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El destierro republicano

Cerca de un mill¨®n de hombres, mujeres y ni?os dejaron Espa?a en 1939 Conocieron la 'hospitalidad' gala, el nazismo y sufrieron los campos de concentraci¨®n de Hitler Una generaci¨®n perdida que desaprovech¨® el capital de 5.000 intelectuales en el exilio

Tras la retirada y el ¨¦xodo republicano de Espa?a a Francia, los de la Divisi¨®n 26 pasaron los primeros d¨ªas en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kil¨®metros de la frontera espa?ola. Las autoridades francesas los llevaron all¨ª con el ¨¢nimo de atarles corto y m¨¢s tarde disgregarlos. Antonio Garc¨ªa Bar¨®n, natural de Monz¨®n (Huesca), de 80 a?os, hoy residente en un lugar del Alto Amazonas boliviano, recuerda el ¨²ltimo episodio de la Guerra Civil.

"Alguien llam¨® a la nuestra, la de los anarquistas de Durruti, la Divisi¨®n de los Pastores. Por all¨ª cruzamos con nuestros reba?os, por el embudo que se forma entre Seo de Urgel y Puigcerd¨¢. As¨ª dijimos adi¨®s a Espa?a, derrotados pero no vencidos. La gente se agolpaba en las orillas para verlos pasar. En Seo de Urgel empezaba una estrecha carretera, que tomamos. Todo eran rumores. Se dec¨ªa que el ej¨¦rcito franc¨¦s se aprestaba a cerrar la frontera a cal y canto. Tan s¨®lo los civiles podr¨ªan franquearla".

"El comportamiento de las autoridades francesas fue escandaloso. 'Pasaremos por las buenas o por las malas', dijimos. Nos desarmaron o rompimos nuestros fusiles contra los muretes de cemento. Pero antes vender¨ªamos cara nuestra piel. Aquel 10 de febrero de 1939 agotamos nuestras municiones al abrir fuego hasta el ¨²ltimo cartucho contra los aviones de Franco desde la misma raya fronteriza, en presencia de los fot¨®grafos. Vaci¨¦ el cargador y tir¨¦ mi fusil sobre el mont¨®n. Yo creo que los de la 26 fuimos los ¨²ltimos soldados de la Rep¨²blica en la sierra. Acarreamos reba?os de vacas, caballos, mulos. Los franceses se quedaron con todo; aunque hay que decir, en honor a la verdad, que m¨¢s tarde lo devolvieron a Espa?a".

As¨ª termin¨® la guerra para Antonio Garc¨ªa Bar¨®n, que se hab¨ªa incorporado a la Columna Durruti a los 14 a?os, cuando el l¨ªder leon¨¦s pas¨® por su pueblo, Monz¨®n. Pero le esperaban otras guerras tal vez m¨¢s crueles, el combate de nuevo contra los nazis que le pisaban los talones en la Francia ocupada. Luego, cinco a?os en el campo de exterminio de Mauthausen (Austria). Entraron 8.000 o 9.000 espa?oles, de los que tan s¨®lo sobrevivieron entre 1.500 y 2.000. Antonio fue uno de ellos. Los vencedores de la Guerra Civil pusieron precio a su cabeza. A su madre le cortaron el pelo y la encerraron en prisi¨®n.

Tras la retirada y el ¨¦xodo republicano de Espa?a a Francia, los de la Divisi¨®n 26 pasaron los primeros d¨ªas en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kil¨®metros de la frontera espa?ola.

Garc¨ªa Bar¨®n construye trincheras en la l¨ªnea Maginot con las Compa?¨ªas de Trabajo, trata de escapar junto con las fuerzas brit¨¢nicas en Dunkerque; pero, como tantos otros espa?oles, queda tirado en la playa mientras contempla desilusionado c¨®mo aquella improvisada flotilla de barcos de fortuna enviada por Churchill surca el canal hacia la salvaci¨®n en los blancos acantilados de Dover. Intent¨® abrirse paso hacia los bosques de la Alta Saboya, donde combat¨ªan los suyos en el maquis, cuando una patrulla de la Wermacht le hizo prisionero y debi¨® caminar hasta N¨²remberg. Desde la ciudad de las manifestaciones hitlerianas, en un cami¨®n de ganado, le trasladaron a Mauthausen, donde recibi¨®, como todos, un tri¨¢ngulo azul a la altura de pecho y la S de Spanier. A partir de ese momento eran subhombres.

Los fugitivos republicanos, unos 470.000, los de la Espa?a peregrina que cruzaron por Catalu?a, acampaban en los prados, com¨ªan lo que pod¨ªan, curaban las heridas, se preguntaban qu¨¦ ser¨ªa de ellos. Pronto lo sabr¨ªan.

A Antonio y a sus compa?eros de armas los encerraron en un campamento en el que hicieron acto de presencia unos se?ores bien vestidos, con sombreros de copa y relojes de bolsillo de oro, armados de m¨¢quinas fotogr¨¢ficas de fuelle.

