Kerouac en el cine
¡®En el camino¡¯ se convierte en pel¨ªcula proustiana. Una larga cinta de asfalto y palabras
Principios de los a?os 70. Un bar en la plaza Saint-Georges de Par¨ªs en el que a¨²n se adivinaba la sombra de Andr¨¦ Breton y al que acostumbraba a venir el maestro de nuestros maestros, Jean-Toussaint Desanti. En la atm¨®sfera, a¨²n queda un poco de aquel ¡°esp¨ªritu de mayo¡±, de aquella ¡°efervescencia de mayo¡± que anim¨® nuestra juventud. A¨²n queda un poco del entusiasmo de aquellos tiempos locos, de su poes¨ªa en acci¨®n, de sus intercambios de pasiones e impaciencias. Queda, ardiente como el primer d¨ªa, el deseo del arte contra la cultura, de la vida contra la supervivencia, de los libros que ayudan a vivir y no a morir. Todo sigue aqu¨ª, y a¨²n puedo verme a m¨ª mismo en este bar, junto a un joven militante mao¨ªsta llamado Marin Karmitz, que ya era autor de dos pel¨ªculas sobre la ley de los ¡°camaradas¡± y la obligaci¨®n de devolver ¡°golpe por golpe¡±. Estamos hablando sobre uno de esos libros de vida, legendario donde los haya, alimento para j¨®venes que rechazan la fatalidad de las vidas sin sentido, timoratas o apoltronadas en una vejez precoz, un libro que es como un breviario, un tratado de mundolog¨ªa para uso de las generaciones futuras: En el camino, de Jack Kerouac.
Con el tiempo, comprend¨ª que el libro que nosotros conoc¨ªamos, el libro que yo me hab¨ªa llevado en mi primer viaje a M¨¦xico junto con Bajo el volc¨¢n, de Lowry, y Viaje al pa¨ªs de los tarahumaras, de Artaud, no era el aut¨¦ntico, sino una versi¨®n censurada, edulcorada por el puritanismo de los editores norteamericanos de la ¨¦poca.
Comprend¨ª que su autor era un nost¨¢lgico o, tal vez, incluso un adepto de esa Iglesia cat¨®lica, apost¨®lica y romana cuya fervorosa obligaci¨®n le hab¨ªa sido transmitida por otra especie de ¡°vagabundo del Dharma¡±, Charles Baudelaire. ?Ah, el famoso ¡°I am not a beatnik, I am a Catholic¡± del prefacio de 1960 a El vagabundo solitario!
Comprend¨ª (m¨¢s tarde, mucho m¨¢s tarde, pues antes tuve que recorrer yo mismo otro camino, solo que espiritual o, en todo caso, filos¨®fico...) que aquel rollo de papel surgido de la boca de sombra de la m¨¢quina de escribir y que constitu¨ªa un largo y ¨²nico p¨¢rrafo, escrito de una tirada, sin puntuaci¨®n, evocaba inevitablemente a otro rollo ¡ª?y qu¨¦ rollo!¡ª. Tor¨¢... letras de fuego... comer el libro... la lecci¨®n de Ezequiel despu¨¦s de la lecci¨®n de Las flores del mal... un Kerouac casi jud¨ªo, prof¨¦tico... por supuesto.
Kerouac se hart¨® de su libro, lo maldijo, lo odi¨®
Comprend¨ª que esa pretendida literatura ¡°improvisada¡±, o ¡°directa¡±, o ¡°espont¨¢nea¡±, esa literatura sincopada, palpitante, escrita bajo los efectos del Dexamyl y mecanografiada, seg¨²n dec¨ªan, como Count Basie acariciaba el teclado o Charlie Parker soplaba el saxo, era una de las m¨¢s meditadas, concentradas, trabajadas y pulidas de todas. Comprend¨ª que sus modelos eran Joyce, Pound, Dostoievski, Rabelais, C¨¦line y, sobre todo, el tiempo perdido y recuperado: ¡°hacer exactamente lo que hizo Proust, pero deprisa¡±, un plan que dif¨ªcilmente podr¨ªa ser confundido con el de una literatura visceral...
Y m¨¢s tarde, mucho m¨¢s tarde a¨²n, en T¨¢nger, supe por boca de Paul Bowles que un d¨ªa Kerouac se hart¨® de su libro, lo maldijo, lo odi¨®. Hay libros as¨ª, dec¨ªa Bowles. En mi caso, El cielo protector. En el suyo, En el camino. Libros de vida que, al convertirse en libros de culto, se convierten tambi¨¦n en libros de muerte; libros m¨¢gicos, pero que terminan satur¨¢ndote, agobi¨¢ndote; libros que anulan tu deseo de escribir e incluso de vivir; libros condenados; libros que condenan; libros pesados como l¨¢pidas y que, al final, acaban contigo. En sus ¨²ltimos tiempos, Allen Ginsberg, su otro amigo, cre¨ªa ver en Kerouac ese terrible ¡°escalofr¨ªo mortal¡±.
Han pasado 40 a?os. Los hijos de Kerouac se llaman Dylan, Kurt Cobain, Tom Waits, Jim Jarmusch. Y el hijo del cineasta mao¨ªsta de comienzos de los 70, un cin¨¦filo tan rebelde como fuera su padre y cuyo nombre de pila expresa la eterna y gideana juventud que este le transmitiera, se ha adue?ado del libro y, conocedor de lo que nosotros ignor¨¢bamos y, probablemente, ¨¦l supo de inmediato, ha hecho de ¨¦l una importante obra cinematogr¨¢fica. Una pel¨ªcula proustiana. Una pel¨ªcula rimbaudiana. Una de esas pel¨ªculas (Rimbaud, precisamente... En busca del tiempo perdido... La condici¨®n humana, de Malraux... C¨¦line...) que siempre cre¨ªmos imposibles, mortinatas, inevitables serpientes marinas a las que regularmente alguien intentaba dar vida para, acto seguido, abandonar el proyecto. Pues no. Aqu¨ª est¨¢. No con Marlon Brando y James Dean, como so?ara Kerouac, sino con Garrett Hedlund y Sam Riley, hermanos menores de aquellos. No con Francis Ford Coppola, que compr¨® los derechos del libro en 1968, sino con un Walter Salles al que nunca hab¨ªamos conocido tan due?o de su arte. Y, al final, una magn¨ªfica oda al camino; un camino convertido en oda, pues ¡°camino¡±, en griego, se dice od¨®s; una obra de libertad, pero de una libertad que ya no est¨¢ ¡°al final del fusil¡±, como cre¨ªan nuestros padres y, m¨¢s a¨²n, los padres de nuestros padres, sino al final de este camino hecho lenguaje y, en el caso que nos ocupa, imagen. Lenguaje de asfalto y palabras. Una larga cinta de asfalto y palabras igualmente ardientes. Una materia fundida de s¨ªlabas y macad¨¢n inspirado. V¨¦rtigo norteamericano. Palma de la literatura hecha cine. Veremos.
Bernard-Henri Levy es fil¨®sofo franc¨¦s.
Traducci¨®n de? Jos¨¦ Luis S¨¢nchez-Silva.
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