Historia de dos ciudades
Conforme avanza el siglo XIX, las ¨¦lites barcelonesas van consider¨¢ndose m¨¢s ricas, cultas y europeas que las madrile?as, de las que depend¨ªan pol¨ªticamente. Ahora lo que quieren es dejar de pertenecer a Espa?a
Si hay una conclusi¨®n dominante que puede extraerse de los miles de libros y art¨ªculos dedicados a los nacionalismos, ser¨ªa que los factores que explican su existencia no son las razas, la religi¨®n o la historia. Tampoco los intereses econ¨®micos, como quiso el marxismo. M¨¢s que burgues¨ªa, lo que encontramos tras estos procesos son ¨¦lites pol¨ªtico-intelectuales. No intelectuales en el sentido de grandes creadores de arte o pensamiento sino de personas que manejan y difunden productos culturales y que con ello se ganan la vida o son, o aspiran a ser, funcionarios. Pero sobre lo que quisiera reflexionar aqu¨ª hoy es sobre el hecho de que estas ¨¦lites act¨²an necesariamente desde centros urbanos, porque es all¨ª donde se crea y difunde la cultura. All¨ª se re¨²nen, intercambian ideas, conciben y lanzan su proyecto. La disputa se libra entre ciudades; m¨¢s precisamente, entre ¨¦lites urbanas.
Durante milenios, la humanidad ha vivido organizada en reinos o imperios, formas de dominaci¨®n pol¨ªtica dirigidas desde ciudades. No eran todav¨ªa naciones, porque no aspiraban a la homogeneidad cultural ni atribu¨ªan el poder soberano al pueblo. Al desaparecer en Europa el imperio romano, pareci¨® que las ciudades iban a verse anegadas por un mundo rural regido por grandes se?ores dedicados a la guerra. Pero los centros urbanos recuperaron su fuerza y consiguieron crecer y rivalizar con los se?ores feudales. La superioridad de las ciudades fue su concentraci¨®n de recursos (econ¨®micos y coactivos, como explic¨® Charles Tilly), frente a la fragmentaci¨®n del poder del feudalismo. Aunque tampoco fueron las sociedades m¨¢s urbanizadas donde surgi¨® el Estado moderno. Muchas y muy esplendorosas ciudades hab¨ªa en el norte de Italia o en Flandes y, sin embargo, los grandes Estados europeos nacieron en territorios m¨¢s amplios, dominados por un solo centro, como Par¨ªs, Londres o Madrid. Algunos de los Estados-naci¨®n europeos fueron m¨¢s tard¨ªos por la rivalidad entre varias ciudades, como Berl¨ªn y Viena o Roma, Mil¨¢n y Tur¨ªn.
En el caso espa?ol, hacia 1500 ninguna ciudad dominaba el conjunto de la Pen¨ªnsula. La zona m¨¢s rica y poblada, Castilla la Vieja, se compon¨ªa de una constelaci¨®n de ciudades laneras (quiz¨¢s la tercera europea, tras Italia y Flandes) y en el Mediterr¨¢neo hab¨ªa otra serie de poderosos n¨²cleos urbanos mar¨ªtimos y comerciales, como Valencia y Barcelona. Castilla acab¨® imponi¨¦ndose porque, tras su uni¨®n con Arag¨®n y la conquista de Granada y Navarra, los monarcas establecieron all¨ª su sede. Alguna raz¨®n tienen quienes hablan del ¡°Estado espa?ol¡±, porque lo primero fue el Estado, en el que comenzaron a desarrollarse unas estructuras organizativas propias de un Estado moderno embrionario (tesorer¨ªa, burocracia, ej¨¦rcito permanente). El sentimiento de naci¨®n lleg¨® m¨¢s tarde, y no sin dificultades. La capital en la que se acabaron estableciendo, Madrid, no era un gran centro agr¨ªcola, comercial, industrial o de comunicaciones. Era solo la corte y estaba situada en medio de un p¨¢ramo, atractivo para los reyes porque hab¨ªa a su alrededor buenos terrenos de caza. Los monarcas, aliados