¡°Una buena historia nunca muere¡±
Escritor. Sin adjetivos. Pero tambi¨¦n uno de los padres del ¡®nuevo periodismo¡¯. El legendario reportero nos recibe en Nueva York para hablar sobre el arte de contar la vida
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El periodismo deportivo, g¨¦nero en el que Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932) brilla a la altura de los m¨¢s grandes, no es m¨¢s que una de sus facetas, pero la verdad es que en ¨¦l se encierra el ADN de su escritura: ¡°En el Estado de Nueva York, a unos noventa kil¨®metros de Manhattan en direcci¨®n norte, al pie de una monta?a, hay un antiguo club social abandonado. La pista de baile est¨¢ cubierta de polvo; los taburetes del bar, patas arriba, y nadie recuerda cu¨¢ndo fue la ¨²ltima vez que se afin¨® el piano¡¡±. As¨ª comienza El perdedor, uno de los 37 art¨ªculos que escribi¨® Gay Talese sobre Floyd Patterson y recoge El silencio del h¨¦roe, la antolog¨ªa de cr¨®nicas deportivas de este autor que ahora publica en espa?ol Alfaguara. Al escritor no le interesan los momentos de gloria que aureolan el pasado del campe¨®n mundial de los pesos pesados m¨¢s joven de la historia, sino las heridas que dej¨® en su alma el sabor de la derrota. ¡°El deporte¡±, dej¨® escrito Talese, ¡°trata de gente que pierde, vuelve a perder y pierde una vez m¨¢s. Se pierden encuentros; despu¨¦s se pierde el trabajo. Puede resultar muy intrigante¡±. S¨ª, ya lo sabemos, fue uno de los padres del nuevo periodismo. No es que la etiqueta est¨¦ gastada, sino que no vale a la hora de calibrar la estatura de este italo-americano de 81 a?os, autor de cr¨®nicas y libros memorables sobre la m¨¢s diversa variedad de temas que quepa imaginar (las interioridades de la redacci¨®n de The New York Times, la Mafia, los est¨¢ndares sexuales de los estadounidenses, la construcci¨®n del puente de Verrazano o las Torres Gemelas, la grandeza del anonimato en contraste con las peque?eces de la fama). Vital, generoso, de conversaci¨®n amena y desbordante, antes de iniciar la charla, Talese insiste en bajar unos momentos al b¨²nker, como denomina al s¨®tano plagado de cajas de cart¨®n donde conserva las decenas de millares de notas y documentos que integran su archivo. Hijo de un sastre y una modista, obsesionado por los trajes de otra ¨¦poca, casado con Nan Talese, una de las editoras m¨¢s reconocidas del mundo literario neoyorquino, con quien tiene dos hijas, si hay una palabra que resume todo lo que Gay Talese es y representa, basta con decir que es escritor. Sin adjetivos.
PREGUNTA: ?Cu¨¢l fue su primer trabajo?
RESPUESTA: Chico de los recados en la sede de The New York Times, en la calle 43. Mi trabajo consist¨ªa en llevar caf¨¦ y s¨¢ndwiches a los redactores y en llevar mensajes de un despacho a otro. Es el trabajo m¨¢s importante que he tenido jam¨¢s, porque me permit¨ªa ver los entresijos del peri¨®dico sin que nadie reparara en m¨ª. Era un edificio de 14 plantas que yo sub¨ªa y bajaba sin cesar. Ten¨ªa acceso a todas las secciones: circulaci¨®n, ventas, anuncios clasificados, el suplemento dominical, la revista de libros. La torre de marfil estaba en el ¨²ltimo piso. All¨ª ten¨ªan sus suites los altos cargos y los propietarios, la familia Sulzberger. Conoc¨ª a todo el mundo: editores, redactores jefes, operarios, linotipistas, impresores, los conductores de los camiones de reparto. Fui testigo de rivalidades, de luchas por el poder, huelgas, piquetes, todos los cambios que experiment¨® el peri¨®dico a lo largo de una d¨¦cada.
P: Sus a?os en The New York Times quedaron reflejados en El reino y el poder. ?C¨®mo fue el proceso de gestaci¨®n del libro?
