El descanso de Marisa
Marisa recuerda aquel cansancio.
Entraba a trabajar a las nueve, pero el despertador sonaba a las seis y media. Diez minutos para espabilarse, cinco en el ba?o, y estallaba la guerra. En hora y media preparaba el desayuno, levantaba a su marido, desayunaba a toda prisa y empezaba con la comida. ?l se tomaba otro caf¨¦ antes de emprender su parte de la ofensiva, despertar a los ni?os, vestirlos y llevarlos a la cocina. El segundo round, leche caliente, cacao soluble, tostadas para uno, cereales para el otro, sol¨ªa pillarla con la comida enjaretada. Mientras preparaba los bocadillos para el recreo, la olla r¨¢pida ya hab¨ªa empezado a pitar. ?Otra vez lentejas?, preguntaba alguno, pero ella contraatacaba implacablemente, ?llevas todos los cuadernos?, ?hoy te toca gimnasia?, ?has cogido el dinero para la excursi¨®n? Luego los abrigaba bien, les daba muchos besos y gritaba las ¨²ltimas instrucciones, acordaos de que hoy va la abuela a buscaros, no salg¨¢is tarde, haced los deberes, que si no, me enfado¡ Cuando bajaban las escaleras trotando en pos de su padre, que los dejaba en el cole antes ir al trabajo, Marisa volv¨ªa a su dormitorio, se pon¨ªa la ropa que hab¨ªa dejado preparada la tarde anterior, cog¨ªa el bolso y sal¨ªa pitando. Esa operaci¨®n, que ten¨ªa perfectamente cronometrada, rara vez le llevaba m¨¢s de cinco minutos. Despu¨¦s se pintaba en la parada del autob¨²s, en el autob¨²s o en el ba?o de la primera planta. Y a las nueve en punto de la ma?ana entraba en su despacho como una campeona.
Los d¨ªas de Marisa siguen teniendo veinticuatro horas, pero le sobran m¨¢s de las que le faltaban entonces
Cuando empezaba a trabajar, ya estaba cansada, pero eso era una ventaja y no un inconveniente. La rutina de la casa, los ni?os, las reuniones de padres de alumnos, los disfraces de Navidad, de carnaval, de fin de curso, las citas con los tutores, el calendario de vacunaciones y todo lo dem¨¢s la agotaba de tal manera que los d¨ªas laborables no se lo parec¨ªan tanto. Ella era una trabajadora capaz, concienzuda, y cuando las cosas sal¨ªan bien, su trabajo representaba un oasis de paz en medio de la vor¨¢gine. Pero no se consideraba una persona desgraciada. Se sent¨ªa, al contrario, una mujer con suerte, con una vida plena, llena de cosas, demasiado llena, eso s¨ª. Ese era su problema, porque le gustaba su trabajo, le gustaba su marido, le gustaban sus hijos, no los cambiar¨ªa por ninguna otra opci¨®n de sus respectivas categor¨ªas, pero necesitaba que los d¨ªas fueran un poco m¨¢s largos, disponer de dos o tres horas de m¨¢s para sentir que ten¨ªa tiempo, para perderlo, para tirarse un rato en un sof¨¢ a no hacer nada. Eso era lo ¨²nico que echaba de menos. De vez en cuando, alguna amiga le contaba que hab¨ªa descubierto las sales del Mar Muerto, los aceites esenciales, las velas relajantes, t¨² llenas la ba?era hasta arriba, le dec¨ªan, y en ese punto Marisa deten¨ªa su relato con una carcajada y un aspaviento. D¨¦jalo, anda, a?ad¨ªa, ?t¨² sabes la cantidad de tiempo que hace que no me meto en una ba?era...? La ducha tambi¨¦n la ten¨ªa cronometrada. Entre dos y tres minutos diarios, explicaba, ni uno m¨¢s.
Ahora todo eso le parece mentira. Recuerda aquella vida vagamente, como si la hubiera visto en una pel¨ªcula, una comedia femenina y amable, con un final tan feliz como el que ella ya no espera. Y la memoria de aquel cansancio fecundo, que nac¨ªa de una actividad incesante para producir cosas buenas, ¨²tiles, le duele como un remordimiento, la cicatriz de una culpa inexistente. Porque ahora que se acuesta sin poner el despertador para levantarse cuando se cansa de estar acostada, nada le resulta tan duro, tan amargo como la tentaci¨®n de sentirse culpable por lo que le ha pasado. ?Qui¨¦n me mandar¨ªa a m¨ª quejarme tanto?, se pregunta, sin acordarse de que en realidad jam¨¢s lleg¨® a quejarse en voz alta.
Los d¨ªas de Marisa siguen teniendo veinticuatro horas, pero le sobran m¨¢s de las que le faltaban entonces. Y le bastar¨ªa con abrir los grifos de la ba?era para sumergirse en el agua caliente hasta que se enfriara, pero no le da la gana. Ser¨ªa como dar su brazo a torcer, ahora que ha pasado todo lo que no pod¨ªa pasar. Porque Marisa ten¨ªa un contrato indefinido en una empresa p¨²blica, uno de esos empleos que parec¨ªan eternos por siempre jam¨¢s, pero un ERE le pas¨® por encima como las orugas de un carro blindado, y le toc¨® una indemnizaci¨®n de veinte d¨ªas por a?o trabajado, y la reparti¨® entre sus hijos, que buscan todav¨ªa su primer empleo.
Hoy, en la cola del Inem, Marisa recuerda su cansancio como la ¨¦poca dorada de su vida, y la rabia puede m¨¢s que la tristeza.
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