"Parec¨ªan, gordos y relucientes, la caricatura de alguna publicaci¨®n anticapitalista. Regaron el campo de monedas y cigarrillos. Ten¨ªan a punto sus m¨¢quinas fotogr¨¢ficas para recoger el sublime instante: los harapientos espa?oles lanzados como locos sobre las monedas. Nadie se movi¨®, nadie se levant¨® para coger nada. Aquellos se?orones redoblaron la rociada de monedas y pitillos. Nada, los refugiados seguimos como est¨¢bamos, recostados, tumbados en el suelo, mir¨¢ndolos con desprecio. Ninguno de nosotros movi¨® un m¨²sculo".

Los guardias franceses o senegaleses requisaron los reba?os de la 26.

"Yo me negu¨¦ a abandonar mi burro. Lleg¨® un gendarme con aires de mando y orden¨® que me bajara. Le respond¨ª que no, que no me apeaba de mi burro. Debi¨® ver mucha determinaci¨®n en mi voz porque se fue al cabo de un rato. S¨®lo me baj¨¦ al descubrir a dos personas de edad, paisanos de Monz¨®n. Uno de ellos, Sim¨®n, era un anciano que me hab¨ªa visto nacer. Le quit¨¦ los serones al jumento y lo llev¨¦ del ronzal. Al llegar a un castillo nos obligaron a desprendernos del asno. Nos retuvieron veinte d¨ªas. Algunos refugiados llevaban consigo sus guitarras y acordeones. De esta manera, con cantes y m¨²sica, olvidamos un poco las penas, que eran muchas y profundas, y nuestro lamentable estado f¨ªsico".

Llegaba en el campo de Le Vernet, en el Ariege, como en Gurs, Argel¨¦s, Saint-Cyprien o Barcar¨¦s, Arl¨¦s y Prats, la primera oferta para volver a la Espa?a de Franco. En esa repatriaci¨®n tramposa estaban por medio los Cruces de Hierro, los fascistas franceses. La propaganda dec¨ªa que los que regresaran ser¨ªan recibidos con los brazos abiertos. Algunos ingenuos picaron el anzuelo.

As¨ª dijimos adi¨®s a Espa?a, derrotados pero no vencidos.

"Pronto recibimos noticias de los que decidieron regresar. 'Volved, no nos ha pasado nada, no nos han hecho nada'. A los primeros no les hicieron nada, en efecto; pero a los segundos y terceros¡­ Leyeron mi nombre por los altavoces: 'Antonio Garc¨ªa, le reclaman en el barrac¨®n de mando'. Es una trampa, pens¨¦. Yo ten¨ªa un lema: el que se f¨ªa es hombre muerto. De modo que repitieron tanto mi nombre que ya por la tarde decid¨ª presentarme. Me sali¨® al paso un oficial del ejercito franc¨¦s, de expresi¨®n afable:

-?Antonio Garc¨ªa? -pregunt¨®-, ?su segundo apellido?

-Bar¨®n.

-A usted es a quien buscamos. Tiene familia en Francia y sus parientes quieren ponerse en contacto con usted. Uno de ellos ha depositado unos miles de francos para que pueda comprarse ropa y se re¨²na con ellos.

Yo ten¨ªa mil moscas detr¨¢s de la oreja. El oficial me se?al¨® un coche negro, de cortinillas bajadas, de aspecto f¨²nebre. Cualquier moribundo podr¨ªa haber aceptado de buen grado aquel coche para su entierro.

-Antonio Garc¨ªa Bar¨®n, puede subir al coche. Es usted libre, un hombre afortunado. Puede marcharse.

Al ver mi cara de desconfianza, el oficial se atrevi¨® a echarme un discurso.

-Es usted muy joven, 17 a?os; tiene toda la vida por delante, dinero y una familia que le acoge. ?Qu¨¦ m¨¢s puede pedir?

-S¨ª, pero mi porvenir est¨¢ en Am¨¦rica; quiero marcharme lejos de aqu¨ª.

-Es menor de edad, le han tachado de la lista de candidatos a la emigraci¨®n. No sea tonto, suba al coche, donde le har¨¢n entrega del dinero".

Hab¨ªa un peque?o detalle, Antonio no ten¨ªa ning¨²n pariente en Francia. En aquel coche funerario, seg¨²n dice, le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas. Sali¨® del barrac¨®n para correr a refugiarse en el corro de los amigos y camaradas.

"Ese coche', dije a los de la 26 cuando parti¨® sin m¨ª a una orden del oficial, 'era mi ata¨²d". Unas semanas despu¨¦s, los refugiados empezaron a criar for¨²nculos y pupas como consecuencia de la p¨¦sima alimentaci¨®n y las condiciones de vida.

"Nos com¨ªan los piojos y las chinches en medio de aquel lodazal. La raci¨®n de agua era de un cuarto de litro por cabeza y d¨ªa, 3.000 litros de agua pestilente para 16.000 personas. Eso es lo que nos regalaba el Gobierno socialista franc¨¦s. Nos trataron muy mal. Cientos de miles de los nuestros, fam¨¦licos y andrajosos, vivieron una doble derrota. A algunos les qued¨® humor y ganas para cantar: 'Allez, allez, reculez, reculez, / que tengo que echar el pie / desde Cervera a Argel¨¦s".

