Dieta y tentaci¨®n
Los que no conocen el men¨² mediterr¨¢neo desconocen que lo mejor de nuestra dieta es que de vez en cuando nos rendimos
Este art¨ªculo consta de dos partes bien diferenciadas y un sutil hilo que las une. Lo advierto para aquellos que piensen que la relaci¨®n entre una parte y otra est¨¢ tra¨ªda por los pelos. ?Y?
1) Est¨¢ ese individuo con mala baba que despu¨¦s de soltarte una groser¨ªa se apresura a darte una palmadita en el hombro y te dice, ¡°?pero que era broma!¡±. No solo te ofende sino que te acusa de carecer de sentido del humor. As¨ª ocurre en algunas ocasiones con ciertos personajes que se presentan a s¨ª mismos como humoristas. Si uno escribe un art¨ªculo en The Wall Street Journal que lleva por t¨ªtulo, Our Inalienable Right to Snarf Junk Food (Nuestro derecho inalienable a atiborrarnos de comida basura) y lo firma como Joe Queenan, escritor y humorista, est¨¢ sin duda protegi¨¦ndose de aquellos lectores que puedan considerarle un ignorante sin ninguna gracia. Como en algunos asuntos confieso que carezco de sentido del humor, lo primero que se me vino a la cabeza cuando le¨ª su columna fue el verso machadiano, ¡°desprecia cuanto ignora¡±. La de Queenan es una broma muy manida entre aquellos a los que se les llena la boca con la palabra libertad cada vez que se habla de instruir a las familias para que alimenten bien a sus hijos. Son esos mismos que apelan a la libertad para defender que cada cual se financie su propio sistema de salud cuando sobrevengan la diabetes, la obesidad o las enfermedades cardiovasculares. ?Eligen los pobres ser obesos? Leyendo la diab¨®lica manera en que esa comida est¨¢ preparada para convertirse en adictiva, una se da cuenta de que no existe tal libre albedr¨ªo. Al se?or Queenan le da miedo, si el Gobierno ¡°comunista¡± de Obama impone una monacal dieta mediterr¨¢nea, verse privado de la sagrada libertad de engrasarse los labios en Hooters, ese lugar lleno de ceporros que quieren comer alitas de pollo servidas por se?oritas con unas tetas como globos. Para rematar esta tronchante columna, el humorista aventuraba que quiz¨¢ si la gente en Espa?a se llenara la boca de comida basura no tendr¨ªa el 27% de paro. ?Festival del Humor!
Es una tortura. D¨¦jalo ahora que est¨¢s a tiempo¡±, dijo Philip Roth a un camarero que le ense?¨® su novela
2) Los detractores de la dieta mediterr¨¢nea no saben que las comidas tienden al remate marinero: unos cuantos barquitos de pan en el plato para apurar el aceite. La crueldad del humorista era expresada en The Lancet de esta otra manera: ¡°Los espa?oles est¨¢n azotados por la crisis pero tienen la esperanza de vida m¨¢s alta de Europa¡±. Los nihilistas argumentar¨¢n, ¡°?para qu¨¦ vivir m¨¢s?¡±. Por desgracia, el nihilista espa?ol da el co?azo durante m¨¢s a?os que el nihilista americano, que muere en la flor de la vida con la cabeza hundida en un Big Mac. Los que no saben de qu¨¦ va esto del men¨² mediterr¨¢neo desconocen que lo mejor de nuestra dieta es que de vez en cuando nos rendimos a las tentaciones. Mi tentaci¨®n no es exactamente una hamburguesa sino los bagels con queso crema y salm¨®n de los delis. Un bagel es ese bollo que pasadas cinco horas est¨¢ duro como una piedra. Uno podr¨ªa suicidarse at¨¢ndose un bagel al cuello y tir¨¢ndose al Hudson. Por ejemplo. Mi lugar favorito para esta tentaci¨®n es el Barney Greengrass, sobre el que ya he escrito en otras ocasiones pero que siempre ofrece nuevas y jugosas historias. Los camareros tienen a gala ser un poco bordes como prueba de autenticidad ¡ªal estilo de los camareros de La Mallorquina, en Madrid¡ª pero a m¨ª siempre me tratan como a una reina. Uno de ellos, Julian Tepper, es un joven escritor que hace un a?o me dej¨® las galeradas de una novela, Balls, llamada as¨ª porque trata de un hombre que tiene c¨¢ncer en un test¨ªculo. Ahora publica la segunda, pero hace unos meses fue el protagonista de una an¨¦cdota que transpas¨® las fronteras del viejo Barney¡¯s hasta llegar a las secciones de Cultura de peri¨®dicos europeos. Julian cont¨® en la revista The Paris Review c¨®mo Philip Roth, cliente de la casa, apareci¨® un mediod¨ªa para comerse sus habituales huevos revueltos con salm¨®n, cebolla y bialy, otro bollo parecido al bagel. El camarero Julian, admirador de Roth, hizo acopio de valor y se atrevi¨® a darle una copia de su libro. ¡°Balls¡±, dijo Roth, ¡°no s¨¦ c¨®mo no se me hab¨ªa ocurrido a m¨ª¡±. Dicho esto, trat¨® de disuadir al joven de dedicarse a la literatura. Le describi¨® el futuro que le esperaba como un infierno en el que la mayor¨ªa del material se desecha porque no es suficientemente bueno. ¡°Una tortura. Ahora que est¨¢s a tiempo¡±, le dijo, ¡°d¨¦jalo¡±. La cr¨®nica de Julian se reprodujo de esa manera v¨ªrica e incontenible que provoca la red y acab¨® en las p¨¢ginas de The Guardian. Incluso hubo alguna escritora, como Elisabeth Gilbert, que ironiz¨® sobre las exageradas palabras con las que el maestro describ¨ªa al alumno los sinsabores del oficio. Por fortuna, las palabras de Roth no hicieron mella en este joven atractivo y entusiasta que podr¨ªa escribir mil historias sobre la peculiar clientela de Barney¡¯s si no fuera porque el due?o quiere que los clientes sigan teniendo en este peque?o comedor un lugar en el recogerse y llenar el est¨®mago con sopas de pollo y pescados ahumados que protegen contra el fr¨ªo extremo del invierno. Comida grasa, rotunda, pero no basura. La comida de los inmigrantes de Europa del Este. La de los antepasados de Roth, a la que el viejo e iracundo escritor es fiel.
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