Boda en la mansi¨®n de los Astor
Chelsea Clinton se casa el s¨¢bado en Rhinebeck, un pueblecito del Estado de Nueva York
Desde hace un mes la prensa norteamericana ha volcado toda su atenci¨®n en un punto min¨²sculo del mapa. Se llama Rhinebeck y es el pueblecito del estado de Nueva York, situado a cien millas de Manhattan, en el que yo a diario echo de menos las galletas Chiquil¨ªn y los mejillones Cuca. A diario, televisiones, prensa, blogs y radio se preguntan qu¨¦ tendr¨¢ este lugar perdido en medio de un bosque, (una villa parecida a la de la maqueta del Ibertr¨¦n que nos tra¨ªan en Navidad los Reyes Magos), para que los Clinton la hayan elegido como lugar de celebraci¨®n de la boda de su hija. ?C¨®mo si no hubiese sitios para escoger en todo Estados Unidos! Pues hale: han tenido que pillar este rinc¨®n oculto del para¨ªso y pillar a los cronistas sociales con el paso cambiado.
Aqu¨ª estamos a punto de vivir lo m¨¢s parecido a un enlace real que puede producirse a este lado del Atl¨¢ntico. Se casa Chelsea Clinton y lo hace, faltar¨ªa m¨¢s, en una gran mansi¨®n. En una de las muchas que se levantan en la orilla este del Hudson. El mismo r¨ªo que desemboca junto a la Estatua de la Libertad, pero un poco m¨¢s al norte. En el valle donde la mansiones recuerdan todav¨ªa la ¨¦poca en que los multibillonarios como Vanderbilt (gracias al acero y al ferrocarril) no pagaban impuestos y pod¨ªan permitirse una casa de cinco plantas en la Quinta Avenida de Manhattan; una casona de verano en la playa de los Hamptons, pueblos costeros de la isla de Long Island; y una mansi¨®n en el campo que utilizaban apenas unos d¨ªas en oto?o para observar el cambio de color de las hojas de roble, arce y casta?o.
Mansiones que en algunos casos han pasado de generaci¨®n en generaci¨®n a trav¨¦s de la misma familia y a cuyos herederos actuales les resulta muy dif¨ªcil poder mantener. Es el caso del due?o de Rokeby, el polifac¨¦tico Ricky Aldrich, que alquila los graneros de la propiedad y las casas de servicio adyacentes a los estudiantes de la vecina universidad de Bard College para poder pagarle al fisco los 200.000 d¨®lares que se le van anualmente en el impuesto de bienes inmuebles.
Refugio de estrellas
La mayor¨ªa de las mansiones, sin embargo, conservan a¨²n su original esplendor. Unas, gracias a que estrellas del cine, la m¨²sica o el arte, como Robert De Niro o la fot¨®grafa Annie Leibovitz, han encontrado en ellas tranquilidad y refugio sin renunciar a un estilo lujoso de vida. Otras, porque los especuladores de Wall Street, esos que firmaron contratos con licencia para arruinar a media humanidad y clausulas que imposibilitaban su propia ruina; despu¨¦s de mandar al paro a tres millones y medio de almas en Estados Unidos, a¨²n pueden permitirse el lujo de mantener sus casitas de fin de semana. Y el resto, como es el caso de Edgewater, la maravilla arquitect¨®nica en la que Gore Vidal perfil¨® el gui¨®n de Ben Hur, pertenecen ahora a mecenas privados, al Estado de Nueva York o a fundaciones que las han ido adquiriendo con la ¨²nica intenci¨®n de preservarlas.
La mansi¨®n donde se casa la princesa Chelsea est¨¢ habitada. Vive un matrimonio muy agradable, Kathy y Arthur, que la compraron bastante deteriorada en 2005 por algo m¨¢s de 3 millones de d¨®lares y han dedicado estos cinco a?os a restaurarla. Est¨¢ a la venta por 12 millones desde hace meses pero no encuentran comprador. ?Demasiado cara? No es eso. 12 millones por esta joya no es nada si se compara con lo que pagaron hace un par de a?os una pareja australiana de reci¨¦n casados por otra construcci¨®n similar: Callendar House. Qu¨¦ va. ?Quieren saber el motivo?: no tiene espacio para aparcar coches. Como lo oyen. La antigua residencia de Jacob Astor, dise?ada en 1902 por el famoso arquitecto Stanford White (el personaje al que le pegaban un tiro por ad¨²ltero en la pel¨ªcula Rag Time), est¨¢ construida sobre una peque?a colina desde la que se observa una vista magn¨ªfica del r¨ªo Hudson y de la sierra de Catskill. Y, a esa altura, la edificaci¨®n no tiene mucho terreno a su alrededor. Lo justo para aparcar dos o tres coches. A lo sumo cuatro. No m¨¢s.
Desde la carretera comarcal se accede a la casa a trav¨¦s de un camino estrecho y serpenteante, bordeado de arces azucareros y acacias centenarias, que en su ascenso forma a ambos lados terraplenes que lo separan de los cientos de hect¨¢reas de praderas y bosque que componen el resto de la finca. O sea, que los invitados a la boda tendr¨¢n que aparcar a la entrada y recorrer en un carrito de golf el kil¨®metro generoso que distancia la carretera de la casa. Un engorro que quienes est¨¢n dispuestos a invertir una fortuna en una mansi¨®n hist¨®rica en el valle del Hudson no quieren asumir. Una casa de este tipo se la compra uno para montar fiestas y recepciones y, lo m¨ªnimo que pide, es que sus invitados puedan llegar a ella sin problemas. Sin embargo, para el FBI estas condiciones suponen un sue?o pocas veces alcanzable. Lo mejor para poder garantizar la seguridad en una fiesta en la que se va a congregar lo m¨¢s sonado de la vida pol¨ªtica y social norteamericana.
