Armando Morales, la mano que sue?a
El pintor nicarag¨¹ense fue ya en vida un gran cl¨¢sico
Armando Morales (Granada, Nicaragua, 1927), que falleci¨® el pasado mi¨¦rcoles a los 84 a?os, se consagr¨® como uno de los grandes pintores latinoamericanos del siglo XX hasta convertirse en un verdadero cl¨¢sico, uno de los grandes milagros del tr¨®pico centroamericano, porque se hizo pintor a s¨ª mismo en la Managua provinciana de los a?os cincuenta te?ida por el gris de la dictadura somocista, con una sola escuela de Bellas Artes mal provista, pero, y he aqu¨ª otro milagro, dirigida por un maestro ejemplar que hab¨ªa estudiado en Italia, Rodrigo Pe?alba. Desde esa humilde escuela partir¨ªa hacia su destino de pintor, en Nueva York, en Par¨ªs, en Londres, en Madrid y Barcelona, donde instal¨® sus talleres.
Su obra traduce sus recuerdos en im¨¢genes cargadas de misterio
Muy joven a¨²n fue premiado en la Bienal de S?o Paulo, cuando pintaba abstractos, la primera de sus etapas, y a partir de all¨ª fue capaz de entrar dentro de s¨ª mismo para explorar sus propios recuerdos, que tienen en sus telas la textura de los sue?os, un paisaje recurrente extra¨ªdo de las honduras de su memoria, el paisaje de su ciudad natal de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, habitado por ba?istas desnudas en la madurez de su edad, que nunca tienen rostro, caballos fam¨¦licos triscando la hierba en la costa desolada, el muelle antiguo que penetra en las aguas agitadas por un oleaje en sombras, un paisaje que repetir¨¢ en su obra con maestr¨ªa obsesiva.
Es a partir de la obsesi¨®n por el paisaje natal que todo lo nicarag¨¹ense que hay en Morales se convierte en universal. No hay color local en esta pintura que borra todo lo anecd¨®tico. Es la infancia siempre revivida de donde la memoria saca a flote esas mujeres sin rostro que se ocultan al secarse la cara con un pa?o tras salir de las aguas del lago. Sus pinceles trabajan siempre gracias a esa corriente que va de la memoria a la mano, un pintor de recuerdos que copia en im¨¢genes misteriosas lo que est¨¢ viendo de su pasado; por eso, quien se sit¨²a frente al cuadro donde las aguas rugosas del lago, con una rugosidad de animal viejo, se mueven inquietas bajo un cielo de borrasca, se adue?a de esa nostalgia.
Su memoria siempre est¨¢ buscando en los recovecos m¨¢s ¨ªntimos y remotos. Esos coches de caballos suyos siempre nos ense?an algo de desolaci¨®n y de abandono, como las ba?istas desnudas de carne frutal que ya empiezan a envejecer. Y luego las haciendas, donde la t¨¦cnica del color y de la composici¨®n lo que busca siempre concretar es el ayer perdido en la textura de los brocales de las pilas, en las paredes de las casonas, y ya presentimos, o tenemos la certeza, de que todo ha sido abandonado hace tiempo, que todo es materia del olvido y de la decrepitud, y fue un paisaje de esos el que puso como fondo en el retrato que pint¨® de Garc¨ªa M¨¢rquez, y en el de Carlos Fuentes, una manera de hacer entrar la pintura dentro de la literatura.
En mis primeras visitas al Museo de Arte Moderno de Nueva York siempre me encontraba con su Mujer entrando en el espejo, del que pint¨® no pocas versiones, ese cuerpo femenino desnudo, de una textura que parece trabajada poro a poro, frente a un espejo oval a cuya luna comienza a penetrar con las rodillas, porque est¨¢ de rodillas, transport¨¢ndose lentamente al otro lado, que ya sabemos es siempre el lado del misterio.
En nuestra casa de Managua tenemos una de esas mujeres entrando en el espejo, regalo suyo, y cada vez que paso frente a ella me detengo a contemplar el milagro de la imagen que se copia a s¨ª misma antes de desaparecer para siempre. Tambi¨¦n, en la misma pared, uno de sus caballos fam¨¦licos que trisca la hierba, restaurado de su propia mano. Las acuarelas, el estallido de colores de una guacamaya entre las ramas del frondoso chilamate de nuestra antigua casa en Managua. Mientras fue nuestro hu¨¦sped nunca dej¨® de pintar desde que rayaba el alba; una escena de barco y marineros en su viaje de los a?os ochenta por el r¨ªo Escondido. Y las dos portadas que hizo para las dos ediciones de mi novela Castigo Divino; y dos estampas en l¨¢piz de grafito de la saga de Sandino, que luego convertir¨ªa en un portafolio de grabados en color, aquel Sandino que, como el Gran Lago, el muelle, las ba?istas, los coches, las haciendas, viene desde sus recuerdos de ni?o.
Su padre era due?o de una ferreter¨ªa en la vieja Managua, y un d¨ªa lo llam¨® para que viniera a asomarse a la puerta. Al otro lado de la calle, el general Sandino sal¨ªa de la camiser¨ªa Ideal con los hombres de su Estado Mayor; ya hab¨ªa firmado la paz, pero le acechaba la traici¨®n. El due?o de la camiser¨ªa, simpatizante de su causa, quer¨ªa obsequiar a todos ellos unas camisas, y ven¨ªan de que les tomaran las medidas. Al lado de la camiser¨ªa hab¨ªa una cantina, frente a la que un fot¨®grafo los retrat¨®. Era el 21 de febrero de 1934 y esa misma noche ser¨ªa prendido y asesinado por ¨®rdenes de Somoza. El ni?o ten¨ªa siete a?os, y la escena quedar¨ªa fijada en su memoria igual que en la placa del fot¨®grafo; de all¨ª saldr¨ªa uno de los grabados del portafolio, Adi¨®s a Sandino.
El recorrido de Morales fue largo, completando ciclos en los que su maestr¨ªa fue siempre madurando, hasta llegar a las selvas amaz¨®nicas de grandes formatos, de cuya factura fui testigo en su estudio de Par¨ªs, un artesano que trabajaba de 10 a 12 horas diarias en un cuadro, selvas que ol¨ªan a frutas podridas porque compraba en el supermercado vecino mangos, pi?as, guayabas, y las dejaba descomponerse para poder oler lo que quer¨ªa oler, porque tambi¨¦n pintaba con el olfato. Y luego las tauromaquias, y Venecia, y los descendimientos de la cruz, como si al cerrar sus ¨²ltimos ciclos no hiciera otra cosa que volver a los cl¨¢sicos, prob¨¢ndose en ellos, porque ya era un verdadero cl¨¢sico.
La infancia rescatada de las profundidades del sue?o hasta convertirla en vigilia. La cabeza que vigila y la mano que sue?a.
Sergio Ram¨ªrez fue vicepresidente de Nicaragua y es escritor.
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