El Gran Mar de Arena
El desierto L¨ªbico, al noroeste del S¨¢hara, es uno de los lugares m¨¢s extremos del?mundo. Un infierno dentro del infierno Cuatro amigos, siete beduinos y 20?dromedarios para llevar a cabo una traves¨ªa que solo el explorador alem¨¢n Gerhard Rohlfs hab¨ªa conseguido recorrer 130 a?os antes Sol, arena y la gran belleza de un lugar al que otro aventurero, el conde Alm¨¢sy, llam¨® ¡°la gran soledad¡±
Entre los tesoros de la tumba de Tutankam¨®n que se pueden admirar en el Museo Egipcio de El Cairo se encuentra una joya excepcional. Lo es porque uno de sus adornos est¨¢ creado con un elemento mineral todav¨ªa m¨¢s raro y escaso que el diamante. Se trata de un collar en el que destaca un escarabajo sagrado tallado en un cristal trasl¨²cido de color verdoso. Solo hay un lugar en toda la Tierra donde pueda encontrarse ese tipo de cristal. Est¨¢ a cientos de kil¨®metros al suroeste de lo que fuera el centro del imperio fara¨®nico, en un valle remoto del Gran Mar de Arena: un desierto dentro del desierto del S¨¢hara, un infierno dentro del infierno. Ese era el destino que hab¨ªa elegido para llevar a cabo una de las aventuras m¨¢s extraordinarias de cuantas hemos vivido.
Segunda entrega de una serie dedicada a las expediciones emblem¨¢ticas del programa de Televisi¨®n Espa?ola Al filo de lo imposible. Su creador narra el recuerdo de aquellos hitos. Consulta la primera entrega.
Corr¨ªa el mes de diciembre de un a?o extraordinariamente convulso. El atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid y el ambiente siempre revuelto en el norte de ?frica no aconsejaban viajar a pa¨ªses ¨¢rabes. Pero hac¨ªa tiempo que la decisi¨®n estaba tomada. Muy pronto nos convertir¨ªamos en n¨®madas, algo bastante extra?o en un mundo globalizado que, definitivamente, ya los ha desterrado. Nos ¨ªbamos a internar en un espacio yermo, pero de extraordinaria belleza, que se extiende desde orillas del Mediterr¨¢neo hacia el sur, hasta el lugar donde unas l¨ªneas artificiales hicieron confluir las fronteras de Libia, Egipto y Sud¨¢n.
El punto de partida de nuestra expedici¨®n fue el oasis de Siwa, donde se encontraba el legendario or¨¢culo de Zeus Am¨®n, tan importante en su ¨¦poca como el de Tebas. Aunque era el lugar ideal para llevar todos los materiales necesarios y comenzar la traves¨ªa, en realidad lo que m¨¢s influy¨® en esta elecci¨®n fue la historia que all¨ª comenz¨® un joven macedonio ¨¢vido de gloria inmortal. En Siwa, ocultas entre miles de palmeras, encontramos las ruinas del templo que acogiera al famoso or¨¢culo que Alejandro Magno quiso consultar antes de conquistar el imperio persa. En este lugar, aquel joven, llamado a cambiar el mundo, confirm¨® lo que tanto anhelaba: ser reconocido como hijo de la divinidad. Solo entonces Alejandro parti¨® para derrotar a Dar¨ªo y luego, sin aparente l¨®gica, se lanz¨® hasta el fin del mundo conocido, llevando la influencia helen¨ªstica hasta los actuales Pakist¨¢n, India y Afganist¨¢n. Pero adem¨¢s Siwa y su or¨¢culo tambi¨¦n desempe?aron un papel clave en una tragedia de gigantescas proporciones de la que dio cuenta el historiador Her¨®doto. Al parecer, un ej¨¦rcito persa de 50.000 hombres enviado por el rey Cambises se dirigi¨® hacia Siwa en el a?o 520 a. C. con la intenci¨®n de destruir el templo. Pero antes de llegar, seg¨²n cuenta el historiador griego, ¡°¡ brot¨® una borrasca de viento de mediod¨ªa que, levantando las monta?as de arena, les dej¨® debajo, enterrados, y as¨ª desaparecieron todos¡±.
