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Reportaje:El D?A EN QUE FUSIL?

"Apunt¨¦ a dar, a la cabeza, para ayudarle"

Era un militante de izquierda, ten¨ªa 21 a?os y estaba haciendo la mili. El destino le coloc¨® en un pelot¨®n de ejecuci¨®n. No huy¨®. Dispar¨® a matar. Era 8 de enero de 1972; hace hoy 40 a?os. Su historia le persigue. Ahora la cuenta en primera persona

Desfil¨¢bamos con la cabeza baja, el fusil colgado del hombro. Ese fusil que parec¨ªa abrasar, que a¨²n estaba caliente, aunque hab¨ªa pasado un buen rato desde que se hab¨ªa disparado. Qu¨¦ casualidad que el cami¨®n que nos hab¨ªa llevado estaba aparcado en cabeza de la fila, y todos ten¨ªan que esperar a que llegara el ¨²ltimo grupo, el nuestro. Todos los dem¨¢s soldados llevados a presenciar el espect¨¢culo estaban ya subidos a sus camiones, asomados al final de la caja, mirando muy serios al pelot¨®n que desfilaba. Una mirada a la vez de compasi¨®n y de miedo: miraban a los verdugos, al pelot¨®n de ejecuci¨®n, a los que hab¨ªan matado a otro soldado, a un compa?ero. Le podr¨ªa haber tocado a cualquier otro: no ¨¦ramos voluntarios, sino forzosos. Pero hab¨ªamos sido precisamente nosotros. Y ninguno hab¨ªa flaqueado, ninguno se hab¨ªa derrumbado o se hab¨ªa negado a disparar. Era el 8 de enero de 1972.

Yo estaba all¨ª, delante de Pedro, me hab¨ªan obligado a hacerme cargo de su vida. Por ¨¦l, por m¨ª, ser¨ªa r¨¢pido
Exp¨®sito hab¨ªa entrado a robar de noche en una casa, siendo sorprendido por una mujer y su hija. Las mat¨® con una azada
Para m¨ª, la culpable de estos horribles cr¨ªmenes era la sociedad que oprim¨ªa a aquel infeliz, la dictadura franquista
?C¨®mo boicotear aquel acto indigno? Consider¨¦ la posibilidad de montar un n¨²mero, de negarme a disparar
En el cami¨®n, de camino a Marines, nuestras caras eran largas. Nos pas¨¢bamos la botella de co?ac, apur¨¢ndola
En medio del terrible silencio le o¨ªmos preguntar, con los ojos vendados: "?Puedo arrodillarme?"
Escuchamos la orden de "?fuego!", y disparamos. Por una eterna fracci¨®n de segundo pareci¨® que el reo no ca¨ªa
A los soldados les obligaban a mirar el cad¨¢ver, a sentir que, si se portaban mal, ellos pod¨ªan estar all¨ª
M¨¢s informaci¨®n
"No tuve sensaci¨®n de cometer un crimen"

Circular¨ªan muchos rumores, historias, despu¨¦s del suceso. La famosa leyenda del cartucho de fogueo, que se hab¨ªa repartido a escondidas a uno de los soldados, con lo cual todos pod¨ªamos tener la esperanza de que nos hab¨ªa tocado, que nosotros hab¨ªamos disparado sin bala. Pero no cab¨ªa ese respiro: nosotros sab¨ªamos que todos los cartuchos eran de verdad: cada uno de nosotros hab¨ªamos llenado el cargador del CETME de munici¨®n "de guerra". S¨®lo nos quedaba el escape de disparar a fallar, de apuntar demasiado cerca o demasiado alto. ?Cu¨¢ntos lo har¨ªan? Yo no s¨¦ si fall¨¦, pero apunt¨¦ a dar, apunt¨¦ a la cabeza. Era la ¨²nica manera que ve¨ªa de ayudar a aquel pobre chico a acabar cuanto antes. ?ramos 15, qui¨¦n sabe cuantos le dieron en el mismo sitio. Quiz¨¢s no le di, despu¨¦s de todo. Pero yo estaba all¨ª, y el recuerdo de mi participaci¨®n en aquella historia, en aquel solemne acto de ajusticiamiento militar sigue amarg¨¢ndome algunos instantes de mi vida, cada a?o de los 40 que han transcurrido desde entonces. Aquel infeliz hab¨ªa cometido dos asesinatos, pero no por ello ten¨ªa que morir, y menos de aquella manera. Para mi desgracia, yo era seguramente el ¨²nico de los participantes directos que sent¨ªa que aquello era injusto, que era un crimen legalizado. El resto ten¨ªa el consuelo de pensar que se hac¨ªa justicia.