Llegaban de La Junquera, Puigcerd¨¢, Portbou, a trav¨¦s de Le Perthus o los pasos de monta?a para conocer la calidad de la hospitalidad francesa. Fue una verg¨¹enza. El periodista y escritor sovi¨¦tico Ilya Ehrenburg se hizo eco del recibimiento: a cada seis hombres les dieron un pan y una cantimplora de agua sucia. Los trataron con desprecio, mientras que en Par¨ªs el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, el vendedor de champa?a Ribbentrop, era objeto de una fastuosa recepci¨®n.

Los fugitivos republicanos acampaban en los prados, com¨ªan lo que pod¨ªan, curaban las heridas, se preguntaban qu¨¦ ser¨ªa de ellos. Pronto lo sabr¨ªan.

"Nos invadieron los piojos, la sarna, las p¨²stulas. Sufrimos de disenter¨ªa, tifus y otras plagas. ?ramos los sales rouges, los sucios rojos, ca¨ªdos en mala hora sobre las playas y los bancales de arena de Argel¨¦s-sur-Mer y otros lugares. Mi compa?ero, el anarquista Miguel Jim¨¦nez, tuvo el valor de dirigir una carta desde la barraca 152 al ministro franc¨¦s de Interior. Le informaba que los barracones de madera, de piso de tierra, eran de una superficie de 123 metros cuadrados para 110 hombres".

"Hasta mayo nos tuvieron sobre el fango y en las playas heladas. No hab¨ªa luz ni calefacci¨®n bajo la tormenta, el granizo y la nieve, el viento y las ratas, sin retretes y en algunos casos sin barracas o mantas. Nos desparramaron por las playas, nos separaron de las mujeres. Ol¨ªa a pus, a gangrena, a heridas ulceradas, a pis y a mierda".

"En la primera oleada de la muerte cayeron unos 35.000 espa?oles; 150.000 volvieron a Espa?a. Los guardianes senegaleses no los perd¨ªan de vista. Uno vol¨® por los aires por el efecto de una granada: hab¨ªa matado a tiros a uno de los nuestros. Mientras se despiojaban unos a otros inventaron esta canci¨®n: 'Negros senegaleses, / sois negros como el tiz¨®n, / ten¨¦is los ojos amarillos; / la madre que os pari¨®".

El regreso del campo de exterminio tuvo un cariz muy distinto.

"Yo sal¨ª de Mauthausen con 35 kilos y la columna vertebral herida. Era otra Francia la que nos recib¨ªa. Se hab¨ªa tragado las heces de su propia derrota y humillaci¨®n. De Gaulle nos trat¨® mejor que los socialistas. Nuestros compa?eros republicanos, m¨¢s habituados a hacer la guerra, echaron una mano a Francia desde la resistencia. ?ramos esqueletos ambulantes. Ahora ten¨ªamos solidaridad, ropa, comida, vivienda".

El viaje desde el hotel Lutecia, hasta entonces uno de los cuarteles generales de los jerarcas nazis, se llev¨® a cabo desde Par¨ªs hasta Toulouse dos meses despu¨¦s de la liberaci¨®n de Mauthausen por las tropas norteamericanas. Fue la apoteosis para 1.000 o 1.500 espa?oles, a los que Albert Camus, hijo de menorquina, saludar¨ªa en su columna en el diario Combat: "Era un tren especial para los deportados. En cada estaci¨®n nos recibieron con bandas que tocaban La Marsellesa o la Canci¨®n de los guerrilleros; nos colmaron de vino, flores, pasteles. Hombres y mujeres se acercaban hasta nuestras ventanillas con sus regalos, sus besos y sus sonrisas. Fue una reparaci¨®n moral para los supervivientes de los campos. Ahora los franceses sab¨ªan lo que era sufrir".

En los andenes los esperaban algunos de los 10.000 guerrilleros espa?oles que combatieron en la resistencia, o que tomaron Par¨ªs con el general Leclerc, con el que avanzaron desde el ?frica central. En el cementerio franc¨¦s de Bir Hakeim he visto las tumbas de los republicanos espa?oles, Trevi?o, Mu?oz, Casta?o, Garc¨ªa, y otros encuadrados en la I Brigada de la Francia Libre. Su sacrificio permiti¨® a los brit¨¢nicos organizar el dispositivo de defensa y ataque contra Rommel en una de las batalla decisivas de la guerra, El Alamein. En el cementerio de guerra brit¨¢nico recog¨ª la frase de un espa?ol aliad¨®filo: "Desde Espa?a", dec¨ªa, "estuve de coraz¨®n cerca de vosotros. Gracias por vuestro sacrificio".

"De cada cinco guerrilleros de la resistencia francesa", se?al¨® el ministro ingl¨¦s Anthony Eden en la C¨¢mara de los Comunes, "tres eran republicanos espa?oles". Sus carros de combate al liberar Par¨ªs se llamaban Guadalajara, Madrid, Don Quijote, Belchite o Guernica. Ayudaron a liberar ciudades como Par¨ªs, Toulouse, Vichy, Clermont-Ferrand, La Rochelle, Annecy (donde levantaron un monumento a "les espagnols morts pour la libert¨¦"). Combatieron en la Alta Saboya "por su luz visible".

"No reivindicaron", escribe Jos¨¦ ?ngel Valente desde el cementerio de Gli¨¨res, "m¨¢s privilegio que el de morir para que el aire fuera m¨¢s libre en las alturas y m¨¢s libres los hombres".