Este desierto, capaz de tragarse un ej¨¦rcito entero, era el elegido para adentrarnos en una traves¨ªa a pie sin retorno. El itinerario, estudiado durante varios a?os, era el mismo, aunque en sentido contrario, al seguido por Gerhard Rohlfs, el ¨²nico que lo hab¨ªa logrado recorrer hasta entonces. El explorador alem¨¢n hab¨ªa llegado al oasis de Siwa, con sus ¨²ltimas fuerzas y provisiones, en febrero de 1874 tras una peripecia que casi le cuesta la vida. Desde entonces hab¨ªan pasado 130 a?os y nadie hab¨ªa vuelto a realizar esta traves¨ªa.
En el desierto no se puede cometer un error, pues probablemente sea el ¨²ltimo
Aquella primera noche a la puerta del desierto record¨¦ los tres a?os que hab¨ªa dedicado a preparar la aventura. Los nativos del S¨¢hara acostumbran a decir que en el desierto el azar siempre juega en tu contra, que no se puede cometer un error, pues probablemente sea el ¨²ltimo. Y lo hab¨ªa tenido muy en cuenta. Cuatro amigos experimentados en otras aventuras, 7 beduinos expertos y 20 dromedarios seleccionados entre los mejores ejemplares en los oasis de Dakhla y Farafra que cargar¨ªan con el agua, equipo y comida. Eso era todo lo que necesitaba para internarnos en uno de los espacios m¨¢s ¨¢ridos y est¨¦riles de la Tierra. Nos encontr¨¢bamos en el ¨²ltimo reducto vegetal a las puertas de uno de los desiertos m¨¢s extremos del mundo. Th¨¦odore Monod, el gran conocedor del S¨¢hara, dijo que hab¨ªa que entrar en el desierto con la solemnidad con la que se entra en un templo. En unas horas nos pondr¨ªamos en marcha y ya no habr¨ªa vuelta atr¨¢s. Estaba conmovido y preocupado. Esa excitaci¨®n que precede a momentos de gran incertidumbre. Lo que nos sucede siempre, nos sucede dentro; lo que nos conmueve, nunca se nos olvida; aquello que conseguimos con esfuerzo nos hace mejores. Despu¨¦s de varias horas de insomnio y cavilaciones, me digo que ese es, precisamente, el sentido de estar aqu¨ª.
Muy temprano nos ponemos en marcha. Tardamos dos horas en ordenar las cargas y repartirlas en los dromedarios. Comenzamos a adentrarnos en un espacio salvaje de aridez extrema y ausencia de l¨ªmites. Imponentes cordilleras de dunas m¨®viles, apoyadas unas en otras semejando lomos de gigantescas ballenas, se extienden de norte a sur, en la direcci¨®n de los vientos dominantes. Todos realizaremos el trayecto caminando, pues solo llevamos el n¨²mero de camellos imprescindibles para la carga. Marcamos el rumbo con la br¨²jula y muy pronto los palmerales verdes y los lagos turquesas de Siwa no son m¨¢s que manchas difuminadas a nuestras espaldas. Hemos elegido la ¨¦poca del oto?o m¨¢s cercana al invierno porque, a pesar de las pocas horas de luz, las temperaturas son las mejores para realizar un intenso esfuerzo f¨ªsico.
Caminamos durante cinco horas siguiendo la marcha de la caravana de dromedarios. Procuramos llevar un ritmo vivo, entre cinco y seis kil¨®metros a la hora, a veces nada f¨¢cil en las zonas en las que nos hundimos en la arena por encima de los tobillos. En numerosas ocasiones la caravana se desperdiga a lo largo de kil¨®metros, pero al mediod¨ªa nos reagrupamos, nos protegemos del viento con los camellos y hacemos una parada de media hora para comer una manzana, un pu?ado de frutos secos y algo de jam¨®n. Luego caminamos otras cuatro horas. Antes del atardecer nos ponemos a buscar un lugar entre las dunas para montar las tiendas. Al terminar esta labor a¨²n quedan otras tareas: organizar las cargas; ¡°lavarnos¡± con un peque?o espray pulverizador, que nos recuerda cu¨¢n preciosa es aqu¨ª el agua; cocinar la cena, escribir el diario, apuntar las coordenadas en el mapa y, por fin, tener unos minutos para uno mismo. Entonces me alejo del campamento o me subo a una duna a ver el desolador horizonte. Observando este hermoso paisaje, que tanto esfuerzo exige, me siento aplastado bajo esta soledad buscada, mientras las colinas arenosas se vuelven de un luminoso rojo anaranjado con las ¨²ltimas luces del d¨ªa. En ese momento, los cambios de temperatura son tan intensos como r¨¢pidos. Es la fiesta de los colores en el desierto, cuando se inunda de p¨²rpuras, dorados, rojizos y rosados hasta que el negro de la noche abraza este oc¨¦ano mineral.