Mi mala suerte, el hecho determinante de que me tocara precisamente a m¨ª formar parte del pelot¨®n de ejecuci¨®n se produjo un par de d¨ªas antes. Yo era cabo segundo en el Regimiento de Artiller¨ªa n.? 17, de guarnici¨®n en Paterna, Valencia. Estaba en mi pueblo de residencia: por eso hab¨ªa hecho la mili "voluntario" en aquella unidad (a cambio de 6 meses m¨¢s de mili, pod¨ªas elegir destino: en aquella ¨¦poca te pod¨ªan mandar a la Marina dos a?os, o al S¨¢hara...).

Era el d¨ªa de Reyes, 6 de enero, de 1972, y estaba de guardia. Como cabo de guardia me tocaba organizar los turnos y efectuar los relevos, y dar la novedad al suboficial que mandaba el puesto de guardia del botiqu¨ªn, en la puerta trasera del acuartelamiento. Los ritos y rutinas eternos de esa instituci¨®n milenaria que es el Ej¨¦rcito.

A media tarde, el soldado que estaba apostado en la barrera, sin arma, vio llegar a un capit¨¢n en un coche particular que le hac¨ªa se?as de levantar la barrera. Obedientemente, el soldado le dej¨® pasar y le salud¨® marcialmente. Yo lo vi cuando ya hab¨ªa pasado, le dije al soldado que me ten¨ªa que haber llamado a m¨ª: "?Cabo de guardia!", que a esas horas no pod¨ªa entrar cualquiera, aunque llevara estrellas de oficial. Pero, como yo no ten¨ªa demasiado esp¨ªritu militar, no di parte al suboficial, para que no le metieran un paquete al soldado. Por eso, un poco m¨¢s tarde, el paquete lo recib¨ª yo: cuando el capit¨¢n apareci¨® por sorpresa en el despacho del teniente de guardia. Resulta que se trataba del capit¨¢n de cuartel, el m¨¢ximo responsable del acuartelamiento en ese d¨ªa, y hab¨ªa pillado en bragas (militarmente hablando) al oficial de guardia, el responsable de la seguridad y el blindaje del recinto. Le hab¨ªa colado un gol, vamos. La secuencia correcta habr¨ªa sido esta: al grito de "cabo de guardia" yo habr¨ªa comprobado que era un capit¨¢n que quer¨ªa entrar, y habr¨ªa llamado a mi vez al suboficial, que estaba haciendo la siesta en ese momento. Este deb¨ªa saber que se trataba del capit¨¢n de cuartel, nos habr¨ªa hecho formar presentando armas y, al tiempo que se abr¨ªa la barrera, le habr¨ªa soltado: "Sin novedad en la guardia". Inmediatamente, habr¨ªa llamado por tel¨¦fono al oficial de guardia, para que estuviera preparado y repitiera el ritual. Porque los ritos y los rituales reglados son muy importantes en el Ej¨¦rcito, tambi¨¦n para fusilar a un chico de veintipocos a?os, como tendr¨ªa ocasi¨®n de comprobar un par de d¨ªas m¨¢s tarde.

