Elogio de la pereza
La verdadera humanizaci¨®n de nuestras sociedades est¨¢ en el ocio, en la vacaci¨®n, en la disposici¨®n libre de nuestro tiempo para ocuparlo en lo que deseemos
En 1932, en su ensayo Elogio de la ociosidad, Bertrand Russell planteaba una situaci¨®n aleg¨®rica. Supongamos ¡ªdec¨ªa¡ª que un cierto n¨²mero de trabajadores fabrican al d¨ªa, en una jornada de ocho horas, todos los alfileres que necesita el mundo. Supongamos a continuaci¨®n que alguien inventa un artilugio que permite fabricar el doble de alfileres con el mismo esfuerzo. ¡°En un mundo sensato¡±, dec¨ªa Russell, ¡°todos los implicados en la fabricaci¨®n de alfileres pasar¨ªan a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo dem¨¢s continuar¨ªa como antes¡±: el empresario seguir¨ªa teniendo el mismo beneficio y los alfileres costar¨ªan lo mismo. En el mundo real, sin embargo, ya sabemos lo que ocurre: se despide a la mitad de trabajadores y se multiplica el beneficio.
Russell no era economista, y en su planteamiento hab¨ªa una falacia transparente. En primer lugar porque nunca es posible determinar cu¨¢ntos alfileres o cu¨¢ntas unidades de cualquier producto necesita el mundo: suele ocurrir que, al mejorar los m¨¦todos de fabricaci¨®n y abaratarse la mercanc¨ªa, se encuentran nuevos usos y se multiplica la demanda. Y en segundo lugar porque la econom¨ªa es una arquitectura terriblemente movediza que va desplazando siempre sus engranajes: los trabajadores sobrantes en la industria de los alfileres podr¨ªan emplearse en una industria derivada (la de los alfileres de corbata, por ejemplo), en una industria nueva (la del autom¨®vil estaba en pleno florecimiento en la ¨¦poca en la que Russell escrib¨ªa) o en otra actividad econ¨®mica diferente a la industrial.
Lo que ocurri¨® durante d¨¦cadas en las econom¨ªas capitalistas, de este modo, fue que los avances tecnol¨®gicos, adem¨¢s de incrementar los beneficios empresariales mediante la mejora de la productividad, posibilitaron la prosperidad de amplias capas sociales. Los profesionales y los obreros siguieron trabajando ocho horas diarias, como en 1932, pero pasaron de recibir salarios de subsistencia a mejorar poco a poco sus condiciones laborales: accedieron a viviendas cada vez m¨¢s dignas, compraron autom¨®viles y renovaron su vestuario cada temporada. Fue la era de gestaci¨®n de las famosas clases medias.
Ya no se habla de la civilizaci¨®n del ocio, sino de la cultura del esfuerzo
Pero todo ese rumbo id¨ªlico ten¨ªa que tener un l¨ªmite. En un mundo en el que las m¨¢quinas pudiesen hacer todo el trabajo ¡ªcosa que hoy en d¨ªa est¨¢ m¨¢s cerca de la realidad que de la ciencia-ficci¨®n¡ª, cabr¨ªa preguntarse de qu¨¦ se ocupar¨ªan los seres humanos. Si todos los alfileres y todos los coches y todos los frigor¨ªficos fueran fabricados apretando un bot¨®n, ?qu¨¦ har¨ªan los hombres y las mujeres? Algunos podr¨ªan ejercer como profesores, m¨¦dicos o cineastas ¡ªdando por supuesto que la inteligencia artificial nunca alcanzara a la humana¡ª, pero su n¨²mero ser¨ªa inexcusablemente corto. En un mundo as¨ª, el an¨¢lisis de Bertrand Russell dejar¨ªa de ser una falacia: la inmensa mayor¨ªa de los bienes y servicios se producir¨ªan sin necesidad de asalariados, convirtiendo la econom¨ªa, como dice Zygmunt Bauman, en una gran m¨¢quina de fabricar ¡°desperdicios humanos¡± que no tienen ning¨²n papel ¨²til que desempe?ar y ninguna oportunidad de ganarse la vida.
Este es el paisaje social que se presinti¨® en los a?os 90, cuando comenz¨® a hablarse del reparto del trabajo y de la civilizaci¨®n del ocio. Se nos anunci¨® el advenimiento de la felicidad: la revoluci¨®n tecnol¨®gica copernicana que se estaba produciendo permitir¨ªa que los seres humanos dejar¨¢n por fin de ganarse el pan con el sudor de su frente y se dedicaran a su familia, a sus aficiones y a sus placeres.
