda mitad del siglo XX. Es cierto que se produjeron buenos ¨¦xitos en el proceso, como la supresi¨®n de las fronteras o la aceptaci¨®n de una moneda com¨²n, pasos capitales para avanzar en la promesa de la uni¨®n, pero en todo momento falt¨® la audacia y creatividad necesarias para dibujar un escenario verdaderamente ilusionante. Si desde una ¨®ptica econ¨®mica Europa consigui¨® una nueva prosperidad tras la II Guerra Mundial, culturalmente continu¨® siendo una potencia derrotada que perd¨ªa, d¨¦cada tras d¨¦cada, su pasada hegemon¨ªa. Max Ernst pint¨® maravillosamente bien la derrota europea en Europa despu¨¦s de la lluvia. Con los a?os, Europa se recobr¨® en lo material pero no en lo espiritual, de modo que el desolado paisaje pintado por Ernst adquiri¨® un nuevo simbolismo en la media centuria de
guerra fr¨ªa y dominio americano, durante la que los europeos se sumieron en una paulatina aculturalizaci¨®n que les ha hecho perder casi toda se?a de identidad.
La construcci¨®n europea apel¨® m¨¢s al est¨®mago que a la conciencia. Es verdad que en los primeros lustros hubo todav¨ªa estadistas de primera categor¨ªa. No obstante, cuando estos empezaron a escasear, se hizo evidente la fragilidad civilizatoria del proyecto europeo. Los avances en la comunicaci¨®n y en el intercambio mercantil no supusieron un reforzamiento decisivo de la idea futura de Europa: los europeos empezaron a viajar de una punta a otra del continente, a comprar productos de todas las regiones, e incluso a traspasar estudiantes entre las m¨¢s alejadas universidades, pero, parad¨®jicamente, este dinamismo no apuntal¨® una arquitectura s¨®lida que alojara un sentimiento com¨²n. Los europeos ¨¦ramos llamados europeos en Am¨¦rica o en Asia, pero en Europa segu¨ªamos sin sentirnos europeos pese al mastod¨®ntico despliegue de las instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Nuestro pasado era com¨²n y, sin embargo, nuestro presente era brumoso y nuestro futuro, incierto.
El desaf¨ªo sobresaliente que revel¨® este fracaso fue la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n Europea, documento que, en principio, deb¨ªa sancionar el tercer nacimiento de Europa -tras los imperios romano y carolingio- y que, en la pr¨¢ctica, se transform¨® en el en¨¦simo testimonio de una rutina burocr¨¢tica que no implicaba para nada el entusiasmo de los europeos. La Constituci¨®n Europea fue, finalmente, un texto as¨¦ptico que en modo alguno recog¨ªa la herencia espiritual y moral del continente, y que no ten¨ªa ninguna posibilidad de suscitar una adhesi¨®n activa de los ciudadanos que, en gran parte, ni siquiera saben que existe un documento de este tipo. Al contrario, la fantasmagor¨ªa de esa Constituci¨®n fue el recuerdo multiplicado del p¨¢ramo civilizatorio en que se hab¨ªa sumido Europa y el anuncio de que la fragilidad del edificio soportar¨ªa mal una sacudida como lo que ahora denominamos crisis. En consecuencia, cuando la sacudida se ha producido, los europeos, despavoridos ante lo que suced¨ªa en su bolsillo, no solo se han olvidado de esa europeidad que nunca llegaron a tener sinceramente, sino que acusan con amargura a la madre Europa de todos sus males.
Y no obstante, el hundimiento del proyecto europeo ser¨ªa lo peor que le podr¨ªa pasar al mundo, al menos desde el punto de vista de la libertad. Europa todav¨ªa est¨¢ a tiempo de explicar el porqu¨¦, y sobre todo de explic¨¢rselo a s¨ª misma. Como ciudadano europeo me hubiera gustado que, en un radical ejercicio de autocr¨ªtica, la Carta Magna europea hubiera recogido nuestro pasado colonialista y expoliador. Era un buen momento para aceptar ante el mundo que durante siglos Europa hab¨ªa saqueado a los otros continentes. Y asimismo era un buen momento para recordar al mundo la aportaci¨®n humanista e ilustrada, genuinamente europeas, a la libertad individual y a la democracia colectiva.
Era un buen momento y lo sigue siendo. En medio del torbellino de la llamada "crisis universal", llena de opacidades y equ¨ªvocos, el ¨²nico camino posible por parte de Europa es desplazar la centralidad del omnipresente mercado -protagonista espectral, pero absoluto- para devolver el eje de gravedad a la democracia. En esta operaci¨®n, fundamentalmente cultural, Europa todav¨ªa podr¨ªa ser fuerte y recuperar parte del amor propio desvanecido. Por contra, la definitiva disoluci¨®n del proyecto europeo dejar¨ªa v¨ªa libre a opciones totalitarias que gozan de un prestigio, hist¨®ricamente inesperado, como eficaces ant¨ªdotos frente a la crisis. Para Putin, para el Partido Comunista Chino o para los jeques ¨¢rabes la libertad es un estorbo para la buena salud del mercado. No hay duda de que un presupuesto de este tipo conduce directamente a la barbarie.
Y esta precisamente no debe ser la apuesta de Europa, si quiere ser fiel a lo mejor de s¨ª misma. Como patria hist¨®rica de la democracia, su vitalidad depende de su predisposici¨®n a proponer la libertad como la medida que siempre debe prevalecer sobre las dem¨¢s reglas del juego, en especial las leyes que quiere imponer el gran Moloch de la especulaci¨®n a todos los ciudadanos del mundo, incluidos, por supuesto, los adormilados, pusil¨¢nimes y ego¨ªstas europeos.
Rafael Argullol es escritor.
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