Bueno, pues me cay¨® un paquete. Al d¨ªa siguiente, al acabar la guardia, nos toc¨® presentarnos, al soldado de la barrera y a m¨ª, ante un oficial para que nos aplicara un correctivo. Fueron magn¨¢nimos, solo nos impusieron un d¨ªa de arresto, un d¨ªa entero que ten¨ªa que permanecer y dormir en el cuartel, sin poder salir a la calle. El compa?ero al que le tocaba cabo de cuartel aquel d¨ªa se alegr¨®: r¨¢pidamente, el cabo furriel de la bater¨ªa le quit¨® el turno y me lo pas¨® a m¨ª, no hab¨ªa necesidad de que se quedara ¨¦l. Aunque, para m¨ª, ser cabo de cuartel era un factor de riesgo a?adido, porque odiaba tener que mandar, y entre mis responsabilidades estaba la de ordenar la limpieza del local de nuestra bater¨ªa. Con lo que a veces acababa fregando yo, que lo ten¨ªa prohibido por llevar galones. Mi obligaci¨®n era mandar que lo hicieran otros, y si me pillaba el oficial me pod¨ªa caer otro paquete.

El d¨ªa 7 de enero de 1972, por la tarde, empezaron a circular rumores extra?os por el cuartel de Artiller¨ªa de Paterna (Valencia), donde estaba cumpliendo el servicio militar. Se ve¨ªa movimiento de oficiales, corrillos. Hicieron una cosa muy extra?a: nos hab¨ªan llamado a dos soldados de cada bater¨ªa del acuartelamiento para formar un destacamento, con uniforme de campa?a y correajes, y el fusil de asalto. Despu¨¦s de hacernos formar en el patio, sin aclararnos de qu¨¦ se trataba, se nos dijo que estuvi¨¦ramos localizables, que nos pod¨ªan llamar en cualquier momento. ?ramos dos cabos y diez soldados, creo recordar.

Al d¨ªa siguiente, 8, s¨¢bado, la mayor¨ªa de los soldados estaban en su casa, de permiso de fin de semana. Sin embargo, se les empez¨® a llamar a todos, para que se presentaran inmediatamente en el cuartel. Los rumores volaban. Se dec¨ªa que los estudiantes universitarios estaban de revuelta en las calles y que iba a intervenir el Ej¨¦rcito. Se dec¨ªa que hab¨ªa guerrillas en Ja¨¦n y que nos iban a mandar all¨ª... Yo era estudiante y militante de un grupo de izquierda: ya me habr¨ªa gustado que alguna de las dos cosas fuera cierta, pero sab¨ªa de sobra que ninguna era verdad.

La verdad se me hizo evidente a media ma?ana, cuando volv¨ªa de la puerta del cuartel, de recoger un bocadillo que me hab¨ªa tra¨ªdo mi madre (ventajas de hacer la mili en mi pueblo). Pasando por la zona noble del cuartel, me encontr¨¦ con un compa?ero del campamento de reclutas que estaba asignado a la oficina del coronel. Nos saludamos y comentamos la movida: ¨¦l s¨ª que ten¨ªa informaci¨®n de primera mano: "Van a fusilar a Exp¨®sito". Esto s¨ª que era cre¨ªble. Y adem¨¢s, en ese instante, comprend¨ª que me tocaba a m¨ª participar en el fusilamiento: esa era la finalidad del extra?o pelot¨®n que hab¨ªan formado sin decirnos para qu¨¦.

La comida del mediod¨ªa fue un caos, no estaban preparados para dar de comer a toda la guarnici¨®n, cuando normalmente solo una minor¨ªa se quedaba a comer, y, adem¨¢s, era s¨¢bado. Los rumores segu¨ªan volando, aunque poco a poco iba llegando el real, a pesar de la incredulidad general: era lo que menos quer¨ªa creer nadie. Yo tampoco quer¨ªa pensar demasiado en el tema, y creo que no cont¨¦ lo que sab¨ªa.