primero con las ciudades frente a los se?ores feudales y sometiendo luego a aquellas al aplastar la rebeli¨®n comunera, consiguieron monopolizar el poder coactivo. Y, como cualquier monarca de la ¨¦poca, se embarcaron en multitud de empresas militares para ampliar sus dominios. Lo mismo hac¨ªan los reyes franceses o ingleses, pero con menor capacidad econ¨®mica, debido a las remesas que los Habsburgo espa?oles recib¨ªan del continente reci¨¦n descubierto al otro lado del Atl¨¢ntico. Gracias a eso, esta monarqu¨ªa logr¨® imponer su supremac¨ªa en Europa durante algo m¨¢s de un siglo. Pero su dedicaci¨®n a las actividades militares, descuidando la creaci¨®n de riqueza, acab¨® debilit¨¢ndola, arruinando y despoblando sobre todo a Castilla, la regi¨®n de m¨¢s recursos y tambi¨¦n la m¨¢s sometida tras haber maniatado a sus Cortes (de ah¨ª que los restantes reinos se resistieran, con raz¨®n, a perder sus inmunidades y privilegios). Su hegemon¨ªa europea termin¨® tras la Paz de Westfalia y ser¨ªa sucedida por la francesa primero y por la brit¨¢nica despu¨¦s.
La ola rom¨¢ntica produjo una idealizaci¨®n del esplendor medieval catal¨¢n y nostalgia por su lengua vern¨¢cula
Al llegar la era contempor¨¢nea, aquella monarqu¨ªa que estaba dejando de ser un imperio quiso convertirse en una naci¨®n. Pero Madrid segu¨ªa siendo sobre todo corte, de la que emanaban ¨®rdenes principalmente militares, y apenas hab¨ªa crecido como centro productivo. En cambio, una primera industrializaci¨®n textil se hab¨ªa producido, ya en el XVIII, en torno a Barcelona, que hab¨ªa sido sede de las instituciones representativas olig¨¢rquicas del Principado de Catalu?a (Corts, Generalitat), por lo que albergaba una a?oranza por su autogobierno perdido en 1714 (que nunca fue independencia en el sentido actual del t¨¦rmino, pues depend¨ªa de la corona de Arag¨®n). Era l¨®gico que a la larga se desarrollara la rivalidad entre esta ciudad y Madrid.
A medida que avanz¨® el XIX, las ¨¦lites barcelonesas se fueron viendo a s¨ª mismas como m¨¢s ricas, cultas y europeas que las madrile?as, de las que depend¨ªan pol¨ªticamente. El desequilibrio era innegable. La ola rom¨¢ntica prendi¨®, y no por casualidad, en Barcelona y se produjo una Renaixen?a, una idealizaci¨®n del esplendor medieval catal¨¢n y un sentimiento nost¨¢lgico por la lengua vern¨¢cula que se ve¨ªa en extinci¨®n. Ya en el ¨²ltimo cuarto del siglo, el Colegio de Abogados de Barcelona, para enfrentarse a la codificaci¨®n, que les obligar¨ªa a competir en un mercado m¨¢s amplio y homog¨¦neo, defendi¨® la singularidad del Derecho catal¨¢n, elaborando toda una teor¨ªa sobre su esencial incompatibilidad con el castellano, a partir de sus distintas ra¨ªces doctrinales (v. al respecto el libro de Stephen Jacobson). Luego vino el folklore, la sardana, la barretina, todo expandido por barceloneses en fervorosas excursiones al campo circundante, donde explicaban a los campesinos cu¨¢l deb¨ªa ser, cu¨¢l era, en realidad ¡ªaunque no lo supieran¡ª, su manera propia de vestir o de bailar. Joan-Lluis Marfany lo describi¨® en un gran libro. Finalmente, aquel movimiento se present¨® en pol¨ªtica bajo el r¨®tulo de Lliga Regionalista y la respuesta brutal de algunos militares asaltando sus peri¨®dicos provoc¨® la Ley de Jurisdicciones y reforz¨® el estereotipo de que Catalu?a encarnaba el civismo europeo frente a la barbarie de los castellanos.