Formaron parte, como el salmantino Celestino Alfonso, de grupos de resistencia y sabotaje al lado del poeta y obrero en la Citro?n el armenio Manouchian, cantado por Le¨®n Felipe: "Genio prometeico, / que la poes¨ªa de esta hora no debe ser m¨²sica ni medida, sino fuego".

Alfonso cay¨®, junto con Manouchian y una veintena de guerrilleros urbanos, en una redada de la Gestapo en Par¨ªs. Los torturaron durante tres meses y los pasaron por las armas en febrero de 1944.

Hab¨ªa un peque?o detalle, Antonio no ten¨ªa ning¨²n pariente en Francia. En aquel coche funerario le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas.

Los guerrilleros espa?oles hicieron cerca de 10.000 prisioneros y mataron en combate a unos 3.000 nazis. Fueron tambi¨¦n espa?oles los que ocuparon el hotel Continental de Par¨ªs, cuartel general de los alemanes. Von Choltitz rinde su pistola a un voluntario extreme?o llamado Antonio Gonz¨¢lez. El historiador Tu?¨®n de Lara calculaba que por lo menos 50.000 espa?oles se batieron de una manera u otra al lado de Francia. De Gaulle reconoci¨® este sacrificio al condecorar a un guerrillero espa?ol a finales de 1944: "Partisano espa?ol, en ti saludo a tus bravos compatriotas por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos eres un h¨¦roe franc¨¦s y espa?ol". Lo ser¨ªan de nuevo para Francia. El Gobierno de Par¨ªs les puso en la disyuntiva: o a la Espa?a de Franco, o al bander¨ªn de enganche de la Legi¨®n con destino a la guerra de Indochina. En las trincheras de Hughette, en Dien Bien Fu, bajo las bater¨ªas y los morterazos del general vietnamita Giap, se escuchaba el canto de los anarquistas espa?oles: "Si tu madre quiere un rey, / la baraja tiene cuatro¡­".

Hubo entre los refugiados quienes se negaron a alistarse en la Legi¨®n: hab¨ªan luchado por la libertad de Francia, pero no lo har¨ªan en sus aventuras coloniales ultramarinas.

"La boca me huele a rancho, y el pescuezo, a corbata; / las espaldas, a mochila, y las manos, a fusil", canta alg¨²n reci¨¦n llegado. Todo eso hab¨ªa terminado. Faltaba muy poco, a pesar del optimismo de Radio Espa?a Independiente, estaci¨®n pirenaica, para que los embajadores volvieran a Madrid, y se instalaran las bases estadounidenses en territorio espa?ol. El dictador les era muy necesario al inaugurarse la guerra fr¨ªa.

Hasta su liberaci¨®n por las tropas norteamericanas, Antonio Garc¨ªa, alias El Ma?o, vivi¨® cinco a?os de prueba. M¨¢s fr¨¢gil que una mosca, pero m¨¢s duro que el acero, el hombre que nunca llor¨® fue uno de los pocos que se salvaron de los internados en Mauthausen, en la primera oleada. Los m¨¦dicos franceses que lo examinaron tras su liberaci¨®n no comprend¨ªan c¨®mo hab¨ªa podido caminar con la espalda rota. Le dejaron sin nalgas. "Yo recib¨ª varias veces y sin desmayarme los 25 latigazos de rigor. Luego, seg¨²n las reglas del campo, era obligado dar las gracias al verdugo por su trabajo". La aldea de Mauthausen, a orillas del Danubio azul, cuyos paisajes admir¨® Mozart, est¨¢ situada a pocos kil¨®metros de Braunnau-Linz, donde naci¨® Hitler. El S¨¦ptimo de Caballer¨ªa lleg¨® a tiempo en la primavera de 1945 para Garc¨ªa Bar¨®n y sus compa?eros. La primavera de Miguel Hern¨¢ndez, de la "herida cerrada y de los panes".

Los del Comit¨¦ Internacional de Mauthausen, impulsado por los republicanos espa?oles que hostigaron a tiros a las tropas nazis en los d¨ªas finales, colocaron sobre el campo una banda de tela con s¨¢banas de los SS. Francisco Boix, que ser¨ªa testigo en el proceso de N¨²remberg, fotografi¨® la pancarta. El texto dec¨ªa en castellano: "Los espa?oles antifascistas saludan a las fuerzas libres".

El Ma?o, vestido con su traje a rayas, se fue a Par¨ªs para trabajar en la Path¨¦ Marconi. No se quedar¨¢ en la Europa humeante y en ruinas. ?Qu¨¦ hacer en la Europa que ha levantado en 30 a?os una pir¨¢mide de 90 millones de muertos en dos guerras?

Varios pa¨ªses latinoamericanos rechazaron su petici¨®n de visado. Se le concede el don de una segunda vida en Bolivia, en un lugar remoto del Amazonas donde el Gobierno de La Paz le contrat¨® para contar rel¨¢mpagos. Con sus manos campesinas vivi¨® del cultivo del pl¨¢tano, el arroz, la yuca, el tabaco. Se cas¨® con Irma, de sangre india, nieta de un japon¨¦s que combati¨® en la guerra del Chaco, con la que ha tenido cinco hijos.