Este presidente y todos mienten. siempre encuentran excusa para ello¡±
R: Hay un momento imborrable que lo cifra todo, la primera vez que puse un pie en la redacci¨®n, en 1953. Ante m¨ª se abr¨ªa el espacio gigantesco de la tercera planta, m¨¢s de 400 personas, hombres y mujeres, tecleando fren¨¦ticamente en sus m¨¢quinas de escribir, fumando sin parar, en medio de los timbrazos de docenas y docenas de tel¨¦fonos. Lo primero que pens¨¦ fue que aquel era el lugar con menos mentirosos por metro cuadrado de todo Nueva York. En Wall Street, en la Junta de Educaci¨®n, en el Ayuntamiento, en la Iglesia hay mentirosos a patadas, pens¨¦, pero aqu¨ª no. Dos a?os despu¨¦s, cuando se cumpli¨® mi sue?o de ser reportero, sent¨ª que pasaba a engrosar las filas de una profesi¨®n noble cuya m¨¢xima aspiraci¨®n es ser fiel a la verdad. No digo que siempre se consiga, pero ese es el ideal que da sentido a una instituci¨®n como el Times. El periodismo es una profesi¨®n honorable, y no estoy de acuerdo con quienes nos pronostican un futuro tenebroso, porque no hay nada m¨¢s importante que la verdad. ?Y qui¨¦n se ocupa de decirla? Los Gobiernos no, ciertamente. El presidente miente; no este, todos. Siempre encuentran excusas para hacerlo: la seguridad ciudadana, la defensa nacional; no podemos decir qu¨¦ estamos haciendo. Resulta ir¨®nico ver a Obama compungido porque el Senado no ha aprobado una ley que limite el uso de armas, cuando al mismo tiempo se dedica a enviar drones que sueltan bombas que causan la muerte de ni?os en numerosas partes del planeta. Si los peri¨®dicos no vigilan las acciones del Gobierno, ?qui¨¦n lo va a hacer?
P: ?Por qu¨¦ dej¨® The New York Times?
R: Sigo sinti¨¦ndome parte del peri¨®dico. Tengo all¨ª muchos amigos, tanto de los viejos tiempos, aunque muchos han muerto, como entre los m¨¢s j¨®venes. Dej¨¦ de trabajar all¨ª al cabo de m¨¢s de una d¨¦cada, porque hab¨ªa llegado al m¨¢ximo de mis posibilidades como reportero de plantilla. Lo que yo quer¨ªa escribir necesitaba m¨¢s espacio y m¨¢s tiempo, y eso es algo que no es posible hacer en un peri¨®dico. El tipo de reportaje que me interesaba escribir solo se pod¨ªa realizar en cierto tipo de revistas, y as¨ª fue como empec¨¦ a colaborar con Esquire, aunque ir¨®nicamente el primer trabajo que hice para ellos ten¨ªa que ver con The New York Times. Escrib¨ª un perfil sobre el periodista encargado de redactar los obituarios, un personaje an¨®nimo, que son los que m¨¢s me han atra¨ªdo siempre. El art¨ªculo se titulaba Mr. Bad News. Por aquel entonces tambi¨¦n colaboraba con Esquire Tom Wolfe. Fueron nuestros primeros pasos en una nueva forma de entender el periodismo.
La elegancia del hijo del sastre
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Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932), el hijo de Joseph y Catharine (en la imagen), un sastre y una modista, es una leyenda viva del periodismo. Empez¨® en el oficio como chico de los recados en la sede de The New York Times. Asegura que aquel fue el trabajo m¨¢s importante que ha tenido jam¨¢s, pues mientras llevaba caf¨¦s y s¨¢ndwiches a los redactores, as¨ª como mensajes de un despacho a otro, pudo conocer los entresijos del peri¨®dico sin que nadie reparara en ¨¦l.
De ese modo, silencioso y observador, capaz de encontrar grandes historias en las peque?as cosas, se convirti¨® en uno de los padres del nuevo periodismo. Entre sus textos memorables hay perfiles como Al¨ª en La Habana o Frank Sinatra est¨¢ resfriado, as¨ª como libros de la talla de La mujer de tu pr¨®jimo y Honrar¨¢s a tu padre.
P: Otra gran instituci¨®n neoyorquina para la que nunca ha dejado de escribir es The New Yorker.
R: Publican cosas que ninguna otra revista se atrever¨ªa a sacar. Siempre he colaborado con ellos. Cuando hace a?os nombraron a su director actual, David Remnick, un joven periodista a quien profeso un enorme respeto, me llam¨® para decirme que contaba conmigo. Escrib¨ª un reportaje sobre los trabajadores que hab¨ªan participado en la construcci¨®n del puente Verrazano, que une Brooklyn con Staten Island.
