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Reportaje:

Un Nueva York para encontrarse

Elvira Lindo

Manhattan me hizo entender el mundo a trav¨¦s de los puntos cardinales, algo en lo que yo, con un desastroso sentido de la orientaci¨®n, jam¨¢s hab¨ªa reparado. Ahora que vivo en el oeste puedo entender la manera tan singular en la que los barrios de esta ciudad dividen su personalidad seg¨²n el sol incide sobre ellos. La gente del oeste (la m¨ªa, por as¨ª decirlo) suele observar con iron¨ªa a los habitantes del Upper East y encerrarlos en un estereotipo: blancos y ricos. Conservadores. Pijos. Por supuesto que hay gente que escapa a esta descripci¨®n, pero basta con caminar una tarde por Lexington, Madison o Park Avenue para confirmar que el estereotipo responde a una realidad tozuda y evidente.

"En Riverside Park se instal¨® la familia Lorca tras abandonar Espa?a"
"Exalta en exceso los ¨¢nimos y hace promesas que luego no cumple"
"En el Barney Greengrass me he sentido abrigada en los momentos de desamparo"
"Hay algo en su m¨¢s ¨ªntimo mecanismo que te es ajeno"

Sea como sea, a m¨ª el prejuicio no me afecta. Disfruto de una condici¨®n privilegiada: soy neoyorquina por la familiaridad que siento ya con la ciudad y soy extranjera porque no tengo ra¨ªces aqu¨ª. Fueron muchas tardes caminando sola por estas avenidas para no experimentar ahora una cercan¨ªa emocional cuando paseo por ellas, a pesar de que me aburren enormemente las tiendas de firma de Madison, esa especie de catedrales de la moda en las que se ha de entrar con reverencia y donde suele haber tan pocos clientes que resulta imposible pasar desapercibido si entras a echar un vistazo.

Pero Lexington, sobre todo el tramo por el que paseo ahora, a la altura de la calle 70, ofrece una autenticidad que solo los neoyorquinos nost¨¢lgicos y sensibles advierten. Si Madison huele al dinero de las ricachonas de paso, Lexington huele al dinero del burguesote de costumbres asentadas. Suelo comenzar mi paseo en Corrado Bakery, que est¨¢ en la esquina noroeste de la calle 70. Cuando viv¨ªa en el lado este, recalaba aqu¨ª para tomarme un caf¨¦ y un bizcocho de zanahoria, esa masa s¨®lida y mullida, algo h¨²meda y coronada por una crema dulce de queso, deliciosa, que me hace preguntarme siempre a qu¨¦ viene la sequedad de los bizcochos espa?oles, que si no se mojan en la leche se quedan pegados al paladar. En cuanto hace un poco de sol, unas mesitas con sillas de forjado antiguo abrazan la esquina, y a uno le parece de pronto que est¨¢ en el centro de una ciudad de provincias.

S¨ª, eso es exactamente este entramado de calles que desembocan en Lexington: una ciudad de provincias con sus comercios s¨®lidos y un poco anticuados. A las siete y media de la tarde todas las tiendas est¨¢n cerradas. En Lexington no se acostumbra a relajar los horarios comerciales como ocurre en otras zonas m¨¢s tur¨ªsticas: este es un barrio de gente de orden, que cena pronto y es poco propensa a la vida nocturna.

Los escaparates de la avenida, a esta altura, tienen un aire de establecimientos antiguos, de esa ¨¦poca en que todav¨ªa el lujo pod¨ªa distinguirse de una ciudad a otra.

"Henry Miller, Opticians", reza el letrero, y aunque la tienda est¨¢ ya cerrada, en su interior se ve al ¨®ptico encorvado sobre la mesa donde manipula unas lentes. Puedo imaginar a sus padres, en los setenta, terminando un trabajo tambi¨¦n a deshora y adoptando la misma postura de concentraci¨®n, o incluso podemos ir m¨¢s atr¨¢s en el tiempo, a los a?os veinte, cuando el ¨®ptico que le dio nombre a la tienda, Henry Miller, no pod¨ªa sospechar que su nombre, nombre de ¨®ptico, acabar¨ªa por convertirse en una especie de marca de pensamientos obscenos.