Nada m¨¢s comer nos llamaron a formar al extra?o pelot¨®n, y nos llevaron a la sala de oficiales, el bar privado de los militares con estrellas. Cada nivel jer¨¢rquico ten¨ªa su propio emborrachadero (?qu¨¦ otra cosa se pod¨ªa hacer para matar el tiempo encerrados en el cuartel!). Los suboficiales ten¨ªan tambi¨¦n su sala, y el resto ¨ªbamos al Hogar del Soldado, a beber el vino de la peor calidad. Entrar en el sancta sanct¨®rum de la oficialidad era otra de las cosas extra?as que nos estaban pasando ese d¨ªa. All¨ª nos esperaba el oficial m¨¢s antiguo, un teniente primero de avanzada edad, procedente de la escala de suboficiales. Teniente primero era un grado extinguido, darle ese grado era una forma de no ascender a capit¨¢n a ese advenedizo chusquero salido de la tropa y ascendido a fuerza de a?os (y supongo que de mucho esfuerzo; adem¨¢s, parec¨ªa buena persona). Tambi¨¦n estaba, con uniforme de camarero, un soldado asignado al servicio de la sala de oficiales. Estaba sirviendo co?ac en numerosos vasos, se entend¨ªa que eran para nosotros (creo que marca Soberano: era "cosa de hombres"). Pero estaba muy nervioso, la mano le temblaba y derramaba m¨¢s co?ac encima de la mesa que en los vasos: este chico tambi¨¦n sab¨ªa de qu¨¦ iba aquello.

Bien, a estas horas lo sab¨ªamos seguramente todos los afectados. El oficial nos lo confirm¨®: nos hab¨ªa tocado un penoso deber, pero ¨ªbamos a cumplir con ¨¦l como buenos soldados. Al fin y al cabo, ¨ªbamos a hacer justicia. Exp¨®sito hab¨ªa matado a dos mujeres indefensas y merec¨ªa la muerte. Primer argumento.

Por si alguien no lo ten¨ªa claro, la ejecuci¨®n era inevitable, nos hab¨ªa tocado, y lo mejor que pod¨ªamos hacer, por el condenado y por nosotros, era acabar el asunto cuanto antes. Segundo argumento.

Y a¨²n hubo otra argumentaci¨®n: se toc¨® la pistolera y advirti¨® de que ninguno hiciera una tonter¨ªa en el ¨²ltimo momento, que ¨¦l estaba atento, que ten¨ªa su pistola y que no vacilar¨ªa en utilizarla en caso necesario.

Se nos explic¨® el procedimiento. ?bamos a ir a marines, el campamento de instrucci¨®n de reclutas por el que hab¨ªamos pasado todos. Formar¨ªamos, traer¨ªan al reo, se nos ordenar¨ªa: "Un paso al frente, carguen, apunten y disparen". Si acert¨¢bamos a la primera, no habr¨ªa necesidad de repetirlo. Si estaba herido, pero no muerto, ¨¦l le dar¨ªa el tiro de gracia. Cuando el oficial comprobara que estaba muerto, ya habr¨ªamos acabado.

No se deb¨ªan fiar mucho de nosotros, pobres soldaditos, porque a?adieron al pelot¨®n a tres chusqueros, antiguos soldados reenganchados: un sargento primero, tambi¨¦n de avanzada edad (a este no le hab¨ªan dejado llegar ni a oficial), y dos cabos primeros de reenganche, de los m¨¢s antiguos. Por lo menos tres balas profesionales que deb¨ªan llegar a su destino.

Cuando pregunt¨® si hab¨ªa alguna duda, yo plante¨¦ una. Sal¨ª con uno de esos detalles absurdos que a veces me vienen a la cabeza en las situaciones dif¨ªciles. Le pregunt¨¦ si ten¨ªamos que recoger la vaina del suelo despu¨¦s del disparo. Parece esperp¨¦ntico, pero la pregunta ten¨ªa su porqu¨¦: desde hac¨ªa unos meses ten¨ªamos orden de recoger todas las vainas expulsadas del fusil despu¨¦s de los ejercicios de tiro, bajo severos castigos si faltaba alguna. ETA estaba robando armas y municiones de los cuarteles y estaban controlando estrechamente hasta la ¨²ltima bala. Yo pensaba en los soldados m¨¢s novatos, con m¨¢s miedo en el cuerpo todav¨ªa, rompiendo filas despu¨¦s de la solemne ejecuci¨®n, para buscar su casquillo. Evidentemente, el oficial contest¨® que no hab¨ªa que recogerlos. Aunque lo hice por los chavales, cabo veterano protector, m¨¢s de una vez me he arrepentido de no haberme callado, a lo mejor se les habr¨ªa deslucido un poco la solemnidad del acto.