Al final del d¨ªa es la fiesta de los colores, cuando se inunda de P¨²rpuras, dorados y rojizos
Comenzamos la jornada al amanecer, cuando todav¨ªa es de noche y la temperatura no supera los cero grados, sacudiendo las tiendas cubiertas de una ligera escarcha. Pero en cuanto el sol se ense?orea del horizonte, los d¨ªgitos del term¨®metro comienzan a galopar hacia arriba, llegando incluso a superar los 45 grados aunque estemos en diciembre. Gracias a la experiencia adquirida en el desierto del Taklamak¨¢n cuatro a?os antes, hemos calculado unos cuatro litros de agua necesarios por persona y d¨ªa, y a ese c¨¢lculo nos debemos someter por m¨¢s que el calor, el viento y el ritmo de la marcha requieran algunos d¨ªas m¨¢s l¨ªquido con el que reponernos. Los dromedarios aguantan sin beber entre los dos lugares donde encontraremos agua para rellenar los bidones y que son nuestros puntos obligados de paso. Comemos sentados en la arena y nos repartimos las tareas de cocina. El desierto impone austeridad de medios. Es la adaptaci¨®n a lo m¨ªnimo, a lo esencial. Los primeros d¨ªas se hacen muy duros. Tengo rozaduras en los pies y llego exhausto al final de las jornadas. Pero muy pronto este paisaje implacable nos moldea a su imagen y semejanza, haci¨¦ndonos insensibles a los propios sufrimientos. Adaptarse y comprender un desierto tan inh¨®spito requiere tiempo, paciencia y tenacidad; se aprende poco a poco, caminando d¨ªa tras d¨ªa.
Esta atracci¨®n por lo elemental, por los espacios desnudos, trae a la memoria el recuerdo de un gran explorador de este desierto: el conde Alm¨¢sy. Este h¨²ngaro, amante de la aviaci¨®n, de los coches y del S¨¢hara, fue el protagonista de la muy oscarizada pel¨ªcula El paciente ingl¨¦s. Durante la II Guerra Mundial, Alm¨¢sy particip¨® activamente del lado alem¨¢n, introduciendo dos esp¨ªas en zona brit¨¢nica. Pudimos encontrar restos de esa guerra librada en el desierto por aquellos hombres que poco antes hab¨ªan sido colaboradores de las mejores exploraciones del S¨¢hara. Se trataba de un veh¨ªculo militar perteneciente a las famosas Ratas del Desierto. As¨ª se conoc¨ªa a una unidad creada por los brit¨¢nicos para luchar contra las fuerzas de Rommel, el famoso Zorro del Desierto, por el control de la frontera entre Egipto y Libia.
Alm¨¢sy estuvo realizando exploraciones al oeste de Egipto desde la d¨¦cada de 1920, atrapado por la fascinaci¨®n de ¡°la gran soledad¡± como una vez llam¨® al desierto que tanto amaba. Se adentr¨® en ¨¦l, ya fuera en coche o avioneta, buscando los restos sepultados del ej¨¦rcito de Cambises bajo la arena o en busca del enigm¨¢tico Zarzura, ¡°el oasis de los pajarillos¡±. Alm¨¢sy, al que los beduinos llamaban Abu Ramla, ¡°padre de las arenas¡±, no encontr¨® Zarzura (o quiz¨¢ si, en los restos de vegetaci¨®n de lo que un d¨ªa pudo serlo), ni tampoco al ej¨¦rcito de Cambises, pero lo que logr¨® fue un asombroso descubrimiento: la cueva de los Nadadores. En la zona de Gilf el Kebir, pintado en las paredes de dos abrigos, se halla un mundo para siempre perdido: el S¨¢hara que bull¨ªa de vida. Estas hermosas pinturas han sido llamadas ¡°la Capilla Sixtina del arte rupestre africano¡±, y son la prueba palpable de nuestra vulnerabilidad, la constataci¨®n de que apenas una variaci¨®n de unos pocos grados nos har¨ªan desaparecer de la Tierra como ya ocurri¨® all¨ª. Pero al tiempo es tambi¨¦n un recordatorio de que, como escribi¨® Shakespeare, ¡°somos de la misma sustancia de los sue?os¡±, de nuestra afici¨®n a contar historias al amparo del fuego, como tambi¨¦n hicimos nosotros en una noche estrellada observando las pinturas de aquellos artistas prehist¨®ricos.