Tiendas de manoletinas, dispuestas a la manera en la que anta?o se mostraban los zapatos, en hileras de baldas sencillas que permiten mostrar toda la variedad de colores. Bailarinas o manoletinas que se anuncian muy astutamente como si fueran de procedencia francesa, lo cual cuadra con el lujo algo rancio y cursi de Lexington, pero que lo m¨¢s seguro es que est¨¦n fabricadas en Espa?a. Un taller de zapater¨ªa que muestra en su escaparate hormas de zapato. Una barber¨ªa para caballeros diletantes. Tiendas de muebles caprichosos, de un historicismo a la europea, que busca distinguirse de la belleza ruda del mueble americano. Boutiques para se?oras ajenas a las ¨²ltimas tendencias, pero adictas al buen tejido: blusones de pechera bordada con pedrer¨ªa que bien podr¨ªan vestir el cuerpo de una Liz Taylor de los a?os setenta; ese tipo de mujer que quiere de pronto jugar al desenfado, incluso rozar el hippismo campestre, pero lo hace compatible con la pedicura, la manicura, el perfil cleop¨¢trico en los p¨¢rpados y unos cuantos joyones en los dedos.

Para valorar esta Lexington pobremente iluminada por la que avanzo ahora de camino al restaurante en el que he quedado con Antonio, hay que estar algo de vuelta de esa otra ciudad en la que solo lo nuevo despierta expectaci¨®n; tambi¨¦n hay que tener tiempo para perderlo paseando por un entramado de calles que no ofrecen ning¨²n elemento arquitect¨®nico especial, salvo un encanto discreto. Pero yo creo escuchar el eco, en la fisonom¨ªa de su peque?o comercio, de un car¨¢cter muy marcado de vida de barrio que se resiste a extinguirse por completo.

Llego a Swifty's, ese restaurante que un editorialista del Wall Street Journal me defini¨® una noche, mientras cen¨¢bamos, como "la quintaesencia del Upper East". No pude por menos que creerle, ya que ¨¦l en s¨ª mismo parec¨ªa ser tambi¨¦n parte de esa indefinible quintaesencia. Me sientan en una peque?a mesa al lado de la ventana porque, como suele ocurrir siempre que vengo, el sal¨®n de dentro est¨¢ copado por esos personajes que son la quintaesencia de Swifty's y del Upper East. Bebo un vino blanco mientras espero y pienso que, aunque esta me a no sea el lugar reservado a los clientes estrella, es un rinc¨®n privilegiado desde el que observar el pase¨ªllo que, en menos de una hora, comenzar¨¢n a ejecutar los comensales desde el sal¨®n interior hasta la puerta. Llega Antonio y pedimos. La comida de Swifty's no contiene demasiadas sorpresas. Pero todo es bueno, s¨®lido, en la tradici¨®n de Nueva Inglaterra: el tradicional pastel de cangrejo, las vieiras, la hamburguesa, en raciones que parecen ser el resultado de un pacto entre la desmesura americana y la frugalidad europea. Recuerdo que en uno de esos reportajes tan habituales en el New York Times que tienen la fascinante caracter¨ªstica de abordar prolijamente temas banales que no puedes abandonar a media lectura, recomendaban este restaurante en un reportaje sobre d¨®nde pod¨ªan los universitarios llevar a los padres que ven¨ªan de fuera despu¨¦s del acto de graduaci¨®n. Tras la cena como si fu¨¦ramos espectadores sentados en un palco ante el mismo teatro de la vida, vemos desde nuestra mesa de advenedizos c¨®mo van saliendo los elegidos. Los hombres visten un poco a lo capit¨¢n de yate: botonadura dorada sobre un blazer azul marino y esos zapatos que parecen zapatillas rancias de andar por casa con un escudo bordado en el empeine y que los hombres ricos algo extravagantes consideran el colmo de la sofisticaci¨®n. La primera vez que vi a un hombre calzar esos zapatos que suelen lucirsin calcetines fue a un Bot¨ªn, no al banquero, sino al hermano rico pero extravagante, y como yo entonces ten¨ªa menos mundo, no pude dejar de mirarle las zapatillas.

Entre las se?oras hay dos tipos: las que fueron operadas dr¨¢sticamente en la ¨¦poca en que los cirujla anciana Coco Chanel. Son ricas con pieles acorde¨®nicas. Ante nuestros ojos desfilan chaneles, s¨ª, chaneles que tienen ya varias d¨¦cadas y que visten a ancianas amojamadas que tiemblan siempre un poco al andar, como si en el techo de esta peque?a pasarela, que va del sal¨®n de los habituales a nuestra mesa al lado de la puerta, estuviera un titiritero moviendo los hilos de estas mujeres con movimiento de marionetas que a¨²n parecen m¨¢s viejas cuanto m¨¢s operadas est¨¢n. (...).