Esas circunstancias, m¨¢s que una identidad ¨¦tnica mantenida sin interrupci¨®n a lo largo de un milenio, pueden ayudar a comprender el origen del nacionalismo catal¨¢n. Algo no muy distinto ¡ªaunque con muchas peculiaridades¡ª ocurri¨® en el otro foco industrial del pa¨ªs, Bilbao (cuidado, no el Pa¨ªs Vasco), que, sinti¨¦ndose superior por su riqueza y sus lazos con Inglaterra, lanz¨® tambi¨¦n su ¨®rdago frente al dominio madrile?o. En otros lugares, como Galicia, pese a tener seguramente mayores motivos para plantear una reivindicaci¨®n nacionalista ¡ªdada su mayor homogeneidad ling¨¹¨ªstica, sus fronteras bien delimitadas y una situaci¨®n de atraso que podr¨ªa haber sido atribuida a la explotaci¨®n ¡°colonial¡± de Castilla¡ª, el nacionalismo nunca tuvo tanta fuerza, por razones complejas, pero una de ellas seguramente porque no hab¨ªa una ciudad que fuera el centro, la capital natural; los escasos nacionalistas gallegos, al final, lanzaron sus propuestas desde Madrid o desde Buenos Aires.
Se ha querido crear un Estado centralizado sobre el modelo franc¨¦s, cuando la realidad es muy distinta
Hoy, un siglo y pico despu¨¦s de este proceso, las circunstancias han cambiado mucho. Madrid no es ya el poblacho manchego que fue, sino el centro econ¨®mico del pa¨ªs. Pero los estereotipos se mantienen vivos, porque el ¨¦xito de los nacionalismos lanzados desde Barcelona o Bilbao ha sido indiscutible. Por otro lado, en Espa?a se ha querido crear un Estado centralizado sobre el modelo franc¨¦s, cuando la realidad es muy distinta a la francesa, dominada con claridad por un gran centro urbano con el que ning¨²n otro puede rivalizar. En Espa?a hay, al menos, dos ciudades de tama?o y peso econ¨®mico y cultural perfectamente comparable. Una, Barcelona, es claramente capital espa?ola en el mundo de la edici¨®n, el deportivo, el tur¨ªstico. Y sus ¨¦lites pol¨ªtico-culturales, que no pueden soportar m¨¢s la idea de depender de Madrid, han conseguido convencer a una gran parte de su poblaci¨®n de que son diferentes a los espa?oles y de que lo mejor es, sencillamente, dejar de pertenecer a Espa?a.
No pretendo lanzar propuestas para superar la situaci¨®n actual, sino simplemente introducir un elemento m¨¢s, la pugna urbana, para ayudar a comprender el problema. Pero la teor¨ªa, inevitablemente, insin¨²a soluciones. Estamos en la era posnacional, en la que el Estado-naci¨®n ha dejado de ser soberano en muchos sentidos. No basta con constatar y apoyar ese proceso. Tambi¨¦n hay que hacer m¨¢s compleja la organizaci¨®n de lo que queda del Estado. Ser¨ªa interesante, por ejemplo, plantear una especie de doble capitalidad, o m¨²ltiple capitalidad, con instituciones estatales (el Senado, para empezar) situadas en otras ciudades, y con un tratamiento de las lenguas no castellanas como oficiales tambi¨¦n del resto de Espa?a (en Canad¨¢, Quebec es una minor¨ªa, pero el franc¨¦s es oficial en todo el pa¨ªs).
Aunque me temo que es tarde para todo esto.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es catedr¨¢tico de Historia en la Universidad Complutense, Madrid. Su ¨²ltimo libro es Las historias de Espa?a (Pons/Cr¨ªtica).
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