Una mansi¨®n segura
La casa, adem¨¢s, no puede resultar m¨¢s ¨®ptima a la hora de planear su vigilancia. El ala este de la finca limita con el r¨ªo Hudson. Un r¨ªo de ida y vuelta. Un aut¨¦ntico estuario de aguas dulces y saladas que alcanza los tres kil¨®metros de orilla a orilla y que se eleva dos metros y medio con las mareas. Con lo cual, si alg¨²n malevo intentara cruzarlo con perversas intenciones, las fuerzas de seguridad le pillar¨ªan una hora antes de que alcanzase su objetivo. El oeste de la mansi¨®n Astor lo bordea una carretera pr¨¢cticamente sin coches: Riverside Road. La polic¨ªa federal va a poder cortarla sin problemas y desviar el escaso tr¨¢fico a la vecina Route 9G. Y al norte y sur de la casa se abren enormes extensiones de pasto, rodeadas en las lindes por amplios bosques, donde los numerosos guardaespaldas resaltar¨¢n sobre el terreno como tachuelas en una m¨¢quina de pinball. Los privilegiados vecinos tampoco van a ser un problema e, incluso, algunos de ellos, como la cantante de Diez Mil Maniacos, Natalie Merchant, puede que est¨¦n invitados a la ceremonia.
El enclave natural facilita entender la elecci¨®n del lugar pero, a¨²n resulta leg¨ªtimo plantearse c¨®mo es posible que a un arquitecto de la talla de Standford White se le pasase por alto el detalle del aparcamiento. La respuesta tiene truco. La mansi¨®n de los Astor en la que se casar¨¢n Chelsea Clinton y Marc Mezvinsky no es en realidad la mansi¨®n de los Astor. La casa original, construida en medio de la gran pradera, desapareci¨® hace a?os en un devastador incendio. La madera es lo que tiene. Lo que queda es el casino; la casa de juegos que construyeron en la loma para entretener a las visitas. Una edificaci¨®n blanca de estilo neocl¨¢sico con grandes columnas en la puerta principal. Un palacio. Un recinto tan amplio que incluye en su interior una pista de tenis de tierra batida techada con un forjado modernista de cristal y hierro. Una mansi¨®n tan amplia que alberga una piscina cubierta de dimensiones oficiales, con suelos de m¨¢rmol y ventanales que dan a la inmensidad del r¨ªo que descubriera para Holanda el ingl¨¦s Henry Hudson. Una pasada. No he visto jam¨¢s nada que se le parezca si descontamos el castillo de Hearst en California.
El resto de las habitaciones estaban originalmente habilitadas para las mesas de billar y para los tapetes de las apuestas, pero el matrimonio Seelbinder, Kathy y Arthur, han convertido el casino en un verdadero hogar. Hoy la mansi¨®n de la boda cuenta con varios dormitorios, un despacho biblioteca con una chimenea de esas en las que te puedes meter dentro, un ba?o de esos en los que cuando silbas escuchas tu propio eco y la ba?era tiene patas, un comedor con mesa larga para que cenen sin apreturas cincuenta comensales y varios salones lujosos con molduras y l¨¢mparas de ara?a.
Lista de invitados
La Secretaria de Estado norteamericana conoci¨® el lugar cuando en ella le hicieron los ricos dem¨®cratas una fiesta para recaudar fondos para su campa?a electoral. Y debi¨® de quedarse entonces con la copla. No me extra?a. La belleza del lugar es para quitarle el hipo a cualquiera. As¨ª que Hillary ha debido de pedirles un ¨²ltimo favorcito a sus propietarios. De lo que no estoy seguro, porque todo el asunto se lleva bajo secreto de estado, es de s¨ª el matrimonio tiene derecho, por la cesi¨®n de la casa, a disfrutar del convite junto a Steven Spielberg y Barbra Streisand; o si, por el contrario, se quedar¨¢ fuera de la lista de 400 invitados. Le ha ocurrido a un amigo personal de Bill Clinton que se queja amargamente de haber sido considerado un buen amigo por el ex presidente cuando le pidi¨® prestado en numerosas ocasiones su jet privado, con piloto y combustible incluido, pero no lo suficientemente amigo ahora como para recibir una invitaci¨®n a la boda en el buz¨®n de casa.
Asuntos terribles para gente con preocupaciones ajenas a las que tenemos el resto de los mortales que, en el bello pueblecito neoyorquino de Rhinebeck, escuchamos con curiosidad los cotilleos. Mientras, sobrevuelan las casitas victorianas los helic¨®pteros, las c¨¢maras de televisi¨®n enfocan a los paseantes sospechosos de ser alguien y, misteriosamente, cierran temporalmente hoteles enteros, como el Belvedere, o no admiten reservas estos d¨ªas en restaurantes en los que no resultaba dif¨ªcil hasta ayer encontrar mesa.
Guillermo Fesser es autor del libro A cien millas de Manhattan publicado por la editorial Aguilar.
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