Salimos de la sala de oficiales, camino ya del cami¨®n que nos ten¨ªa que llevar a marines. Recogimos la munici¨®n y llenamos los cargadores. Los dem¨¢s soldados del acuartelamiento ya estaban saliendo en sus camiones. Todos llevaban su fusil de asalto, pero sin munici¨®n.

La llamada al cuartel, y la presencia obligada en la ejecuci¨®n se hab¨ªa hecho extensiva a todas las unidades militares de Valencia. Iba a ser un acontecimiento castrense de primer orden: la ejecuci¨®n de un soldado ha sido tradicionalmente un instrumento decisivo para reforzar la disciplina, un escarmiento y una advertencia para todos los dem¨¢s. Esa era su principal funci¨®n, y de ah¨ª la solemnidad de que era revestida. Hay que decir que no se cumpli¨® estrictamente el reglamento militar, en este caso. Las ordenanzas especificaban que a un soldado ten¨ªan que fusilarlo sus propios compa?eros. En este caso, repartieron la mala suerte entre todas las unidades, para no se?alar a ninguna (dos soldados de cada bater¨ªa), adem¨¢s de excluir a los soldados m¨¢s antiguos, unos pocos voluntarios que hab¨ªan conocido a Exp¨®sito y que eran precisamente de mi propia bater¨ªa.

Efectivamente, cuando entr¨¦ en mi unidad de destino, la 4? bater¨ªa, en julio de 1971, hab¨ªa una taquilla precintada por orden de un juez militar. Me contaron la historia de Pedro Mart¨ªnez Exp¨®sito, un soldado de la bater¨ªa que estaba en prisi¨®n, esperando juicio, por asesinar a dos mujeres en un barrio de Gand¨ªa. La historia me sonaba algo, era una de las cosas m¨¢s gordas que hab¨ªan pasado recientemente. El desgraciado hab¨ªa entrado a robar de noche en una casa, siendo sorprendido por una mujer mayor y su hija de 16 a?os. Asustado, las hab¨ªa golpeado hasta la muerte con una azada que hab¨ªa cogido del huerto de la misma casa.

Reacci¨®n desproporcionada para un bot¨ªn rid¨ªculo: 347 pesetas. Esa desproporci¨®n, adem¨¢s de algunos informes m¨¦dicos, que documentaban la insuficiencia mental del chico, fueron argumentados por el abogado defensor para intentar rebajar la gravedad de la condena. Pero los jueces militares (el delito era civil, pero al ser un miembro del Ej¨¦rcito le juzgaban los militares) rechazaron los peritajes m¨¦dicos, as¨ª como cualquier petici¨®n de clemencia, y dictaminaron condena a muerte, confirmada inmediatamente por el capit¨¢n general. De alguna forma, la sentencia estaba decidida de antemano.

Para m¨ª, la desproporci¨®n del crimen, su falta de motivaci¨®n, eran pruebas de su incapacidad mental, as¨ª como su falta de astucia para ocultarse, la facilidad con que le pillaron... Hab¨ªa que a?adir, desde mi ideolog¨ªa de izquierdas, sus circunstancias familiares: miseria, falta cr¨®nica de dinero, imposibilidad de trabajar estando cumpliendo el servicio militar lejos de casa... Quiz¨¢ de forma demasiado determinista, para m¨ª, la culpable de estos horribles cr¨ªmenes era en ¨²ltima instancia la sociedad que oprim¨ªa a aquel infeliz, la sociedad de clases que le ten¨ªa en la miseria, la dictadura franquista... Por eso yo no estaba a punto de contribuir a "hacer justicia", sino, en todo caso, a a?adir otra injusticia m¨¢s.

