El timbre del lechero
En Rusia se evoca el tiempo de Stalin desde la distancia, con humor, sin peligro para nadie
Hablo de mis lecturas rusas, adolescentes, juveniles, tard¨ªas, en el Instituto Cervantes de Mosc¨², y se me acerca un joven armado de un instrumento electr¨®nico. Representa una radio de no s¨¦ qu¨¦ parte y me pide que le conteste a una pregunta precisa: usted estuvo en Mosc¨² hace alrededor de 18 a?os. ?Ha notado alg¨²n cambio en la ciudad durante este nuevo viaje?
Por supuesto que he notado cambios notables, muchas veces espectaculares. No ser¨ªa honesto negarlo. La ciudad se ve m¨¢s moderna, m¨¢s limpia, con las calles y avenidas en impecable estado, llena de edificios modernos importantes, mejor iluminada. Las grandes bas¨ªlicas que rodean el Kremlin parecen restauradas, con las c¨²pulas reci¨¦n doradas y pintadas. No s¨¦ si exagero, pero la impresi¨®n general que recibo es la de una modernizaci¨®n a gran escala.
El joven periodista pronuncia una palabra de agradecimiento y se dirige a otro lado. Es un probable funcionario, quiz¨¢ un agente de seguridad, pero le doy una respuesta razonable y no me siento acosado. Hay un progreso tangible, que no podemos negar, comentan intelectuales rusos de los viejos tiempos. Ahora, cuando suena el timbre de la casa a las cinco de la madrugada, no nos inquietamos. Ya no es la KGB. Suponemos que es el cartero o el lechero.
La situaci¨®n, en cualquier caso, obliga a revisar los lugares comunes, las ideas preconcebidas. Existe, por ejemplo, una nostalgia parcial, marginal, pero bastante notoria, del Gobierno de Jos¨¦ Stalin. Nadie quiere que vuelva el periodo del Gulag, nadie a?ora el terrorismo de Estado. Se nota, sin embargo, una actitud de orgullo nacional. Stalin resisti¨®, derrot¨® a los nazis, que alcanzaron a llegar a 28 kil¨®metros de Mosc¨², instal¨® en el esp¨ªritu de los rusos nociones ambiciosas, de la Santa Rusia como gran potencia mundial por primera vez en su historia. Dentro de este cuadro, Vlad¨ªmir Putin parece un continuador m¨¢s moderado, menos desp¨®tico. Las circunstancias le permiten actuar en esta forma, sin tanto drama, con un autoritarismo efectivo, pero m¨¢s bien disimulado, de guante blanco.
Putin act¨²a sin tanto drama, con un autoritarismo efectivo, pero m¨¢s bien disimulado, de guante blanco
Algunos ensayistas del siglo XIX y comienzos del XX hablaban, a prop¨®sito de la Am¨¦rica espa?ola, de los caudillos b¨¢rbaros y los caudillos ilustrados. Hac¨ªan la diferencia tajante, elaborada, entre un Melgarejo de Bolivia o un Getulio Vargas del Brasil. Quiz¨¢ Stalin se podr¨ªa definir como un caudillo b¨¢rbaro, a pesar de sus ¨¦xitos militares, y Putin, o la familia de los jefes de Estado al estilo de Putin, como caudillos ilustrados. Y muchos de los rusos de ahora creen que para ellos la ¨²ltima es la alternativa mejor: por eso votan como votan. Claro est¨¢, el fen¨®meno, contrario a las teor¨ªas, propio de las burlas de la historia, nos da materia de reflexi¨®n.
El ¨²ltimo d¨ªa de mi estancia en Mosc¨² he asistido a una funci¨®n de los Ballets Rusos en el peque?o Bolsh¨®i. Representaban El arroyo brillante, con coreograf¨ªa de Alexei Ratmansky y m¨²sica de Dmitri Shostak¨®vich. Es un ballet del a?o 1935, del per¨ªodo m¨¢s duro de Jos¨¦ Stalin, y transcurre en un koljoz, en una granja agr¨ªcola colectiva. Todo parece consistir en una exaltaci¨®n de la vida y del trabajo en el koljoz, donde se producen cosechas gigantescas, inveros¨ªmiles, capaces de levantar la econom¨ªa y de alimentar al sufrido pueblo sovi¨¦tico. Pero la versi¨®n es humor¨ªstica, ir¨®nica, llena de elementos de comedia y de elementos de s¨¢tira. El 6 de febrero de 1936, el diario Pravda, en su p¨¢gina editorial, publicaba un art¨ªculo con el t¨ªtulo de Ballet de la falsedad y acusaba al productor y a Shostak¨®vich, el m¨²sico, del grave pecado socialista de ¡°formalismo¡±.
El ballet fue eliminado de todos los repertorios y solo se ha vuelto a poner en escena en a?os recientes. Es algo parecido a la historia del timbre del lechero. Se evoca el tiempo de Stalin desde la distancia, con humor, sin peligro para nadie. Ni el core¨®grafo, ni el primer bailar¨ªn, ni la magn¨ªfica Mar¨ªa Alexandrova, ser¨¢n despertados por esbirros a las cinco de la madrugada. El p¨²blico aplaude a rabiar, incluso en medio de la funci¨®n, y parece que todos se retiran contentos. El fantasma de Stalin ha flotado por alguna parte, como en ¨¦pocas anteriores el de Iv¨¢n el Terrible, pero todo no ha pasado de ser una cuesti¨®n mental, una fantas¨ªa que tiene algo remoto que ver con la memoria y con la historia.
Pocas horas antes hab¨ªa visitado la casa de Tolst¨®i en Mosc¨². Me hab¨ªa quedado pensativo frente al enorme abrigo del novelista, forrado por dentro con la piel de un animal entero, colgado del perchero de la entrada. Otros fantasmas de la memoria permit¨ªan imaginar a ese personaje, enfundado en ese abrigo monumental, con su barba frondosa, hendiendo las hojas del parque con sus pesadas botas. Era la complejidad de un pa¨ªs de dimensiones diferentes. Tolst¨®i, arist¨®crata campesino, elimin¨® los adornos rococ¨®, afrancesados, vieneses y hasta los iconos tradicionales, enmarcados en l¨¢minas de oro, que coleccionaba su mujer, y escap¨® de la casa familiar a los ochenta y tantos a?os de edad, en compa?¨ªa de su hija predilecta, para irse a morir en una estaci¨®n remota.
Pocos entendieron el episodio en ese tiempo, y me parece que no muchos lo entienden ahora.
Jorge Edwards es escritor.
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