A menudo los visitantes primerizos de la ciudad llegan a la conclusi¨®n precipitada de que aqu¨ª no hay viejos, y eso les viene al pelo para confirmar el t¨ªtulo de Cormac McCarthy, convertido, m¨¢s all¨¢ de lo que contenga la novela, en una m¨¢xima, en un dogma de fe. Todo el mundo busca confirmar sus convicciones. No es pa¨ªs para viejos, afirman con frecuencia, y lo hacen como si fueran los primeros en pronunciar la frase mientras tomamos un caf¨¦ con tarta de queso italiana en el Caf¨¦ Reggio, que se encuentra en el coraz¨®n del ¨¢rea de la Universidad de Nueva York. Cu¨¢ntas afirmaciones no habr¨¦ escuchado yo sentada en uno de estos viejos sillones de terciopelo y respaldos trabajosamente torneados. Cu¨¢ntos de esos juicios implacables que se emiten tras observar la ciudad de manera superficial me han dejado pregunt¨¢ndome si la imagen de las ciudades o de los pueblos no depende de cuatro t¨®picos construidos y asumidos colectivamente por visitantes que llegan, pasan una semana y quieren marcharse a casa con un equipaje de opiniones rotundas. El hecho de que tantas veces se haya repetido esta misma conversaci¨®n en el Reggio, un caf¨¦ de 1920 que se jacta de haber iniciado a los neoyorquinos en el arte del capuchino, tiene su porqu¨¦: se encuentra a un paso de Washington Square, en el West Village, cerca del Soho, a un paso deTribeca, en el centro del itinerario que suele patearse el visitante. Es aqu¨ª mismo donde descubre, entusiasmado, que Nueva York es tambi¨¦n un entramado de callecillas con casas relativamente bajas, en el que todo parece estar hecho para enamorar al reci¨¦n llegado: las pasteler¨ªas, las peque?as boutiques caras pero con un encanto negligente y alguna librer¨ªa, como Tree Lives, en la que parece que est¨¢n a punto de entrar o acaban de irse Lou Reed o Patti Smith. Recuerdo haber pasado infinidad de tardes aqu¨ª, en el Reggio, divagando con los visitantes sobre el alma de la ciudad (o incluso sobre la del inabarcable pa¨ªs), escuch¨¢ndolos sobre todo a ellos, sinti¨¦ndome cada vez m¨¢s incapaz de afirmar o negar,porque seg¨²n ha ido pasando el tiempo me he dado cuenta de que conocerla es aceptar que la desconoces, que hay algo en su m¨¢s ¨ªntimo mecanismo que te es ajeno, de la misma manera en que uno siempre es un extra?o sentado a una mesa entre los miembros de una familia que no es la tuya, por muy sincero que sea el cari?o o la cercan¨ªa.

Mi barrio es en s¨ª mismo un pa¨ªs para viejos. Y para gente madura. Y para j¨®venes que no necesitan estar rodeados de otros j¨®venes, sino que disfrutan de este ambiente residencial en el que nada es cool, pero (casi) todo es aut¨¦ntico. Los viejos de Manhattan suelen estar en el norte de la isla; los j¨®venes, en el sur. Podr¨ªa reproducirse sobre el mapa manhatte?o aquella estampa cl¨¢sica de las edades de la vida que adornaba las casas de comienzos del siglo XX. Una escalera ascendente que comienza en sus primeros pelda?os con el nacimiento del beb¨¦ y el crecimiento del ni?o, que muestra en el escal¨®n m¨¢s alto el esplendor de la edad madura, y que va llevando al ser humano hacia la decrepitud seg¨²n desciende hasta llegar al ¨²ltimo paso de la vida, la muerte. Cu¨¢ntas veces no mirar¨ªa yo ese cuadrito en la casa de mi abuelo Salvador; cu¨¢nto no me ense?ar¨ªa esa imagen sobre el inapelable proceso de la existencia en los a?os en los que yo, como cualquier ni?o, habitaba en la infancia como si se tratara de un estado eterno. No de manera tan po¨¦tica y rotunda, pero s¨ª como una tendencia que salta a la vista, los viejos se dejan ver m¨¢s en el norte de la isla. En el noreste despliegan la extravagancia del dinero; en el noroeste, donde est¨¢ mi casa, la dejadez indumentaria que est¨¢ permitida en uno de los barrios m¨¢s progresistas y claramente diversos de Manhattan. Cuando hablo de diversidad no me refiero desde luego a ese concepto enga?oso que concibe la pluralidad como el abanico de distintas formas de ser moderno, ese multiculturalismo cool que se da en barrios transformados en escaparate de las ¨²ltimas tendencias, sino a la convivencia real de distintas edades, de clases sociales y de razas.

