Capitanes valientes, o no
Con el auge de las comunicaciones f¨¢ciles v¨ªa Internet y telefon¨ªa m¨®vil, la responsabilidad de un marino se diluye. Las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes est¨¢n sobre el terreno
La noche del 14 de abril de 1912, 99 a?os y nueve meses antes de que el Costa Concordia se abriese el casco en un escollo de la isla toscana del Giglio, el Titanic se hundi¨® en el Atl¨¢ntico Norte llev¨¢ndose a 1.503 personas. El abandono del barco fue desastroso. El capit¨¢n Edward Smith, que pese a 34 a?os de experiencia profesional se comport¨® m¨¢s como torpe gerente de un hotel de lujo que como marino, tard¨® 25 minutos en lanzar el primer SOS. Adem¨¢s, retras¨® la orden de abandonar el barco, disimulando esta de modo que la mayor parte de los pasajeros no advirti¨® el peligro hasta que fue demasiado tarde. Despu¨¦s, la falta de botes salvavidas, el mar bajo cero y los 25 minutos perdidos en la llegada del primer barco que acudi¨® en su auxilio, remataron la tragedia.
Al llamar a su armador dej¨® de ser un capit¨¢n. Era un pobre hombre que ped¨ªa instrucciones
Schettino abandon¨® su barco porque ya no era suyo. Porque, en realidad, no lo hab¨ªa sido nunca
Cuatro semanas m¨¢s tarde, en un art¨ªculo memorable publicado en The English Rewiew, Joseph Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento, reciente en aquellas fechas, del Douro: un barco m¨¢s peque?o pero con proporci¨®n similar de pasajeros. El Titanic se hab¨ªa hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capit¨¢n y tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en pocos minutos, la dotaci¨®n completa de capit¨¢n a mayordomo, menos el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se hundi¨® con el barco, sin rechistar, despu¨¦s de poner a salvo a todo el pasaje. Pero es que el Douro, conclu¨ªa Conrad, era un barco de verdad, tripulado por marinos profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la sangre fr¨ªa. No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos entre mozos, doncellas, m¨²sicos, animadores, cocineros y camareros.
Escrito hace un siglo, el comentario conradiano podr¨ªa aplicarse casi de modo literal al desastre del Costa Concordia. Pese al tiempo y los avances t¨¦cnicos que median entre uno y otro barco, muchas son las lecciones no aprendidas, las arrogancias culpables y las incompetencias evidentes para cualquier marino, aunque no siempre para los armadores e ingenieros navales: desmesura en los grandes cruceros, escasa preparaci¨®n de tripulaciones, fe ciega y suicida en la tecnolog¨ªa, o competencia profesional de los capitanes y oficiales al mando. En este ¨²ltimo aspecto, ciertos detalles en el comportamiento del capit¨¢n del Costa Concordia, Francesco Schettino, quiz¨¢ merezcan considerarse.
Todo capit¨¢n de barco tiene dos deberes inexcusables: gobernar su nave con seguridad y destreza y, en caso de incidente o naufragio, procurar el salvamento de pasaje, tripulaci¨®n, carga y, a ser posible, del barco mismo. Esa es la raz¨®n de que, en otros tiempos, un capit¨¢n pundonoroso se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo era garant¨ªa de que todo se hab¨ªa procurado hasta el ¨²ltimo instante. Y as¨ª, a un capit¨¢n capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy como ayer, un marino competente.
En la varada del Costa Concordia, en mi opini¨®n, el concepto de incompetencia se ha manejado con cierta ligereza. No creo que el capit¨¢n Schettino fuese un incompetente. Treinta a?os de experiencia y una ¨®ptima calificaci¨®n profesional lo llevaron al puente del crucero. Hac¨ªa una ruta conocida, y la maniobra de acercarse a tierra es com¨²n en esa clase de viajes. Adem¨¢s, una vez producida la v¨ªa de agua casi en la aleta de babor -lo que significar¨ªa que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro-, la maniobra de largar anclas a fin de que, con las m¨¢quinas anegadas y fuera de servicio, el barco bornease 180? con su ¨²ltimo impulso para acercar el costado a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente marinera y propia de buenos reflejos. El exceso de confianza, una mirada superficial a los instrumentos, pulsar dos veces una tecla en lugar de hacerlo tres, pudieron bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda, con una mole de 17 pisos y 114.500 toneladas, para que del error al desastre transcurriesen pocos segundos. Ning¨²n marino veterano puede afirmar que jam¨¢s cometi¨® un error de navegaci¨®n o maniobra; aunque este no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en aguas libres de peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el mal tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa Concordia, a solo un cable de la costa.