P: ?Qu¨¦ le llev¨® a volver sobre un asunto al que hab¨ªa dedicado un libro hac¨ªa casi 40 a?os?
R: En mi opini¨®n, aunque se publique, nunca se llega a cerrar realmente ninguna historia. Siempre quedan resquicios que desembocan en otras historias. Si uno vuelve a algo escrito hace 10, 20, 30 a?os, siempre descubre cosas sorprendentes, y eso es lo que me ocurri¨® con esta historia. Publiqu¨¦ El puente en 1964, cuando todav¨ªa trabajaba para el Times. Ten¨ªa dos d¨ªas libres a la semana y los dedicaba a recopilar material para el libro. Iba al lugar donde se estaban llevando a cabo los trabajos de construcci¨®n, muchas veces por la noche. Usted ha visto c¨®mo es el b¨²nker, como llamo a mi estudio. Ah¨ª lo tengo todo archivado en cajas. Una tarde, ser¨ªa el a?o 2002, me fij¨¦ en la etiqueta que dice El puente y me pregunt¨¦ qu¨¦ habr¨ªa sido de los trabajadores que construyeron el Verrazano, con quienes me hab¨ªa entrevistado tantas veces. Abr¨ª la caja, me puse a repasar las notas y decid¨ª hacer algunas llamadas telef¨®nicas. ?Qu¨¦ hab¨ªan hecho una vez concluida la construcci¨®n? Resulta que a muchos los hab¨ªan contratado para la construcci¨®n del World Trade Center. Estoy hablando de especialistas en la construcci¨®n de estructuras met¨¢licas a grandes alturas. Pertenecen a un sindicato que se ocupa de su contrataci¨®n en obras p¨²blicas de gran envergadura. ?Y qu¨¦ sintieron cuando vieron que el resultado de su trabajo se hab¨ªa desvanecido en apenas unas horas cuando tuvieron lugar los atentados de septiembre de 2001? Su respuesta me desarm¨®. La destrucci¨®n no les hab¨ªa causado la menor sorpresa. ?Pero c¨®mo es posible?, les pregunt¨¦. ?Qu¨¦ quieren decir con eso? Sab¨ªamos que aquello no val¨ªa para nada, no era una estructura s¨®lida, las torres estaban hechas de aire, eran jaulas para p¨¢jaros. Nada que ver con la estructura formidable del Verrazano o de rascacielos como los de antes, el Empire State por ejemplo. Esas estructuras habr¨ªan aguantado el impacto de un avi¨®n, pero cuando erigimos las Torres Gemelas sab¨ªamos que aquello era muy distinto. No se trata solo de que el arquitecto no fuera muy bueno, sino de la filosof¨ªa sobre la que se sustentaba la idea del World Trade Center. Lo ¨²nico que quer¨ªan hacer los promotores era maximizar el espacio, rentabiliz¨¢ndolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie posible. As¨ª que cuando los aviones se estrellaron contra las torres, las atravesaron de lado a lado y antes de ponerse el sol se hab¨ªan derrumbado, convertidas en columnas de ceniza y humo.

P: Ahora que lo dice, es cierto que en una ocasi¨®n se estrell¨® un avi¨®n contra el Empire State.
R: Exacto, y rebot¨®.
P: ?Cu¨¢l es su estilo ideal?
R: Me gustan las frases largas, melodiosas, de estructura compleja, con elementos subordi??na??dos, como las que escrib¨ªan Scott Fitzgerald o John Fowles, un gran escritor, hoy olvidado. Mi modelo son los grandes maestros de la frase larga.
P: Lo que usted hace no es ficci¨®n, pero su visi¨®n de la escritura no est¨¢ muy alejada de la del novelista.
R: Creo que es leg¨ªtimo escribir reportajes con las armas propias del contador de historias. Yo aspiro a ser un buen contador de historias, con un matiz importante, y es que no me aparto de los hechos y solo utilizo nombres reales. Hay grandes novelistas que han sido magn¨ªficos reporteros, como Graham Greene, John O¡¯Hara o Hemingway. Yo escribo reportajes, y un reportaje no es ficci¨®n. Hay que poner mucho cuidado en no imaginar absolutamente nada. Que imagine el novelista. El escritor de no ficci¨®n tiene que trabajar el interior del personaje, su entorno, la atm¨®sfera en que existe. Todo eso le da a la cr¨®nica un aire de ficci¨®n, pero hay diferencias y matices. En un buen reportaje, los hechos se han de subordinar al personaje, no al rev¨¦s.