Le pregunto a Julia Newman, una amiga vecina del Upper West, si ella no aprecia que los restaurantes de nuestro barrio son mucho m¨¢s frecuentados por familias negras que los del Upper East. Se me ocurre la pregunta comiendo en Pisticci, un italiano estupendo, agradable y de ambiente confortable que hay en los alrededores de Columbia: a nuestro lado est¨¢ sentada una amilia negra con claro aspecto de dedicarse a labores profesorales. No es la primera vez que aprecio en Pisticci esa presencia que no se da en otras ¨¢reas de Manhattan; vengo aqu¨ª algunos fines de semana por la noche, como mi amigo Pablo, un cient¨ªfico argentino que investiga sobre la memoria espacial en el hospital de la Universidad de Columbia. Los s¨¢bados en la noche se puede disfrutar de la actuaci¨®n de una cantante discreta de jazz, que sabe hacer algo tan dif¨ªcil como cantar de fondo, y tambi¨¦n de esa diversidad de la que hablaba, que tambi¨¦n se respira en otros lugares cercanos del barrio como Flor de Mayo, el c¨¦lebre Carmine's o ese pub restaurante que tenemos a la vuelta de mi casa, Henry's. (...). Por su parte, Flor de Mayo es el restaurante al que acudimos nosotros cuando elcuerpo nos pide algo casero, y esa es la pretensi¨®n que deben de llevar las familias negras que pueblan las mesas. Algunos son negros de origen caribe?o, otros afroamericanos, y, de nuevo, se sientan ante unos platos con raciones que, al menos nosotros, jam¨¢s hemos podido acabar, aunque ya no vivimos esa desmesura con culpa, porquenos llevamos las sobras, la c¨¦lebre doggy bag, para comer de retales al d¨ªa siguiente. Aj¨ª de gallina, arroz, frijoles, aguacate y el mejor pollo asado (seg¨²n la New York Magazine) que se encuentra en la ciudad. Esto de "el mejor de la ciudad" es una coletilla habitual de esa prosa entusiasta que adorna las recomendaciones culinarias de la prensa americana: ?La mejor hamburguesa! ?El mejor s¨¢ndwich! ?El mejor perrito caliente de Nueva York! Tan poderosa es la manera de comunicar el entusiasmo que es bastante habitual comprobar c¨®mo cualquier joven, al poco tiempo de estar en la ciudad, asume como propia esa pueril catalogaci¨®n de lo supremo y empieza a establecer su lista de n¨²meros uno. De cualquier manera, certifico que el pollo asado de Flor de Mayo merece un puesto elevado en un supuesto ranking de pollos asados. Aunque no es el pollo el ¨²nico aliciente de este peque?o restaurante. Su aire de local modesto, la fidelidad de algunos clientes con los que vas coincidiendo, la amabilidad sin aspavientos de los camareros chino peruanos y una gran pecera con peces de caras y colores extraordinariamente raros y de tama?o considerable para una funci¨®n meramente decorativa lo convierten en un refugio apropiado para el invierno. Lo que a¨²n no he sabido analizar es a qu¨¦ se debe la afici¨®n de la clientela, sea cual sea su procedencia, a echarle vinagre a cualquier plato, a la ensalada, al c¨¦lebre pollo o la patata rellena. Es un misterio cuya resoluci¨®n no a?ade nada al esp¨ªritu de la ciudad, pero que a m¨ª me tiene intrigad¨ªsima. Y conviene, por qu¨¦ no, glosar el Henry's, el pub enorme y soso al que vamos siempre que no tenemos ganas de ir a ning¨²n sitio. La decoraci¨®n podr¨ªa ser la de un local de Virginia, de Delaware o de Washington. Tiene algo de americanismo decorativo en serie. La comida es buena, pero no memorable como para recordarla cuando est¨¢s muerto de hambre o cuando en Madrid te da un ataque de nostalgia. Hay diversidad racial. Un p¨²blico entradito en a?os que en los fines de semana se transforma en ambiente familiar. Unos cuantos habituales que conocemos de vista se acodan durante horas en la barra cada tarde-noche para entonarse sin prisa pero sin pausa a base de cervezas. Son las borracheras de largo recorrido tan habituales en los pubs neoyorquinos. Los s¨¢bados, un tr¨ªo de m¨²sicos del barrio toca jazz con mucha elegancia. Los huevos Benedict de los fines de semana son abundantes y deliciosos. Es relajante comerse unos huevos con salm¨®n y beberse un bloody mary mientras escuchas, por ejemplo, Take the A train,sabiendo adem¨¢s que nuestro apartamento est¨¢ solo a cien metros y la dulce modorra de la salsa bearnesa y del vodka no se esfumar¨¢ en el breve camino de Henry's al sof¨¢.