No lejos de all¨ª, en Caranavi, Mariano Mustieles, alma gemela de Antonio, tambi¨¦n aragon¨¦s, cenetista, de la 26, empez¨® una nueva vida. La madrugada de un d¨ªa de diciembre de 1943 le fusilaron ante el muro del pante¨®n de Joaqu¨ªn Costa en el cementerio de Torrero. Cuando le llevaban hacia la tapia grit¨®: "?Viva la Rep¨²blica!", como sus tres compa?eros de la c¨¢rcel de Zaragoza. Le pusieron contra el muro, son¨® la descarga y Mariano cay¨® sobre la grava. Despert¨® entre cad¨¢veres cuando le llevaban a la fosa com¨²n sobre la caja de un cami¨®n. Se hizo el muerto. Le metieron en un ata¨²d. De un golpe con las rodillas hizo saltar la tapa, y Mariano se puso a gritar socorro. El disparo, que le atraves¨® el pecho, no interes¨® ¨®rganos vitales. Llamaron a un guardia civil para que le diera el tiro de gracia, pero tuvo suerte: el guardia se neg¨® en redondo. A Mustieles le perdonaron la vida a petici¨®n del capell¨¢n castrense: si se casaba por la Iglesia con su compa?era, le conmutar¨ªan la pena capital por la de cadena perpetua.

Pas¨® por varios campos de concentraci¨®n. En 1948 huy¨® a Francia con su mujer y su hija. Desde all¨ª, con la ayuda del IRO (Organizaci¨®n Internacional para los Refugiados), viaj¨® a Bolivia, donde le esperaba un trozo de tierra que cultivar.

Francisco Boix, que ser¨ªa testigo en el proceso de N¨²remberg, fotografi¨® la pancarta. El texto dec¨ªa en castellano: "Los espa?oles antifascistas saludan a las fuerzas libres".

Antonio Machado. Entre los que se retiran desde Valencia, cuando un Madrid agonizante resiste a¨²n, est¨¢ el poeta Antonio Machado. Haces luminosos sesgaban la oscuridad del cielo. Se oyeron descargas de artiller¨ªa pesada que hicieron trepidar el suelo. Machado, enfermo de los pulmones, vestido de negro, con sombrero y bast¨®n, a duras penas se ten¨ªa en pie. "Noto que mi cuerpo se va poniendo en rid¨ªculo", dir¨¢ avergonzado. El poeta; su anciana madre, Ana Ruiz; su hermano Jos¨¦, y su cu?ada Matea, emprenden el camino definitivo del exilio.

En ¨¦xodo interminable se le unen, entre otros, el periodista Corpus Barga, el ling¨¹ista Navarro Tom¨¢s o Xirau, que escribir¨¢ sobre la triste retirada: "Cerca de la frontera, los ch¨®feres de las ambulancias nos abandonaron en medio de la carretera, sin equipaje ni dinero, al anochecer, junto a una elevada escollera a lo largo del mar en medio de una muchedumbre que se empujaba".

El fr¨ªo es intenso, llueve a c¨¢ntaros: "La madre de don Antonio, de 85 a?os, con el pelo empapado, era una belleza tr¨¢gica. Entramos en Francia sin dinero ni documentos. Nos dieron pan blanco y queso. Los refugiados llegan al hotel Quintana de Colliure. Madame Quintana hizo todo lo posible para aliviar las penas de los exiliados".

Tres semanas despu¨¦s falleci¨® don Antonio en el hotel. Ten¨ªa 63 a?os. "Cuando Antonio expir¨®, como la habitaci¨®n del hotel era peque?a", habla Matea, "tuvieron que sacar el cad¨¢ver alz¨¢ndolo sobre la cama en la que mam¨¢ Ana estaba inconsciente. Luego fue amortajado en una s¨¢bana porque as¨ª lo quiso Jos¨¦ al interpretar aquella frase que un d¨ªa dijera Antonio a prop¨®sito de las pompas innecesarias de algunos enterramientos: 'Para enterrar a una persona, con envolverla en una s¨¢bana es suficiente". Su madre le sigui¨® tres d¨ªas m¨¢s tarde.

"Antonio Machado, poeta espa?ol. Muri¨® aqu¨ª el 22 de febrero de 1939", se lee en una placa sobre el porche de la casa de tres pisos. Sucedi¨® a las tres y media de la tarde. Congesti¨®n pulmonar. La madre del profesor de franc¨¦s y autor de Campos de Castilla hab¨ªa preguntado cuando entraban en Colliure: "?Llegaremos pronto a Sevilla?".

Pocos d¨ªas despu¨¦s, Jos¨¦ Machado encontr¨® en el bolsillo del gab¨¢n de su hermano un trozo de papel en el que se le¨ªan las palabras: "Estos d¨ªas azules y este sol de la infancia". Al lado aparec¨ªa la frase: "Ser o no ser¡­", y cuatro versos ya publicados en Otras canciones de Guiomar, en los que introdujo la variante "y te dar¨¦" en lugar de "y te enviar¨¦" de la versi¨®n original: "Y te dar¨¦ una canci¨®n: / Se canta lo que se pierde / Con un papagayo verde / Que la diga en tu balc¨®n".