He considerado siempre que aquella ejecuci¨®n fue un crimen, un asesinato p¨²blico, que no compensaba los cr¨ªmenes de Pedro. Pensaba que la ejecuci¨®n ten¨ªa, adem¨¢s, una fuerte motivaci¨®n pol¨ªtica: muchas cosas se estaban moviendo en Espa?a, y eso pon¨ªa nervioso al Estado franquista, y a su principal brazo, el armado: el Ej¨¦rcito. Tres a?os antes (1969), las condenas a muerte del consejo de guerra de Burgos contra miembros de ETA hab¨ªan sido conmutadas por la presi¨®n internacional (y algo tambi¨¦n por la presi¨®n local: yo mismo hab¨ªa participado en alg¨²n salto en la ciudad de Valencia). Imagino que eso habr¨ªa llenado de rabia a la alta jerarqu¨ªa militar, que ten¨ªan ganas de fusilar (durante la guerra y en la inmediata posguerra se hab¨ªan despachado a gusto: era todav¨ªa esa generaci¨®n). Y lo pag¨® Pedro Mart¨ªnez Exp¨®sito. No s¨¦ si esta explicaci¨®n estaba muy forzada, pero as¨ª lo ve¨ªa yo.

?Qu¨¦ hacer, c¨®mo boicotear aquel acto indigno? Estuve considerando la posibilidad de montar un n¨²mero, de negarme a disparar, de intentar que mi rechazo trascendiera, que cuestionara el acto. Si hubiera sido un reo de "delito pol¨ªtico" quiz¨¢ lo hubiera hecho, exponi¨¦ndome a un dur¨ªsimo castigo. Pero habr¨ªa sido un acto militante que hubiera merecido la pena si se hubiera dado a conocer. En el caso de aquel pobre chico, en cambio, casi nadie hubiera entendido un acto de rebeld¨ªa contra la ejecuci¨®n; eso, en el caso de que alguien se hubiera enterado de mi acto. El debate sobre la pena de muerte estaba muy lejos de estar de actualidad, y para todo el mundo, el responsable de un crimen tan horrible merec¨ªa morir.

Podr¨ªa haber recurrido quiz¨¢ a alg¨²n enchufe, alegar alguna enfermedad para hacer que me quitaran del pelot¨®n: hab¨ªan escogido gente de sobra, seguramente ten¨ªan prevista alguna baja. Por alguna raz¨®n no lo hice: quiz¨¢ mi mala conciencia por ver morir a ese chico me castigaba a no eludir el odioso acto de la ejecuci¨®n.

En el camino a marines, en el cami¨®n, nuestras caras eran muy largas. Nos pas¨¢bamos la botella de co?ac, apur¨¢ndola: yo hab¨ªa pedido permiso para llev¨¢rmela de la sala de oficiales. Mis compa?eros se repet¨ªan unos a otros los argumentos del oficial: "Se lo merec¨ªa, hab¨ªa matado a dos mujeres indefensas, era un acto de justicia...". Yo callaba, no era cuesti¨®n de amargarles a¨²n m¨¢s la situaci¨®n a mis compa?eros, priv¨¢ndoles de una coartada moral. Ellos no se lo merec¨ªan.

Y llegamos al lugar del espect¨¢culo, porque de un espect¨¢culo se trataba. En la gran explanada de instrucci¨®n estaban formadas en cuadro todas las unidades militares, en una especie de L. Nosotros nos colocamos en fila, en el ¨¢ngulo de la L, esperando. Al poco, lleg¨® una furgoneta de la Guardia Civil, conduciendo al reo. Estaban tambi¨¦n su abogado y un cura. M¨¢s o menos, lo recuerdo as¨ª, porque nosotros ten¨ªamos que mirar al frente, pero mir¨¢bamos hacia arriba, hacia el cielo. Aunque, de vez en cuando, como de reojo, hacia abajo...