Antonio lleva a Lolita a orillas del Hudson para que espante a las gaviotas y ladre a las familias de gansos que aparecen en cuanto finaliza el deshielo y nos traen a la memoria inevitablemente los patos de Salinger en Central Park. Yo prefiero llevarla por el parque, entre los ¨¢rboles, o, mejor dicho, prefiero que me lleve ella a m¨ª, olisqueando la hierba y saludando a cualquier ser humano que le sale al paso. Conoc¨ª este parque hace 11 a?os, cuando vine a Nueva York con la intenci¨®n de escribir un libro para j¨®venes sobre Federico Garc¨ªa Lorca, y visit¨¦ esta calle, Riverside Drive, y este parque del Riverside, porque es aqu¨ª donde la familia Lorca vino a instalarse, una vez que abandonaron Espa?a. Vine a este parque porque era donde el padre de Lorca, don Federico, ven¨ªa a diario a fumarse su cigarro puro. Yo buscaba los ecos de todo eso: quer¨ªa pasear por el mismo sendero en el que el padre del poeta rumiaba su desgracia; quer¨ªa que el espacio me ayudara a ponerme en el lugar de alguien que en el tercer acto de su vida, cuando ya no espera sobresaltos salvo el de la propia muerte, se ve obligado a abandonar el mundo familiar de su pa¨ªs para venirse a una tierra desconocida con una lengua incomprensible. Y todo dejando atr¨¢s a un hijo y a un yerno asesinados. Jam¨¢s escrib¨ª el libro, pero s¨ª pens¨¦, o ahora creo que lo pens¨¦, que no hab¨ªa parque mejor que aquel, flanqueado por un r¨ªo, por un r¨ªo que fluye tan cerca de su desembocadura en el mar que se contagia de los olores mar¨ªtimos, de una niebla plateada que en invierno tiene el gris perla del fr¨ªo y en verano el gris ceniza y esponjoso del calor tan propio del horizonte atl¨¢ntico. La vida, en un quiebro inesperado, nos trajo hasta su orilla, con m¨¢s empe?o de Antonio que m¨ªo, porque a m¨ª la Universidad de Columbia me parec¨ªa algo remoto de la ciudad verdadera, como le ocurre siempre al forastero al principio, cuando no comprende el espacio y solo se siente c¨®modo viviendo en lo que ¨¦l considera el mismo centro. Nunca pens¨¦ que el territorio que acogi¨® a don Federico, a do?a Vicenta, a don Fernando de los R¨ªos o a do?a Gloria Giner ser¨ªa el m¨ªo. Lo camin¨¦ entonces como objeto de estudio y hoy lo camino porque es mi parque.