P: ?En qu¨¦ est¨¢ trabajando ahora mismo?
R: Estoy haciendo un perfil para The New Yorker que cuenta la historia de un voyeur. En 1980, poco despu¨¦s de la publicaci¨®n de La mujer de tu pr¨®jimo, mi libro sobre las costumbres sexuales de los americanos, recib¨ª una carta an¨®nima, remitida desde un apartado de correos de Denver, Colorado. L¨¢stima no haberle conocido antes, dec¨ªa, le habr¨ªa contado algo de inter¨¦s para su libro. Si alguna vez pasa por Denver, p¨®ngase en contacto conmigo. Todav¨ªa estaba haciendo la promoci¨®n del libro y le dije que pod¨ªa hacer escala en la ciudad camino de California. Nos citamos en el aeropuerto. Si dispone de unas horas, me gustar¨ªa que viera algo. Decid¨ª coger otro vuelo y me sub¨ª a su coche. Durante el camino me explic¨® que era millonario y que ten¨ªa muchos bienes ra¨ªces en Denver. Llegamos a un motel de su propiedad, donde me present¨® a su mujer y me explic¨® que hab¨ªa 21 habitaciones, de las cuales 12 ten¨ªan un techo falso. Puedo ver y o¨ªr todo lo que hacen y dicen los clientes, dijo. Santo cielo, ?y si se dan cuenta? No es posible, venga conmigo, quiero que lo vea por s¨ª mismo. Me dijo que llevaba 15 a?os haciendo aquello. Tomaba notas de todo lo que ve¨ªa y las conservaba en un archivo que puso a mi disposici¨®n. La ¨²nica condici¨®n es que no pod¨ªa decir su nombre, porque lo llevar¨ªan a los tribunales. Le dije que se lo agradec¨ªa, pero no pod¨ªa hacer nada, porque en mis historias ten¨ªan que figurar los nombres reales de los personajes. A lo largo de los a?os, nunca hemos perdido el contacto. Nos escrib¨ªamos, habl¨¢bamos por tel¨¦fono. Su mujer falleci¨®, se volvi¨® a casar, y su segunda mujer se involucr¨® a¨²n m¨¢s en la cuesti¨®n del voyeurismo, hasta el punto de que cuando llegaban nuevos clientes decid¨ªan en qu¨¦ habitaci¨®n alojarlos, como si fuera un casting. Por fin, el a?o pasado le dije: ¡°Usted tiene 79 a?os y yo 80. No nos queda mucho tiempo. Si no me da permiso para utilizar su nombre, esta historia jam¨¢s saldr¨¢. Se mostr¨® de acuerdo y me autoriza a revelar su nombre cuando el art¨ªculo est¨¦ listo.
Si los peri¨®dicos no vigilan las acciones del gobierno, ?qui¨¦n lo har¨¢?¡±
P: ?Cu¨¢ndo ser¨¢ eso?
R: No lo s¨¦.
P: Creo que lo que procede ahora ser¨ªa hablar del libro que dio lugar a la historia que me acaba de contar, La mujer de tu pr¨®jimo.