El abogado abraz¨® al reo, el cura le dijo algo... ¨¦l no parec¨ªa enterarse mucho, parec¨ªa como drogado. Tambi¨¦n hab¨ªa un oficial, que le vend¨® los ojos. En medio del terrible silencio le o¨ªmos preguntar, con los ojos vendados: "?Puedo arrodillarme?". El oficial, a su lado, parece que no le oy¨®, deb¨ªa de tener tambi¨¦n su parte de nervios. Tuvo que repetirlo, le dijeron que s¨ª, se arrodill¨®. Se retiraron todos: ¨ªbamos a intervenir nosotros.

Nos ordenaron dar un paso al frente, o¨ªmos los temidos "?carguen!" y "?apunten!". A la mitad de nosotros, a m¨ª entre ellos, nos hab¨ªan ordenado apuntar al pecho; a la otra mitad, a la cabeza. Yo desobedec¨ª, apunt¨¦ a la cabeza. Hab¨ªa decidido que, efectivamente, lo ¨²nico que pod¨ªa hacer por ¨¦l era ayudarle a acabar cuanto antes. Ya s¨¦ que no depend¨ªa solo de m¨ª, ¨¦ramos muchos, alguno le habr¨ªa dado, mi bala no hac¨ªa falta. Ten¨ªa la opci¨®n de intentar evadirme, disparar al aire, como si yo no tuviera que ver con aquello, como si estuviera all¨ª por casualidad, o junto a los otros soldaditos formados un poco m¨¢s lejos, obligados tambi¨¦n a presenciar el espect¨¢culo. Pero yo estaba all¨ª, delante de Pedro, me hab¨ªan obligado a hacerme cargo de su vida, o mejor dicho, a poner fin a su vida. Y, por ¨¦l, por m¨ª, aquello ser¨ªa r¨¢pido. Creo que lo ten¨ªa decidido antes de que el oficial nos pusiera ante la disyuntiva, nos diera argumentos adecuados para todas las conciencias... Porque, para mi desgracia, yo ten¨ªa mi propia opini¨®n, independientemente de lo que me dijeran: aquello era un crimen p¨²blico, alguien (quiz¨¢ ni siquiera los jueces militares) hab¨ªa decidido que hab¨ªa que matarlo, que fusilarlo, sin apelaci¨®n posible. Pensaba que a gusto habr¨ªa cambiado a Pedro por m¨¢s de un gerifalte de la dictadura franquista, incluso por aquellos oficiales de alta graduaci¨®n que hab¨ªan venido a presenciar el espect¨¢culo por libre.

O¨ªmos la orden m¨¢s temida, la de "?fuego!", y disparamos. Por una eterna fracci¨®n de segundo (entonces entend¨ª perfectamente el significado de este manido recurso literario) pareci¨® que el reo no ca¨ªa (?habr¨ªamos fallado todos?: imposible...). Pero no, con una lentitud extra?a, cay¨® blandamente. No recuerdo hacia d¨®nde: volv¨ª a mirar al cielo. Cuando el oficial al mando del pelot¨®n comprob¨® que estaba bien muerto (respirar¨ªa con alivio: se ahorraba dar el tiro de gracia) nos orden¨® dar un paso atr¨¢s. Pero no nos sacaron de all¨ª, a¨²n no hab¨ªamos terminado: segu¨ªa el espect¨¢culo.

Ahora vino lo m¨¢s horrible de todo el show: con banda de m¨²sica al frente (?tach¨ªn, tach¨ªn!) hicieron desfilar a todas las unidades, a escasa distancia del cad¨¢ver. Y al llegar a su altura (y a la nuestra) ordenaban: "?Vista a la derecha!". Les obligaban a mirar, a reconocer el cad¨¢ver, a sentir que, si se portaban mal, ellos pod¨ªan estar all¨ª, en el lugar de Pedro. Porque de eso iba todo: una ejecuci¨®n militar, el fusilamiento de un soldado, es un escarmiento colectivo, una demostraci¨®n de fuerza dirigida a toda la tropa, una exhibici¨®n de poder del mando.