Como estoy sola y un poco perdida, recurro a un terreno conocido, a un lugar en el que siempre me he sentido abrigada en los momentos de desamparo: el Barney Greengrass. Solo su cartel, de una tipograf¨ªa c¨¢lida de los a?os treinta, me atrae como si fuera un luminoso, aunque Barney's nunca ha tenido ni tendr¨¢ un luminoso, porque cierra sus puertas a las cuatro de la tarde. Barney's se rige por principios inamovibles: no se reserva, no abre de noche, no se paga en la mesa, sino en el mostrador del delicatessen donde uno de los descendientes de la dinast¨ªa Greengrass te cobra, amable pero sin forzar la simpat¨ªa. Tampoco los camareros del Barney's hacen esfuerzos por ganarse su propina; sin embargo, de qu¨¦ manera misteriosa he conseguido hacerme un hueco en ese mundo tan sincero como ¨¢spero. Entr¨¦ en el local hace unos siete a?os, el primer invierno de esta vida neoyorquina, de la mano de un joven amigo cuya infancia se hab¨ªa desarrollado en el Upper West. De la misma forma que su infancia ol¨ªa al supermercado Zabar's, la sopa que tomaba su abuelo jud¨ªo deb¨ªa desprender el mismo olor a pollo y a bola de s¨¦mola que la que a diario preparan en Barney's. A partir de aquel mediod¨ªa helado de enero comenc¨¦ a ir, la mayor¨ªa de las veces, sola. Y tal vez fuera por eso que los camareros empezaron a tratarme como si fuera una clienta m¨¢s, con la misma con) anza y la misma prudente cercan¨ªa. M¨¢s tarde descubr¨ª que el Barney's hab¨ªa sido el escenario de algunas escenas memorables del cine, como aquella ) nal de Smoke, y escrib¨ª un art¨ªculo en el peri¨®dico sobre este sitio que era ya mi sitio en la ciudad. Al ir a pagar, la siguiente vez que fui, el due?o me dijo que estaba invitada invitada: el art¨ªculo les hab¨ªa llegado por unos amigos de Barcelona. Pero a¨²n eran m¨¢s emotivos los detalles de uno de los camareros, un muchacho joven que alternaba su trabajo en Barney's con una carrera incipiente de actor. M¨¢s de una vez ten¨ªa el detalle de poner sobre la mesa, sin decir nada o simplemente, gui?ando un ojo, unos blintzes, esas deliciosas cr¨ºpes rellenas de queso y acompa?adas de crema agria. El postre que seduce hasta a aquellos a los que no les apasiona el dulce. Empec¨¦ a ser la escritora espa?ola, la que com¨ªa sola o la que de vez en cuando llevaba a amigos. Si iba acompa?ada, el camarero con m¨¢s solera, un t¨ªo alto con los rizos permanentemente despeinados y una indisimulada impaciencia, se dirig¨ªa a m¨ª y dec¨ªa: "Entiendo que t¨² eres la jefa", para que yo decidiera por todos y abreviara el trance. Tambi¨¦n hab¨ªa otro camarero, letrista de canciones, que estuvo escribiendo una novela durante dos a?os; pero todos, el actor, el letrista o el consumado camarero, aceptaban que el Barney's no era ese tipo de lugar en el que los empleados deben recitar los especiales del d¨ªa como si fuera la letra de un musical o comunicarte que el plato que t¨² has elegido es su favorito. No, el estilo de la casa era y es contagioso: sobriedad y amabilidad sin excesos. El resultado es que cuando, por alguna misteriosa raz¨®n, te sientes particularmente mimado, se establece un lazo que se traduce en que hoy, d¨ªa de nubarr¨®n, de sentimientos encontrados con respecto al sentido de mi vida aqu¨ª, hoy, d¨ªa de espera, d¨ªa en que me gusta regodearme en mi fragilidad y en pensamientos da?inos, acudo atra¨ªda por sus letras de tipograf¨ªa de principios de siglo a que me traten como si mi presencia en esta ciudad fuera necesaria. Y as¨ª es exactamente despu¨¦s de casi un a?o sin venir, un a?o en el que el camarero actor ha estado probando fortuna en Los ?ngeles y el camarero letrista ha tratado de ganarse la vida escribiendo canciones y los dos han vuelto. No pregunto demasiado por no ahondar en lo que podr¨ªan ser intentos fracasados de cambiar de vida, como tantos otros que se producen a diario en esta ciudad que exalta en exceso los ¨¢nimos y hace promesas que luego no cumple.

El libro de Elvira Lindo sobre Nueva York, 'Lugares que no quiero compartir con nadie', sale a la venta el 19 de noviembre en edici¨®n de Seix Barral.

Perfil de Manhattan desde el puente de Williamsburg.
Perfil de Manhattan desde el puente de Williamsburg.XAVI MEN?S
El Empire State desde la Quinta Avenida
El Empire State desde la Quinta AvenidaXAVI MEN?S
El metro n¨²mero 1 a su paso por Harlem.
El metro n¨²mero 1 a su paso por Harlem.XAVI MEN?S

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabaj¨® en RNE toda la d¨¦cada de los 80. Gan¨® el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A coraz¨®n abierto'. Su ¨²ltimo libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PA?S y la Cadena SER.
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