El hotel Quintana estaba cerrado cuando pasamos por all¨ª. "Lo abren s¨®lo en verano", nos inform¨® un transe¨²nte. Al llegar al pie de la tumba de Machado, en el cementerio de Colliure, comprobamos que no le faltaban flores reci¨¦n cortadas, y all¨ª fueron tambi¨¦n a parar las nuestras.

Los n¨¢ufragos. Antonio Machado fue uno de los primeros muertos del exilio. El de 1939 fue, seg¨²n Juan Marichal, "un episodio enteramente nuevo en la historia de Espa?a -y que no se repetir¨¢ jam¨¢s- por sus consecuencias intelectuales. La Espa?a de 1936 hab¨ªa alcanzado el punto m¨¢s alto de su cultura desde el siglo de Cervantes y Vel¨¢zquez". En el terreno del pensamiento puede afirmarse que Espa?a estaba en el punto m¨¢s alto de toda su historia intelectual. Un pensamiento al que Ortega llam¨® "de los n¨¢ufragos". Una "meditaci¨®n de retorno" que otro ilustre exiliado, Araquist¨¢in, llam¨® "Numancia errante que prefiere morir a darse por vencida". Am¨¦rico Castro escribi¨®: "No habr¨¢ paz para nosotros. Y justamente est¨¢n condenados a no gozar de ella los hombres de buena voluntad. Cada raza, su sino".

Fue la m¨¢s importante de la larga serie de emigraciones nacionales de los siglos XIX y XX. En la n¨®mina de los que llegan a Am¨¦rica, el periodista republicano Eduardo de Guzm¨¢n cuenta 208 catedr¨¢ticos, 501 maestros, 375 m¨¦dicos, 214 ingenieros, 434 abogados, 109 escritores, 28 arquitectos, 361 t¨¦cnicos y centenares de periodistas, militares, investigadores y sabios.

En El exilio espa?ol de 1939, Jos¨¦ Luis Abell¨¢n calcul¨® en 5.000 el n¨²mero de los intelectuales que salieron, "entendiendo por tales aquellos que tuvieran una cierta notoriedad en profesiones liberales, art¨ªsticas, cient¨ªficas y docentes". Dos exiliados obtendr¨¢n el Premio Nobel con posterioridad a 1936, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez -que muere en 1958 en la que llam¨® "la isla de la simpat¨ªa", Puerto Rico- y Severo Ochoa.

En el exilio figuran, entre otros, seg¨²n el recuento de Guzm¨¢n, m¨²sicos como Pau Casals, Espl¨¢ o Crist¨®bal Halffter; artistas como Picasso, Arteta y Alberto; escultores como Julio Gonz¨¢lez o Lobo; historiadores como Madariaga, Rafael Altamira, S¨¢nchez Albornoz o Am¨¦rico Castro; poetas como Le¨®n Felipe, Altolaguirre, Cernuda, Salinas y Alberti; escritores como Barea, Sender, Mar¨ªa Zambrano, Mar¨ªa Teresa Le¨®n, Max Aub, Serrano Poncela, Bergam¨ªn, Corpus Barga, And¨²jar o Ayala; fil¨®sofos como Recasens Sitges, Gaos o Garc¨ªa Bacca; m¨¦dicos como Trueta, Negr¨ªn, Lafora, P¨ªo del R¨ªo Ortega, M¨¦ndez y Otero; qu¨ªmicos como Medinabeitia, Moles y Giral; juristas como Jim¨¦nez de As¨²a, S¨¢nchez Rom¨¢n y Osorio; cineastas como Luis Bu?uel o Carlos V¨¦lez; pedagogos como Barn¨¦s y ?lvarez Santullano; hombres de ciencia como Arturo Duperier, Blas Cabrera, Ignacio y C¨¢ndido Bol¨ªvar, Boch Gimpera o Millares Carlos.

Pas¨® por varios campos de concentraci¨®n. En 1948 huy¨® a Francia con su mujer y su hija.

Han zarpado desde el sur a toda prisa para hallar refugio en los territorios franceses del norte de ?frica. El 70% son encerrados en campos de concentraci¨®n; se incorporan a las compa?¨ªas de fortificaciones e incluso al ej¨¦rcito franc¨¦s, sobre todo en la Legi¨®n Extranjera, unos 600.

Grupos de cenetistas combatir¨¢n en la Alta Saboya contra los nazis. En Narvik (Noruega) se baten contra la invasi¨®n nazi con la 13 Semibrigada de la Legi¨®n Extranjera al lado del ej¨¦rcito franc¨¦s. A Rusia ir¨¢n los militantes del partido, excombatientes de la Guerra Civil, que se unir¨¢n a Stalin cuando Hitler invade la URSS. En la batalla de Stalingrado cay¨®, entre otros, el hijo de Pasionaria, Rub¨¦n Ruiz Ib¨¢rruri, y en otro teatro de operaciones, Santiago de Pa¨²l Nelken, hijo de Margarita Nelken, diputada a Cortes que en 1937 ingres¨® en el Partido Comunista.