Despu¨¦s de varias semanas caminando, hacemos una pausa para desviarnos en busca del misterioso vidrio verdoso de la joya del fara¨®n. Nuestra llegada al valle del cristal de s¨ªlice coincide con una violenta tormenta que convierte las arenas en mieses rojizas mecidas por el viento. Es una visi¨®n fascinante y que, al tiempo, inspira pavor. Tenemos la fortuna de ver el desierto en estado puro. Nos tenemos que cubrir por completo porque los granos de arena act¨²an como perdigones y el viento nos golpea sin cesar con bocanadas de arena que se cuelan por cada rendija de la ropa, por la nariz y los ojos. Resulta incre¨ªble pensar que alguna caravana en la ¨¦poca de los faraones fuese capaz de llegar hasta aqu¨ª persiguiendo una piedra preciosa con la que se elabor¨® el enigm¨¢tico adorno de Tutankam¨®n. El c¨®mo se form¨® es tambi¨¦n cuando menos asombroso. Seg¨²n algunos expertos, esta roca es fruto de la explosi¨®n de un meteorito hace 28 millones de a?os. El incre¨ªble calor y la presi¨®n que gener¨® el impacto fundieron literalmente las piedras de s¨ªlice, dando lugar a una roca ¨²nica en el mundo: el cristal l¨ªbico, que ahora tenemos en las manos.
Cuando nuestra caravana reanuda la marcha, vivimos la jornada m¨¢s extra?a de todas. Durante varias horas caminamos sumergidos en una densa niebla que borra cualquier punto de referencia y nos obliga a abandonarnos al sue?o de una navegaci¨®n con la br¨²jula que, m¨¢s que nunca, nos hace estar perdidos en un oc¨¦ano de arena. Durante muchos meses y decenas de veces he recorrido con el dedo ¡°nuestra¡± l¨ªnea sobre el mapa, pero es ahora, en esta vasta extensi¨®n desolada, cuando lo imaginado se hace realidad y los fantasmas de todos esos exploradores y amantes del desierto, Rohlfs, Alm¨¢sy, Monod, se difuminan en los jirones de niebla que el viento se lleva. En casi todas las grandes aventuras he vivido sensaciones parecidas, de plenitud y agradecimiento a la vida. De felicidad, emociones y esfuerzos compartidos con buenos amigos. Adem¨¢s, aqu¨ª es cuando valoro las dimensiones reales del Gran Mar de Arena, lo mismo que anteriormente me ha ocurrido en grandes monta?as o en otros espacios desolados. Por s¨ª mismos son grandes, inmensos, pero solo se vuelven grandiosos cuando los medimos a escala humana.
El 8 de diciembre alcanzamos una gran extensi¨®n de arena salpicada de f¨®siles marinos bautizada como Ammonites Hills. En realidad caminamos sobre el fondo del mar. En el S¨¢hara, el subsuelo est¨¢ a la vista, sin plantas ni agua que lo cubran, mostr¨¢ndose como un libro abierto en el que puede leerse directamente. Nos detenemos para observar los esqueletos de estos moluscos que tienen la estructura de algunas de esas naves espaciales que aparecen en las pel¨ªculas de ciencia ficci¨®n. Poco antes de acampar nos encontramos unos restos ¨®seos de la mand¨ªbula de un camello desperdigados en la arena. Estamos en uno de los lugares m¨¢s inaccesibles del Gran Mar de Arena, por lo que deducimos que debieron de pertenecer a alguno de los animales que Rohlfs perdi¨® por el camino en su desesperada carrera por salir del desierto.