R: Ese libro estuvo a punto de costarme mi matrimonio. Surgi¨® como una indagaci¨®n acerca de la percepci¨®n que se tiene en la sociedad de lo que es obsceno, pornogr¨¢fico o pecaminoso, asunto que puede tener consecuencias legales. Cuando a¨²n trabajaba para The New York Times, tuve que cubrir algunos juicios por obscenidad. Recuerdo cuando un juez invalid¨® la acusaci¨®n de obscenidad que pesa??ba sobre El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence. De repente pod¨ªa publicarse legalmen??te. Tambi¨¦n recuerdo cuan??do la homosexualidad era un delito que se pod¨ªa castigar con la c¨¢rcel. En algunos Estados tambi¨¦n se penaba con prisi¨®n el adulterio o si alguien de raza blanca manten¨ªa relaciones sexuales con una persona de raza negra. Una noche, despu¨¦s de cenar con mi mujer en P. J. Clarke¡¯s, un restaurante que queda a unas manzanas de aqu¨ª, vi que hab¨ªan puesto un letrero luminoso que dec¨ªa ¡°Modelos desnudas¡±, y le propuse a mi mujer que subi¨¦ramos a investigar. Vete t¨², me dijo. Estaban cerrando, pero volv¨ª al d¨ªa siguiente. Las chicas que trabajaban all¨ª eran muy j¨®venes y casi todas ten¨ªan estudios universitarios. Me puse a indagar en sus vidas y a trav¨¦s de aquello vi lo mucho que hab¨ªa cambiado la actitud de mis compatriotas hacia el sexo. Era un negocio totalmente abierto al p¨²blico y legal. Me puse de acuerdo con el due?o y durante un tiempo hice de m¨¢nager de aquel local. Las chicas trabajaban para m¨ª, obteniendo informaci¨®n de los clientes y escribi¨¦ndola. Alguna escrib¨ªa muy bien. Hice eso en varios locales. Complet¨¦ mi estudio pasando una temporada en Sandstone, una colonia donde se practicaba el sexo libre en California. Los fines de semana pod¨ªa haber hasta 200 matrimonios que participaban en fiestas donde se practicaba el intercambio de pareja. Cuando por fin publiqu¨¦ el libro, no solo hab¨ªa puesto en peligro mi matrimonio, sino que mi reputaci¨®n cay¨® por los suelos. No es que las rese?as fueran negativas; eran venenosas, salvo dos, una de un catedr¨¢tico de Harvard y otra de Virginia Johnson, una de las autoras del famoso informe sobre la sexualidad de Masters y Johnson. Viv¨ª una situaci¨®n con muchas facetas: por una parte, el libro tuvo ventas millonarias; por otra, tard¨¦ mucho en recuperar la respetabilidad.
P: Se presenta ahora en espa?ol El silencio del h¨¦roe, recopilaci¨®n de sus mejores cr¨®nicas de periodismo deportivo. ?Qu¨¦ representa ese libro en su carrera?
R: Es un recorrido hist¨®rico por una de las facetas m¨¢s relevantes de mi trayectoria como reportero. Hay piezas de cuando estaba en secundaria, de cuando estaba en la universidad y de mis primeros a?os como periodista deportivo en The New York Times hasta mis trabajos m¨¢s recientes, como el perfil sobre Joe Girardi, el m¨¢nager de los Yankees, que es mi ¨²ltima colaboraci¨®n para The New Yorker y que no estaba en la edici¨®n americana y yo he querido que se incluya en la espa?ola.
P: El libro recoge perfiles y reportajes que no se hab¨ªan publicado anteriormente en ninguna revista.
R: Pasa a veces. En eso, el escritor comparte el destino del atleta: a veces se gana, pero tambi¨¦n hay muchas veces que se pierde. Lo importante es no amilanarse nunca. He escrito historias que los editores despu¨¦s han rechazado, y luego las recupero en libros como este.
P: ?De qu¨¦ piezas guarda mejor recuerdo entre las antologadas en este volumen?
R: Yo dir¨ªa que Al¨ª en La Habana. Muchas veces me han dicho que esa cr¨®nica y Frank Sinatra est¨¢ resfriado, que no es un reportaje deportivo, obviamente, son mis mejores trabajos. Tuve muchos problemas para publicar Al¨ª en La Habana. Fue un encargo que me hizo The Nation, que ten¨ªa mucho inter¨¦s porque cubriera el viaje de Al¨ª a Cuba. Cuando lo entregu¨¦, me dijeron que hab¨ªan decidido no publicarlo porque era demasiado largo. Entonces se lo ofrec¨ª a The New Yorker, pero tambi¨¦n lo rechaz¨®. Pens¨¢ndolo bien, la lista de rechazos es espectacular: Rolling Stone, G.Q., Esquire y Commentary tampoco lo quisieron. El problema era que lo que contaba en el art¨ªculo no era noticia. La noticia era que yo segu¨ªa los pasos de Mohamed Al¨ª. Pero luego hubo un acto de justicia po¨¦tica, y es que el art¨ªculo fue elegido entre los mejores ensayos del a?o 1997. Fue una peque?a venganza. En ese sentido encaja perfectamente con el esp¨ªritu de El silencio del h¨¦roe. Los protagonistas son ¨ªdolos ca¨ªdos, h¨¦roes que han dejado de serlo. Floyd Patterson, disfraz¨¢ndose para que nadie lo reconozca despu¨¦s de que lo dejaran fuera de combate, arrebat¨¢ndole la corona mundial. Joe Di Maggio, el mejor jugador de b¨¦isbol de todos los tiempos, entrado en a?os y hundido para siempre en el recuerdo de Marilyn Monroe, tratando de agarrar con precisi¨®n un bate. Creo que las mejores cr¨®nicas del libro son la de Di Maggio y la de Patterson.