Unos fueron h¨¦roes de la URSS; otros de entre los ni?os de la guerra, empujados por el hambre y la desesperaci¨®n, fueron antih¨¦roes, delincuentes, ladrones empujados al robo por el hambre. Todo hab¨ªa ido bien hasta la guerra entre Hitler y Stalin, hasta que son¨® el s¨¢lvese quien pueda. Un total de 4.124 espa?oles llegaron a la URSS entre 1937 y 1939. De ellos, 1.239 eran emigrantes pol¨ªticos, y 2.895, ni?os. Algunos excombatientes durante y despu¨¦s de la guerra mundial se pasaron meses o a?os en los lager estalinistas, los campos de concentraci¨®n. Eran sospechosos de espionaje, de tibieza revolucionaria, de indisciplina o nacionalismo, de traici¨®n, por el simple hecho de que deseaban volver a Europa o M¨¦xico. Pasionaria puso condiciones muy duras para que salieran.

Francia acogi¨® sobre todo a trabajadores, a proletarios. El campo y la industria necesitan brazos, aunque los patronos les regatean los salarios.

Quince mil exiliados encuentran su nueva patria en la que prof¨¦ticamente se llam¨® la Nueva Espa?a. Los "desnudos y errantes por el mundo" de Le¨®n Felipe, socialistas, comunistas, anarquistas y nacionalistas gallegos, vascos y catalanes, fieles al ideal republicano, pasan del destierro al transtierro, seg¨²n el neologismo de Jos¨¦ Gaos. Se han trasladado de una tierra de la patria a otra. Han encontrado "la patria del destino". A partir de febrero de 1939, el M¨¦xico del presidente L¨¢zaro C¨¢rdenas va a comportarse con ejemplar generosidad.

Concha M¨¦ndez. La poetisa Concha M¨¦ndez, natural de San Sebasti¨¢n (1898-1986), perdida la guerra, viaja con su marido, el poeta Manuel Altolaguirre, hacia Inglaterra, Francia, Argentina, Brasil, Cuba, M¨¦xico. Gerardo Diego la incluy¨® en su Antolog¨ªa de 1932. Fue novia de Bu?uel durante seis a?os, y Garc¨ªa Lorca se la present¨® en El Henar a su amigo, poeta y editor del 27, el malague?o Manuel Altolaguirre (1905-1959). Su ¨²ltimo libro, recuerda Margarita Smerdou, So?ar y vivir, lo public¨® Concha en 1981. Falleci¨® en M¨¦xico el d¨ªa de los Santos Inocentes de 1986.

En cuanto a Altolaguirre, tambi¨¦n productor y director de cine, volvi¨® a Espa?a en 1959 para presentar en el Festival de San Sebasti¨¢n su pel¨ªcula El cantar de los cantares sobre el texto de Fray Luis de Le¨®n. En 1952 hab¨ªa ganado en Cannes el premio al mejor argumento por Subida al cielo, que dirigi¨® Luis Bu?uel. El 26 de julio de 1959, el autor de Poemas de las islas invitadas muri¨® en Burgos en un accidente de coche.

La autora de Sombras y sue?os o Lluvias enlazadas cont¨® de esta manera la desgarradura del exilio. Se reproduce tal y como ella misma lo present¨®.

"Mientras trabajaba en Barcelona como oficial de primera del cuerpo t¨¦cnico y administrativo de la secci¨®n de Am¨¦rica tuve que dejar a mi hija Paloma en una guarder¨ªa. Iba a verla todos los d¨ªas, y cuando me desped¨ªa de ella, me dec¨ªa llorando: '?Ay, mi Conchita!, ?ay, mi Manolito!'. La ni?era se preguntaba si aquellas personas eran mis primos. 'Somos su padre y yo', dije".

"Al poco tiempo me llaman por tel¨¦fono para decirme que Manolo est¨¢ enfermo con principio de tuberculosis y que lo han llevado a una granja para que tome leche y sol. Como no quer¨ªa que estuviera solo decid¨ª que volver¨ªamos al monasterio que nos hab¨ªan ofrecido para que se recuperara. Con nosotros vinieron Gaya, el pintor; el poeta Gil-Albert, y Bernab¨¦ Fern¨¢ndez Canivell, quien ten¨ªa que esconderse porque estaba en peligro su vida".

"El tabaco val¨ªa m¨¢s que la moneda, y lo utiliz¨¢bamos para intercambiarlo por comida en los pueblos. Muchas veces vino a pasar el d¨ªa con nosotros el pintor mexicano ?lvaro Siqueiros".

"Nos llega la noticia de que los fascistas se est¨¢n acercando a Catalu?a. El matrimonio que cuidaba el monasterio era localista, y cuando se acercaron las tropas de Franco se le oy¨® decir: 'Que tomen Espa?a, bueno; pero Catalu?a, que no es Espa?a, no'. Tres meses despu¨¦s, cuando ya se hab¨ªa recuperado, tuvimos que ir a Barcelona a tomar un tren. Como era peligroso que mucha gente se movilizara al mismo tiempo, Gaya no quiso que su mujer y la ni?a salieran el mismo d¨ªa que nosotros, y un d¨ªa despu¨¦s atravesaron el campo a solas. Al llegar a la ciudad supimos que en el camino hab¨ªa ca¨ªdo una bomba que le cort¨® las piernas a la mujer, y ah¨ª se qued¨® desangr¨¢ndose hasta que muri¨®. La ni?a fue reconocida y recogida por un soldado, amigo de su padre. Por donde se mirara, todo era triste".