Durante horas caminamos sumergidos en una densa niebla, perdidos en un oc¨¦ano de arena
Cuatro d¨ªas m¨¢s tarde llegamos al m¨¢s famoso hito de piedras del S¨¢hara, el que levant¨® Rohlfs en este lugar que bautiz¨® como Regenfeld, ¡°campo de lluvia¡± en alem¨¢n. Este curioso aventurero rom¨¢ntico y anticlerical se hab¨ªa enamorado del desierto durante su estancia en Argelia como soldado de la Legi¨®n Extranjera. Su aventura de explorar el Gran Mar de Arena se inici¨® en el oasis de Dakhla, adonde arrib¨® con una imponente expedici¨®n de 105 camellos y 95 personas, con la intenci¨®n de llegar hasta el oasis de Kufra, hoy en territorio de Libia. Pero apenas hab¨ªan recorrido 200 kil¨®metros cuando ocurri¨® lo impensable en uno de los lugares m¨¢s ¨¢ridos de la Tierra. Durante 55 horas estuvo lloviendo de manera torrencial, en un lugar en el que lo hace una vez cada cien a?os. Rohlfs aprovech¨® para llenar sus bidones y comprendi¨® que, si segu¨ªa el itinerario que ten¨ªa en mente, muy probablemente morir¨ªan todos, as¨ª que opt¨® por girar 90 grados y dirigirse al norte, al oasis de Siwa, en una carrera a la desesperada durante la que estuvieron a punto de perecer y en la que perder¨ªa varios camellos. Rohlfs dejar¨ªa una botella enterrada con una nota en la que se preguntaba cu¨¢nto tiempo pasar¨ªa hasta que alguien la recogiera. Pasaron 50 a?os antes de que volviese a este lugar un ser humano. Era el pr¨ªncipe egipcio Kamal el Din, el mecenas de Alm¨¢sy, que recogi¨® la nota de Rohlfs y apunt¨®, con cierto laconismo, que este paisaje era ¡°l¨²gubremente impresionante¡±.
A partir de Regenfeld el desierto se vuelve m¨¢s laber¨ªntico, como islas reductos de antiguos mares que moldearon el paisaje hace cientos de millones de a?os. Todo sigue siendo una inc¨®gnita aunque el final lo tengamos m¨¢s cerca y ya no nos duelan los pies. Para entonces ya solo somos animales adaptados a caminar, a?orando una cama, un ba?o, una buena cerveza y un merecido descanso. Como siempre ocurre en toda gran aventura.
Seis d¨ªas despu¨¦s, el 18 de diciembre, logr¨¢bamos llegar al templo de Dar el Haggar, el mismo lugar desde donde parti¨® la caravana de Rohlfs. El explorador alem¨¢n y sus compa?eros dejaron grabados sus nombres en las columnas que ahora tenemos delante de nosotros. El tiempo es tan malo y la luz tan miserable que apenas podemos filmar una peque?a secuencia y hacer dos o tres fotos. Por fin hemos terminado y podemos dejar de caminar. Hemos logrado repetir una aventura realizada 130 a?os antes, atravesar el Gran Mar de Arena caminando, simplemente utilizando la ¨²nica tecnolog¨ªa durante siglos en la zona: una buena caravana de camellos. Hemos recorrido m¨¢s de 700 kil¨®metros y para ello he necesitado dar mill¨®n y medio de pasos en 29 d¨ªas. Nos abrazamos entre nosotros y tambi¨¦n con los beduinos que nos han regalado una de las mejores experiencias que he vivido. Apenas estamos unos minutos, pero han sido unos de los m¨¢s intensos y felices.
Quiz¨¢ la respuesta a muchas preguntas, que solo se encuentran en el impulso ind¨®mito que late en nuestro coraz¨®n y en nuestra cabeza, nos la dio Alm¨¢sy, uno de los ¨²ltimos exploradores rom¨¢nticos del siglo XX. A este hombre le debemos una de las reflexiones m¨¢s bellas sobre los desiertos y que explica el impulso que me llev¨® a recorrer el Gran Mar de Arena: ¡°Amo el desierto. Amo la llanura infinita que centellea en el reflejo de los espejismos, las cumbres rocosas resquebrajadas, las cadenas de dunas semejantes a olas petrificadas. Y amo la vida sencilla y dura en campamentos primitivos, tanto en las noches claras y estrelladas en medio de un fr¨ªo cortante como en la punzante tormenta de arena¡±.
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