El escritor comparte el destino del atleta. a veces gana; muchas, pierde¡±
P: ?Y el retrato que hace de Joe Louis cuando es ya un hombre de mediana edad?
R: Seg¨²n dicen, cuando Tom Wolfe ley¨® esa cr¨®nica, acu?¨® la expresi¨®n nuevo periodismo. No s¨¦. Seg¨²n Tom, la lectura de esa pieza le permiti¨® descubrir los engranajes de mi t¨¦cnica, pero la verdad es que yo ya llevaba a?os escribiendo as¨ª.
P: Da la sensaci¨®n de que la idea que sustenta su forma de entender el reportaje es la de permanencia. Le repugna la idea de escribir cosas destinadas al olvido. Se niega a que sus textos acaben en la papelera al d¨ªa siguiente de ser publicados.
R: En mi opini¨®n, una buena historia nunca muere.
P: ?Se mantiene en contacto con Tom Wolfe?
R: Cen¨¦ con ¨¦l hace un par de semanas. Por cierto, vamos a aparecer juntos en una recopilaci¨®n de art¨ªculos sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy que va a publicar Life Books. La historia es muy interesante. El d¨ªa en que asesinaron al presidente Kennedy me encargaron que saliera a la calle para observar las reacciones de la gente. Me puse a dar vueltas por la ciudad y al cabo de no mucho tiempo me di de narices con Tom Wolfe. ?Tom! ?Qu¨¦ haces? El reportero jefe me ha pedido que me d¨¦ una vuelta por Manhattan para ver c¨®mo reacciona la gente al atentado de Dallas. Pues a m¨ª me han pedido la misma historia. ?Qu¨¦ te parece si cogemos un taxi a medias y compartimos gastos? Estuvimos cuatro o cinco horas juntos. Fuimos a Chinatown, Little Italy, Wall Street, el Upper West Side, Broadway, y en ning¨²n lugar vimos nada digno de menci¨®n. Nadie salt¨® por la ventana, no hab¨ªa gente tirada en el asfalto llorando. El ambiente de la calle era de total normalidad. Nos despedimos. Cuando volv¨ª al peri¨®dico, le dije a mi editor que me gustar¨ªa escribir acerca de la falta de emoci¨®n de la gente ante una noticia de tal calibre. Mejor d¨¦jalo, me respondi¨®. Al d¨ªa siguiente, lo primero que hice nada m¨¢s levantarme fue comprar el Herald Tribune para ver qu¨¦ hab¨ªa escrito Tom. Mir¨¦ el peri¨®dico de arriba abajo y tampoco encontr¨¦ nada. Ni rastro de nuestro paseo por la ciudad el d¨ªa anterior. De modo que a los supuestos gigantes del llamado nuevo periodismo les hab¨ªan encargado escribir acerca de algo tan potente como el asesinato de JFK y ninguno de los dos consigui¨® colocar su reportaje. El otro d¨ªa, cenando con ¨¦l, lo recordamos. Dos viejos sabuesos evocando los tiempos en que ¨¦ramos unos jovenzuelos plet¨®ricos de energ¨ªa que cuando entregaron su cr¨®nica sobre el magnicidio de Dallas se la tumbaron. Y ahora que Life va a publicar un volumen con motivo del 50? aniversario del crimen, por fin van a ver la luz.
P: Mirando hacia atr¨¢s, ?se arrepiente de algo?
R: No.
P: ?Qui¨¦n ha sido su mejor amigo?
R: David Halberstam [premio Pulitzer de periodismo en 1964]. Tuvo mucho ¨¦xito en vida, pero lo que le envidio es el ¨¦xito que tuvo en la muerte. Muri¨® en 2007 en un accidente de coche, en California, cuando se dirig¨ªa a hacer una entrevista. Ojal¨¢ yo tenga una muerte as¨ª. No quisiera acabar mis d¨ªas tirado en la cama de un hospital o en una silla de ruedas o con alzh¨¦imer. Si supiera que me espera una muerte as¨ª, me saltar¨ªa la tapa de los sesos.
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