Espadas y dragones
El poder de emoci¨®n y la popularidad de 'Juego de tronos' deben mucho a la materia prima de sus historias, con las viejas espadas y dragones, y tambi¨¦n con el sexo
¡°Un drag¨®n no es una fantas¨ªa fr¨ªvola¡±. La frase es de J. R. R. Tolkien, que sab¨ªa de lo que hablaba. Las espadas tampoco son nunca intrascendentes. Hay que tom¨¢rselas muy en serio, porque matan, y quitan y ponen reyes. Est¨¢ en su naturaleza, como en la del drag¨®n vomitar fuego. En una espada, como en un drag¨®n, relampaguean revividas las antiguas leyendas. Eso las hace fascinantes.
¡°Mis espadas las he tomado de los viejos mitos¡±, me explic¨® hace a?os el novelista Michael Moorcock, uno de los grandes nombres de la fantas¨ªa ¨¦pica, el g¨¦nero del que bebe Juego de tronos. Yo le se?alaba a Moorcock las semejanzas entre el arma de uno de sus grandes personajes, Elric de Melnibon¨¦, y las famosas espadas de las sagas n¨®rdicas. En la Hervarar saga, del siglo XIII, por ejemplo, aparece la espada maldita del rey Svafrlami, Tyrfing, que solo puede guardarse, una vez desenvainada, tras segar una vida. La espada de Elric posee esa misma siniestra caracter¨ªstica. ¡°Es que la saqu¨¦ de ah¨ª¡±, me confes¨® Moorcock, ¡°como muchas otras cosas¡±.
Espadas y dragones est¨¢n de moda. Las novelas de Martin y la serie televisiva nos los han devuelto. El poder de emoci¨®n y la popularidad de Juego de tronos deben mucho a la materia prima de sus historias, con las viejas espadas y dragones (tambi¨¦n con el sexo, queda dicho: una combinaci¨®n ganadora). Como Tolkien o como Moorcock, Martin ha saqueado el ba¨²l de los mitos y cuentos (y de paso, a sus predecesores del g¨¦nero y todo lo que ha podido, desde las hipocracias de los jinetes mongoles, hunos o cosacos ¨Clos dothrakis¨C hasta los eunucos turcos, el fuego griego y el Muro de Adriano; ?vaya c¨®mo ha arramblado con todo, y c¨®mo lo ha recreado Martin!).
Ah¨ª est¨¢ la espada Hielo, el emblem¨¢tico mandoble de los Stark (con esa espada ejecuta Lord Stark a un desertor de la Guardia de la Noche, y con ella, cerrando el c¨ªrculo, ¨¦l mismo es decapitado); la ligera Aguja de Arya ¨Cde esgrimista, que habr¨ªa gustado a Scaramouche, y que recuerda a Dardo, la hoja ¨¦lfica de Frodo¨C; la Garra Larga que regalan a Jon Nieve customizada con un lobo huargo en el pomo, un arma bastarda como ¨¦l, o la Portadora de Luz de Stannis Baratheon, cuya hoja quema. Espadas de la estirpe de Excalibur, de la Balmung (o Nothung) vuelta a soldar por Sigfrido, primas de las tolkinianas Glamdring ¨Cespada m¨¢gica de Gandalf.
Antes de que se me olvide en esta tormenta de espadas, ?no es Jaime Lannister, el Matarreyes, al que cercenan una mano (sin anestesia) un avatar martiniano de Tyr, el guerrero dios manco de la mitolog¨ªa n¨®rdica que pierde el mismo miembro en las fauces de Fenrir, el lobo del Ragnarok? El Ragnarok ¨Cla batalla del fin del mundo¨C, por cierto, estar¨¢ precedido, seg¨²n los mitos, por el Fimbulvetr, el gran invierno, que sugiere la cruel estaci¨®n (y sus peligros) que amenaza el mundo de Canci¨®n de hielo y de fuego. No he encontrado referencias a un Trono de Hierro forjado con las espadas de los enemigos como el de la serie. Es sabido que el Trono de Hierro lo hizo construir Aegon I Targaryen como met¨¢fora de la dificultad de mantenerse en el poder. En el impresionante sitial podr¨ªamos percibir resonancias del Trono Oscuro de Sauron en Mordor y de la costumbre de levantar trofeos con las armas de los vencidos.
En el pastiche que es la serie de George R. R. Martin, uno de los grandes disfrutes es discernir la procedencia de tantos elementos y la enorme gracia con que lo ha hecho. Saber mezclar pasajes dignos de las fantas¨ªas dunsanyanas con escenas propias de Dallas, el lenguaje po¨¦tico con la groser¨ªa, los altos ideales con las m¨¢s bajas pasiones, la belleza con la atrocidad, es parte del secreto del ¨¦xito.
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