Algo de que alegrarse
Los estudios cient¨ªficos contienen una verdad indiscutible: hay que volver a la comida de casa
?En qu¨¦ piensas cuando tienes hambre? Si cierras los ojos y escuchas esa parte de tu est¨®mago que est¨¢ ligada al coraz¨®n, entendiendo coraz¨®n en su acepci¨®n sentimental, seguramente vendr¨¢ a tu memoria alg¨²n plato con el que te esperaba tu madre cuando volv¨ªas del colegio. Cada ni?o hambriento que emprend¨ªa el camino a casa llevaba flotando por encima de su cabeza, como ocurre en los tebeos, ese bocadillo visual que conten¨ªa sus deseos. Los de mi generaci¨®n todav¨ªa fantase¨¢bamos con encontrarnos al llegar los garbanzos con la sopilla de fideos, unas lentejas o aquellos viejunos filetes rusos, que fueron desplazados por las hamburguesas. Ese recuerdo que conecta el sabor y la infancia sigue intacto, aunque he observado que si, a la hora de la gusa, te paseas por una calle surtida de bares el indudable poder de los olores reales acaba borrando los olores de la memoria y eres capaz de comerte cualquier cosa. M¨¢s a¨²n en una ciudad americana en la que los lugares de comida barata inundan de aromas la calle y aunque racionalmente sabes que se trata del olor del pecado es posible que el est¨®mago act¨²e sin consultar ni a la cabeza ni al coraz¨®n. Los olores y sabores de esa comida de baja calidad est¨¢n estudiados para convertir a los adultos en ni?os y conducirlos al precipicio como as¨ª hiciera el fantasma de Hamel¨ªn. Son muchos los cient¨ªficos al servicio de las grandes firmas de comida preparada, de snacks, refrescos y dem¨¢s guarrer¨ªas para a?adir a esos productos las sustancias m¨¢gicas que los convierten en adictivos. Entre dichas sustancias est¨¢ una particularmente perversa: la que persigue que el consumidor no se sacie, que quiera m¨¢s. El efecto contrario de lo que nos provoca una manzana.
Por fortuna, mi memoria culinaria me educ¨® el gusto de tal manera que aunque pueda rendirme un d¨ªa, y sin remordimiento, a un almuerzo basurilla siempre ser¨¢ m¨¢s poderoso el deseo de comer una legumbre que sepa a legumbre y un pescado que sepa a pescado, sin que su sabor est¨¦ envuelto en una salsorra que siempre enmascara el gusto real y hace que el pollo sepa igual que el pescado. En un reportaje que el dominical de The New York Times le dedicaba a estos cient¨ªficos entregados al Mal, contaba uno de ellos, arrepentido, que hab¨ªa emprendido para redimirse una campa?a a favor de la zanahoria. Una penitencia c¨®mica: ?no es posible encontrar un t¨¦rmino medio entre las alitas de pollo del Kentucky Fried Chicken y entregarse a rumiar vegetales crudos como si fueras una vaca? No, no hay t¨¦rmino medio, en Estados Unidos la cultura del buen comer es tan escasa que cuando un ciudadano deserta de la comida r¨¢pida y se empieza a obsesionar con los alimentos org¨¢nicos y saludables convierte ese disfrute de la vida en un dogma de fe. Cada alimento entra en su boca por la simple raz¨®n de que tiene poderes antioxidantes, Omega3 o vitamina B, y no son escasas las tiendas de zumos de las que la gente sale con unos brebajes verduscos como los de las brujas de los cuentos.
Y, de pronto, esta misma semana aparece en los peri¨®dicos, en algunos en primera plana, como en el Times, que la buena salud no depende de las bondades de un alimento o de otro sino de la combinaci¨®n de todos ellos hasta conformar una dieta que resulta que es la mediterr¨¢nea. El estudio tiene sello espa?ol, se ha publicado en New England Journal of Medicine, y ha llamado la atenci¨®n de los suplementos de salud y gastronom¨ªa internacionales por unas conclusiones sensatas que contienen una verdad ya indiscutible: hay que volver a la comida de casa. La de toda la vida. La de una abuela.
Leo los alimentos que intervienen en esta dieta que se presenta como la mejor para las enfermedades cardiovasculares y no puedo por menos que sonre¨ªr reconociendo el men¨²: dos o tres platos de legumbres a la semana, ensaladas ali?adas con aceite de oliva, frutos secos, poca carne roja, pescado, fruta y vino. Siete vasos de vino a la semana. No todos de la misma sentada, obviamente. Se trata de disfrutar. Como dice el c¨¦lebre cr¨ªtico de vinos Erik Asimov, ¡°el vino es un placer. No deber¨ªamos necesitar el sello de un estudio cient¨ªfico para disfrutarlo¡±. Cierto. En estos momentos nuestras alegr¨ªas son escasas y es necesario alegrarse porque al fin se evoque a Espa?a no por el duque de Palma o por el Pocero sino por un trabajo realizado por investigadores espa?oles que aparece ilustrado con una foto de la barra de un bar de La Rioja. Necesitamos creer que aprendimos cosas buenas cuando ¨¦ramos ni?os, cosas terrenales y gustosas que sin ser excesivamente caras nos dejaron una herencia cultural que no solo no deber¨ªamos dilapidar sino que ser¨ªa una obligaci¨®n inaplazable exportar como propias. Necesitamos premiar y se?alar aquello que merece la pena, pero no para engordar un orgullo est¨¦ril sino para potenciar aquello que en alg¨²n momento nos hizo un pa¨ªs significativo donde se disfrutaba de peque?os placeres que conten¨ªan una sabidur¨ªa que en muchas mesas espa?olas se ha abandonado. Resulta que lo que vale es aquello que ten¨ªamos delante de los ojos, el plato humeante. Ese plato que desprende un olor maravilloso que llega ahora mismo hasta mi mesa de trabajo. Y es que en Nueva York se come bien. Sobre todo, en mi cocina.
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