Un amigo m¨ªo, que estaba entre los que desfilaban, luego me cont¨®: "Como soy un poco puta, yo s¨ª que le mir¨¦ bien, y ten¨ªa la cabeza reventada". No s¨¦ cuantas balas le dieron, no s¨¦ si entre ellas estaba la m¨ªa, yo s¨ª s¨¦ que apunt¨¦ a dar, pero no s¨¦ si fall¨¦ el tiro o mat¨¦ a ese hombre. Sin odio, m¨¢s bien con simpat¨ªa, como una especie de eutanasia. Pobre consuelo, peor que el de mis compa?eros, que pod¨ªan considerarse colaboradores de la justicia, de la ley y el orden. Maldije mi lucidez que me imped¨ªa sentirme entre los buenos. Pero no, ellos no estaban mejor que yo, se les notaba. Conforme desfilaban, las unidades asistentes al acto iban saliendo hacia los camiones. Nosotros salimos los ¨²ltimos, cuando ya lo hab¨ªan hecho todos, pero tuvimos que pasar por delante de la fila de camiones parados, el nuestro estaba al principio, para arrancar ten¨ªan que esperarnos. Los soldados, desde los camiones, nos miraban asustados, nosotros apenas mir¨¢bamos de reojo. Poco o nada hablamos en el viaje de vuelta al cuartel. Nos esperaba un s¨¢bado noche y domingo en casa. No s¨¦ si alguno lo disfrutar¨ªa. Yo llegu¨¦ a casa de mis padres, me acost¨¦ y dorm¨ª hasta bien avanzado el d¨ªa siguiente. Y el lunes, al cuartel, a seguir la rutina.

?Algo hab¨ªa cambiado en nosotros? ?Nos hab¨ªa marcado de por vida nuestra participaci¨®n en este fusilamiento? Supongo que s¨ª, desde luego, no nos pod¨ªa dejar indiferentes. Algo me ha amargado la vida, sin duda, no lo he contado mucho. Solo en algunas circunstancias, entre amigos ¨ªntimos, cuando se hablaba de la mili, me ven¨ªa el tema a la cabeza y me apetec¨ªa soltarlo. Muchos de mis amigos y familiares, en cambio, no conoc¨ªan esta parte de mi historia. No es que me averg¨¹ence, ni mucho menos me enorgullece, pero s¨ª que me duele. Imagino que les pasar¨¢ lo mismo a los dem¨¢s que participaron en aquello, aunque seguramente han podido olvidar mejor.

Hoy se cumplen 40 a?os de la ejecuci¨®n. Parece un buen pretexto para publicar mi historia. Espero que este relato sirva as¨ª para recuperar otro poquito de la memoria hist¨®rica de lo que fue el franquismo. Que, el que tenga inter¨¦s en ello, sepa c¨®mo eran estas cosas, c¨®mo es la ejecuci¨®n de una pena de muerte, y en especial la ejecuci¨®n militar. A m¨ª, cuando veo una ejecuci¨®n en alguna pel¨ªcula o documental, se me revuelven las tripas. Siempre he estado contra la pena de muerte y me han horrorizado las ejecuciones, tanto las administradas por el aparato legal de un Estado, como las llevadas a cabo por iluminados defensores de causas quiz¨¢ muy trascendentales, pero, en todo caso, dignas de acciones m¨¢s nobles.

Vicente Torres, en su casa de Benimamet, Valencia.
Vicente Torres, en su casa de Benimamet, Valencia.CARLES FRANCESC
Vicente Torres, durante la mili en el cuartel de Paterna.
Vicente Torres, durante la mili en el cuartel de Paterna.?LBUM FAMILIAR

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