"Conseguimos un tren hasta Figueras. Al entrar en la estaci¨®n nos encontramos a un matrimonio con dos ni?as que lloraban de hambre. Al estar hablando con ellos, me doy cuenta de que Manolo ha desaparecido, y yo con la preocupaci¨®n de que el tren llegar¨ªa sin estar ¨¦l. Al rato lo veo aparecer con una olla de patatas hervidas que hab¨ªamos dejado en casa para las ni?as".

En El exilio espa?ol de 1939, Jos¨¦ Luis Abell¨¢n calcul¨® en 5.000 el n¨²mero de los intelectuales que salieron.

"Lleg¨® el tren. ?bamos a subirnos a los vagones ¨²ltimos, pero, por un presentimiento, abordamos el centro, y fue que al llegar a la ¨²ltima estaci¨®n de Barcelona cay¨® una bomba en la cola del convoy, llegando destrozados los vagones, la gente muerta y los heridos dando gritos. El tren continu¨® su marcha; una vez m¨¢s, el destino cuidaba de nosotros. Por los aires pasaban p¨¢jaros negros, como eran llamados los aviones de bombardeo por los campesinos; pasaban tirando, y todas las bombas cayeron junto al r¨ªo".

"Figueras era un pueblo peque?o, tan chico que la mayor parte de la gente que llegaba no encontr¨® lugar para esconderse. No hab¨ªa hoteles ni casas de hu¨¦spedes. Nosotros dimos con un cuarto con tres camas. Manolo estaba derrotad¨ªsimo, tra¨ªa los zapatos rotos y caminaba casi con los pies descalzos. Era invierno. Derrotado porque poco antes hab¨ªan matado a su hermano, los republicanos lo hab¨ªan fusilado. Lo detuvieron y lo llevaron con un grupo de hombres. Su mujer hab¨ªa conseguido un salvoconducto para rescatarlo, pero cuando lleg¨® al cuartel, cualquiera le dijo: 'Mire, en aquel basurero est¨¢n las carteras de los hombres que han fusilado hoy; si no encuentra la de su marido es que a¨²n est¨¢ con vida'. La pobre mujer se fue a buscar, y la ¨²ltima cartera era la suya. Lo peor de la guerra es que las ideolog¨ªas separan a las familias".

"Manolo consigui¨® que yo atravesara la frontera con la ni?a en el coche de unos diplom¨¢ticos belgas. ?bamos, y las bombas ca¨ªan sobre la gente que iba a pie; ca¨ªan sobre familias enteras, sobre ni?os y viejos que intentaban llegar a la frontera; el camino era largo y no todos llegaron. En uno de los trechos de la carretera nos paramos con el coche. Acababa de caer una bomba sobre una familia: todos estaban muertos salvo un ni?o de brazos. La chica belga, viendo que se mov¨ªa, lo tom¨® para llevarlo con nosotros, y apenas alzado, muri¨®. Llegamos a Francia. No teniendo donde ir, me sent¨¦ con mi ni?a en una banca; entonces apareci¨® un pintor mexicano que hab¨ªa conocido en el hotel Majestic, y se sent¨® con nosotros. En eso vino un tren que recog¨ªa refugiados espa?oles para trasladarlos a los campos de concentraci¨®n. ?ramos otra vez prisioneros. Los tomaban por la fuerza y los sub¨ªan al tren. Y en eso que mi ni?a empieza a llorar, y se acerca un guardia civil a pedirme los documentos, y fue porque le habl¨¦ en franc¨¦s, porque lo hab¨ªa aprendido desde ni?a en el colegio, y por aquel abrigo de piel, que me hac¨ªa parecer una mujer adinerada. As¨ª me libr¨¦ de que nos tomaran presos".

"Cuando llegu¨¦ a Par¨ªs", contin¨²a la esposa de Manuel Altolaguirre su relato, "llam¨¦ a la Embajada para dejar mi direcci¨®n; estaba preocupada, casi loca, porque hab¨ªan publicado una nota en el peri¨®dico anunciando la muerte de Manolo. Pasaron d¨ªas y al fin recib¨ª la noticia de que se encontraba en un campo de concentraci¨®n. Los intelectuales franceses lo rescataron y lleg¨® a Par¨ªs. Apareci¨® en el hotel con un abrigo negro y la cara transformada, nervioso, en un estado mental que daba miedo. Fue esa noche cuando me confi¨® c¨®mo hab¨ªa caminado por la nieve con los pies congelados. Durante d¨ªas caminaba desesperado al ver a su paso ni?os fam¨¦licos y muertos; hasta que encontr¨® un campo de concentraci¨®n, al que se meti¨® ¨¦l mismo. Al entrar quiso darles de beber a unas personas que estaban casi muertas. Era invierno y por el fr¨ªo llevaba puesta toda la ropa que ten¨ªa, y todos empezaron a re¨ªrse de ¨¦l. Entonces, con aquel fr¨ªo, empez¨® a quitarse, una a una, todas las prendas, hasta quedar desnudo; loco, en el campo aquel, frente a toda la gente, se sent¨® junto al fuego que ard¨ªa para calentarse. Despu¨¦s lo rescataron y lo metieron en un hospital psiqui¨¢trico, en el que pas¨® una temporada. Lleg¨® derrotad¨ªsimo, cuando la guerra hab¨ªa terminado".

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