Ecos de Budapest
El pasado lunes, las circunstancias -unos obligados trabajos forzados- me llevaron a realizar un viaje de ida y vuelta a Par¨ªs en un mismo d¨ªa. Gajes del oficio, que suele decirse. Con el fin de contemplar como interesante un viaje que en absoluto lo era, me dije que iba a estar bien, al t¨¦rmino de aquel desplazamiento tan fantasmal, saber c¨®mo me sent¨ªa por la noche en casa cuando, habiendo pasado ¨ªntegramente el d¨ªa en Par¨ªs, me hallara sentado en la misma cama barcelonesa en la que, a las seis en punto de la ma?ana, me hab¨ªa vestido en la oscuridad para salir como un son¨¢mbulo hacia el aeropuerto.
Gracias a este leve est¨ªmulo, logr¨¦ de muy oscura ma?ana dejar mi casa e iniciar el intempestivo traslado. Nada es grande o peque?o sino por comparaci¨®n. En el vuelo hacia Par¨ªs trat¨¦ de relacionar el d¨ªa que me esperaba con alg¨²n otro ya vivido antes, pero pronto vi que era tarea in¨²til. Eso me dej¨® inquieto. Aquel viaje, por muy interesante que quisiera verlo, pod¨ªa terminar siendo algo bien peque?o. Pero bueno, ya se ver¨ªa. Por el momento s¨®lo sab¨ªa que tendr¨ªa una cierta p¨¢tina de viaje h¨²ngaro, porque eran de ese pa¨ªs todos los que me hab¨ªan invitado a aquella horrible sesi¨®n matinal parisina.
Para relajarme decid¨ª sumirme en la banalidad pol¨ªtica de las noticias de la ma?ana: casi todas giraban en torno al "d¨ªa despu¨¦s" de las elecciones generales espa?olas. Pero he aqu¨ª que de entre tanta noticia id¨¦ntica surgi¨® de pronto una diferente, relacionada con el caballo que en Tur¨ªn recib¨ªa latigazos de su due?o, el animal al que Nietzsche abraz¨® llorando el d¨ªa en que se volvi¨® loco. El director de cine h¨²ngaro B¨¦la Tarr hab¨ªa rodado un film, El caballo de Tur¨ªn, donde se hab¨ªa dedicado a contar con meticulosidad qu¨¦ hab¨ªa sido de la pobre bestia despu¨¦s del abrazo del fil¨®sofo. Por lo visto, Tarr narraba all¨ª las vidas cotidianas del cochero, de su hija y del caballo en las jornadas laborales siguientes al conocido incidente. Un film de hermos¨ªsimas im¨¢genes, pero tedioso a morir, seg¨²n aseguraba el propio B¨¦la Tarr, que dec¨ªa ser consciente de que la vida gris de unos campesinos piamonteses en el siglo XIX s¨®lo pod¨ªa ofrecer eso: puro tedio y la constataci¨®n de que cuanto m¨¢s nos alejamos de la luz de la locura m¨¢s plomiza se vuelve nuestra vida cotidiana.
A las tres de la tarde, cuando termin¨® mi trabajo, fui a comer con el grupo de profesores y alumnos h¨²ngaros a Le Champ de Mars, un restaurante cercano a la Torre Eiffel. No s¨¦ c¨®mo fue que terminamos pregunt¨¢ndonos si exist¨ªa realmente la normalidad, lo que me permiti¨® decirles a todos que para m¨ª los seres humanos tienen s¨®lo dos lados en verdad fascinantes: 1. haber sabido aceptar que seamos s¨®lo esto: unos pingajos, 2. haber inventado la palabra normal y aplic¨¢rnosla a nosotros mismos cuando de normales nosotros no tenemos nada. ?O acaso no hemos visto esa u?a peque?a de nuestro pie izquierdo? ?Por qu¨¦ aullamos a ciertas horas de la ma?ana? ?Qu¨¦ emoci¨®n nos empuja a eso?
-En lo que escribo intento desvincularme de todo lo que supone naturaleza, sentimiento o humanidad -sentenci¨¦ en un momento determinado, no negar¨¦ que con ¨¢nimo de vengarme de aquellos se?ores que me hab¨ªan hecho trabajar demasiado.
-?Y lo consigue?
Esto fue lo ¨²ltimo que o¨ª de ellos, porque poco despu¨¦s colocaron mi bolsa de viaje y a m¨ª mismo en un taxi cinco horas antes de que saliera el avi¨®n, es decir, los muy anormales se desembarazaron de m¨ª con una antelaci¨®n exagerada. No era l¨®gico ir al aeropuerto con tanto tiempo por delante y le indiqu¨¦ al taxista que se desviara y me dejara en la calle Od¨¦on. Por ella y otros lugares estuve despu¨¦s caminando errante m¨¢s de dos horas, sinti¨¦ndome solo y sucio y quiz¨¢s demasiado cargado con mi bolsa. Miraba con envidia a los clochards. Y bueno, lo peor vino cuando me estremeci¨® el tacto fr¨ªo, pegajoso y h¨²medo del cristal del lavabo del caf¨¦ Bonaparte. Tuve que hacer un gran esfuerzo para regresar a la calle. Para conseguir una m¨ªnima apariencia de normalidad, me dediqu¨¦ a sentirme Maigret en esas tardes en las que persegu¨ªa a un tipo sospechoso por todo Par¨ªs. Me imagin¨¦ grueso, pl¨¢cido, fumador de pipa, buen gourmet. Segu¨ª por toda la plaza de Saint-Placide a un tipo de aire h¨²ngaro. Y cuando ¨¦ste fue hacia el bulevar Saint-Germain tambi¨¦n le segu¨ª. Le vi bajar por la calle Saint-Beno?t, girar por la calle Jacob y despu¨¦s tomar la calle Seine, atravesar un puente y plantarse ante un caf¨¦ pr¨®ximo al Louvre. A las dos horas de seguir con gran profesionalidad al h¨²ngaro, comenc¨¦ a pensar que hasta sab¨ªa ya algo del sospechoso, y me dije que pronto le dar¨ªa el alto, le detendr¨ªa por caminar raro. S¨ª, esa ser¨ªa mi acusaci¨®n. Soy Maigret, le dir¨ªa, y usted anda raro y, adem¨¢s, es h¨²ngaro.
Siempre ha sido as¨ª. En los momentos m¨¢s dram¨¢ticos me respalda un soplo de humor que proviene muchas veces de mi propia desorientaci¨®n, de mi desesperaci¨®n, de la envidia que acabo sintiendo de los seres callejeros, de tantos transe¨²ntes felices que no se interrogan sobre su anormalidad.
Mir¨¦ el reloj y se hab¨ªa hecho tarde. Estir¨¦ los brazos y aull¨¦ como un animal, aull¨¦ como si me estuviera despertando. Luego fui a una parada de taxis y me dirig¨ª al aeropuerto. Unas horas despu¨¦s, volv¨ªa a estar en mi casa de Barcelona, sentado en la cama en la que, a las seis en punto de la ma?ana, me hab¨ªa vestido en la oscuridad para salir como un son¨¢mbulo hacia el aeropuerto. Mi mujer, al verme ensimismado, me pregunt¨® que tal me hab¨ªa ido el tour de force, mi ida y vuelta a Par¨ªs. "Bueno", dije, "por fin di con la pista h¨²ngara".
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