En los casos mencionados, incluso aplicando al capit¨¢n de una nave todo el rigor legal que merezca su error, es posible comprender la tragedia del marino. Simpatizar con ¨¦l pese a su desgracia. Pero lo que sit¨²a a cualquier capit¨¢n lejos de cualquier simpat¨ªa posible es su incompetencia o cobard¨ªa a la hora de afrontar las consecuencias del error o la mala suerte. Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con dignidad es vileza. Si un capit¨¢n est¨¢ para algo, es sobre todo para cuando las cosas van mal a bordo. Ah¨ª un marino es, o no es. Y Francesco Schettino demostr¨® que no lo era. Escapar a su deber y su conciencia fue una cobard¨ªa inexcusable, que en tiempos menos pol¨ªticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo habr¨ªa llevado a la soga de una horca.
Tengo una impresi¨®n personal sobre eso. Con el auge de las comunicaciones f¨¢ciles v¨ªa Internet y telefon¨ªa m¨®vil, la responsabilidad de un marino se diluye en aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos. El oficial del Costa Concordia que fue a comprobar cu¨¢nta agua entraba en la sala de m¨¢quinas inform¨® repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el capit¨¢n estaba ocupado con el tel¨¦fono. De hecho, buena parte de los 45 minutos transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la autoridad mar¨ªtima de Livorno (22.10) y la confesi¨®n final de que hab¨ªa una v¨ªa de agua (22.43), as¨ª como el cuarto de hora siguiente, hasta que sonaron las siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque (22.58), Schettino los pas¨® hablando por tel¨¦fono con el director mar¨ªtimo de Costa Crociere. Dicho de otra forma: en vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el capit¨¢n del Costa Concordia estuvo con el m¨®vil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa.
Mi conclusi¨®n es que el capit¨¢n Schettino no ejerc¨ªa el mando de su barco aquella noche. Cuando llam¨® a su armador dej¨® de ser un capit¨¢n y se convirti¨® en un pobre hombre que ped¨ªa instrucciones. Y es que las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes est¨¢n sobre el terreno, incluso en cuestiones de urgencia. Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talib¨¢n que le dispara, o a un pirata somal¨ª con rehenes, se atrever¨¢ a apretar el gatillo hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que est¨¢ en un despacho a miles de kil¨®metros. El capit¨¢n Schettino era pat¨¦ticamente consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban decisiones y asum¨ªan la responsabilidad se extingui¨® hace mucho, y de que las cosas no depend¨ªan de ¨¦l sino de innumerables cautelas empresariales: cuidado con no alarmar al pasaje, ojo con la reacci¨®n de las aseguradoras, con el departamento de relaciones p¨²blicas, con el director o el consejero ilocalizables esa noche. Mientras tanto, segu¨ªa entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habr¨ªa sido un "v¨¢yanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso del capit¨¢n sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y protocolarizados, no fue sino indecisi¨®n y vileza. Adem¨¢s de porque era un cobarde, Schettino abandon¨® su barco porque ya no era suyo. Porque, en realidad, no lo hab¨ªa sido nunca.
S¨¦ que puede hacerse una objeci¨®n comparativa a esta hip¨®tesis, y que precisamente es de ¨ªndole hist¨®rica: el capit¨¢n del Titanic tambi¨¦n se comport¨® con extrema incompetencia en el abandono de la nave, y su pasividad tuvo relaci¨®n directa con la muerte de millar y medio de pasajeros; sin embargo, Edward Smith no ten¨ªa tel¨¦fono m¨®vil. En 1912 solo hab¨ªa telegraf¨ªa de punto-raya en los barcos. Eso permitir¨ªa suponer que, en ese caso, las decisiones err¨®neas s¨ª fueron suyas. Quiz¨¢ lo fueran, desde luego; nada es simple en el mar ni en la tierra. Pero no por falta de comunicaci¨®n directa con sus armadores de la White Star. La noche del iceberg y la tragedia, a bordo del Titanic viajaba el presidente de la compa?¨ªa naviera. Que estuvo en el puente y sobrevivi¨® ocupando un lugar libre en los botes.
Arturo P¨¦rez-Reverte es escritor, navegante y autor de varias novelas y libros de tema n¨¢utico.
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