Qu¨¦ lejanos e irreales nos parecen ahora aquellos tiempos. Hoy se nos pide que trabajemos m¨¢s horas ¡ªpor menos dinero¡ª, que agrupemos las fiestas para no distraernos, que nos jubilemos m¨¢s tarde e incluso que no nos enfermemos si queremos cobrar nuestro salario. Ya no se habla de la civilizaci¨®n del ocio, sino de la cultura del esfuerzo. Como si hubi¨¦ramos mordido la manzana de alg¨²n ¨¢rbol prohibido, hemos sido expulsados de un para¨ªso que ni siquiera llegamos a conocer.
Visto con frialdad, sin embargo, todo parece un gran disparate: en los pa¨ªses desarrollados, las rentas del trabajo ¡ªes decir, la suma de todos los salarios que perciben los ciudadanos¡ª tienen cada vez menos peso en la riqueza nacional, lo que significa que se va engrosando crecientemente el n¨²mero de eso que Bauman llama ¡°consumidores defectuosos¡±, personas que no tienen dinero para gastar y que no contribuyen por lo tanto al funcionamiento de la econom¨ªa. Las rentas del capital, por el contrario, son cada vez m¨¢s grandes, pero como es imposible emplearlas en inversiones productivas, puesto que no hay ya compradores suficientes, se emplean en alimentar bolsas especulativas. Es decir, si todo siguiera as¨ª, acabar¨ªamos teniendo un gran productor de alfileres que no necesitar¨ªa a nadie para fabricarlos pero que, por la misma raz¨®n, no encontrar¨ªa a nadie que pudiera comprarlos. De este modo se cumplir¨ªan, en una versi¨®n postmoderna, las predicciones de Marx y Rosa Luxemburgo acerca de la l¨®gica autodestructiva del capitalismo.
Trabajar es un castigo divino, una maldici¨®n que empobrece la mayor¨ªa de las vidas
La ¨²nica respuesta sensata a este panorama desolador es la pereza. El enaltecimiento social de la ociosidad y la holgazaner¨ªa. Es posible que para competir hoy con China o con India tengamos que trabajar m¨¢s, pero si es as¨ª es porque antes se hicieron las cosas mal, porque se abrieron las compuertas de la globalizaci¨®n torcidamente, no porque haya sido inexorable. Vivimos en sociedades ya lo suficientemente ricas y tecnificadas como para que pueda considerarse con seriedad el establecimiento de una renta b¨¢sica universal, un salario que se cobre simplemente por ser ciudadano del pa¨ªs. Los suizos ¡ªque no son extraterrestres ni leninistas¡ª acaban de tomarlo en consideraci¨®n. Nos convertir¨ªamos as¨ª en rentistas de la herencia de nuestros antepasados, y nos podr¨ªamos dedicar, como los arist¨®cratas de antes, al diletantismo. Por supuesto, quien quisiera trabajar ganar¨ªa m¨¢s dinero, podr¨ªa comprarse coches de lujo y tener casas m¨¢s grandes. Pero lo har¨ªa por propia elecci¨®n, no por fatalidad.
Es falso que el trabajo dignifique. Trabajar ¡ªes la parte que m¨¢s me gusta de la Biblia¡ª es un castigo divino, una maldici¨®n que empobrece la mayor¨ªa de las vidas. Incluso las tareas m¨¢s nobles, como la creaci¨®n art¨ªstica, se convierten en algo desagradable cuando se hacen a cambio de un salario. La verdadera humanizaci¨®n de nuestras sociedades est¨¢ en el ocio, en la vacaci¨®n, en la disposici¨®n libre de nuestro tiempo para ocuparlo en lo que deseemos, sea hacer transacciones financieras delante de un ordenador o leer un libro debajo de un ¨¢rbol.
?se deber¨ªa ser a mi juicio el derrotero ideol¨®gico de la izquierda europea, como quer¨ªa Paul Lafargue: el elogio de la pereza. Impedir la competencia con pa¨ªses donde rige el esclavismo laboral, atajar la econom¨ªa especulativa y propiciar la distribuci¨®n racional del trabajo. Pero para ello, antes que nada, hay que reconquistar la senda de la cohesi¨®n social, porque no es que no haya dinero para pagar el bienestar, como se nos dice cada d¨ªa, sino que ese dinero est¨¢ mal repartido. Tony Judt recordaba que en 1968 el director ejecutivo de una compa?¨ªa como General Motors ganaba sesenta y seis veces m¨¢s que un trabajador medio de esa empresa, mientras que en nuestros d¨ªas el director ejecutivo de una firma semejante gana novecientas veces m¨¢s. Con estas cifras, las crisis ser¨¢n perpetuas.
Luisg¨¦ Mart¨ªn es escritor, su ¨²ltimo libro publicado es La mujer de sombra.
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