Voto de obediencia y voto de conciencia
Los electores otorgan formalmente su representaci¨®n a personas concretas, pero materialmente tambi¨¦n al partido que respalda sus candidaturas. Es un dato relevante para valorar la obediencia al propio grupo pol¨ªtico
El debate en torno al infortunado proyecto de ley de aborto y al malaventurado acuerdo del Parlamento de Catalu?a pidiendo la transferencia de la competencia para convocar referendos, ha sacado de nuevo al primer plano de la actualidad el gran tema de la disciplina de voto. En mi opini¨®n, la sustituci¨®n del sistema de plazos por el de indicaciones ser¨ªa un grave error y la insistencia en el empe?o de pedir lo que de antemano se sabe que no se obtendr¨¢ solo se explica si, como he dicho en otro lugar, lo que se quiere realmente no es el refer¨¦ndum, sino la negativa a permitirlo. Pero el an¨¢lisis de la instituci¨®n ha de hacerse al margen del juicio sobre las razones por las que unos, en Barcelona, rompen la disciplina de voto y otros, en Madrid, piden que se les dispense de ella. Mejor decirlo as¨ª, para evitar las muchas y amargas implicaciones de la referencia habitual al ¡°voto en conciencia¡±.
Hay muchas Constituciones que, como la nuestra, proh¨ªben expresamente el mandato imperativo, pero este se entiende tambi¨¦n impl¨ªcitamente prohibido en las dem¨¢s porque esta prohibici¨®n es la piedra clave de la democracia representativa, que no puede existir sin ella. Como el mandato parlamentario es producto de la elecci¨®n popular, la prohibici¨®n afecta igualmente a electores y elegidos: ni aquellos pueden dar instrucciones vinculantes, ni si las dieran estar¨ªan estos obligados a seguirlas. Los miembros del Parlamento, cada uno de ellos, representa a la naci¨®n entera, no a su circunscripci¨®n, y la naci¨®n entera no podr¨ªa expresar su voluntad a trav¨¦s del Parlamento si todos ellos no actuaran con plena libertad.
La transformaci¨®n de los representantes en simples delegados o portavoces de sus electores ser¨ªa el fin de la democracia representativa. Un peligro que a juicio de un famoso constitucionalista brit¨¢nico, James Bryce, nos amenazaba ya a comienzos del siglo XX por la creciente facilidad de comunicaci¨®n directa entre los electores, la influencia de los medios, etc¨¦tera. Si ese peligro fuese el de la desaparici¨®n de la democracia en cualquiera de sus formas, o la sustituci¨®n de la democracia representativa por la directa, sus temores habr¨ªan estado infundados, pues ese cambio no se produjo entonces, ni parece que vaya a producirse ahora, pese a las redes sociales, los tel¨¦fonos m¨®viles, etc¨¦tera. La democracia indirecta est¨¢ asegurada porque el obst¨¢culo que la directa no puede superar no es el de la imposibilidad de reunir en un solo espacio, real o virtual, el pueblo de un gran Estado, sino el de la resistencia (creciente en los hombres y mujeres de nuestro tiempo), a dejar de lado sus propios asuntos para dedicarse a los p¨²blicos. La democracia indirecta es consecuencia del principio de divisi¨®n social del trabajo.
No era ese, sin embargo, el peligro que ve¨ªa Bryce y con ¨¦l otros muchos estudiosos m¨¢s o menos coet¨¢neos. En rigor hay democracia indirecta siempre que los ciudadanos act¨²an a trav¨¦s de intermediarios, sea cual fuere la relaci¨®n que entre unos y otros media. Los ciudadanos pueden actuar a trav¨¦s de representantes libres, pero tambi¨¦n por ejemplo por compromisarios, como se hace al elegir al presidente de los Estados Unidos. Hubiera sido absurdo creer amenazada la democracia cuando esta comenzaba a implantarse y avanzar en muchos pa¨ªses europeos. Lo que se tem¨ªa era el fin de la democracia representativa y desde esta perspectiva, no puede decirse que el temor careciese de fundamento.
Los partidos de masas alteran sustancialmente la relaci¨®n entre electores y elegidos
Las democracias del presente est¨¢n basadas en la idea de representaci¨®n y son en consecuencia representativas, pero su pr¨¢ctica no se acomoda a la idea en la que se basan. Los partidos de notables (que tambi¨¦n Bryce ve¨ªa como piezas necesarias) han sido sustituidos por partidos de masas que alteran sustancialmente la relaci¨®n entre electores y elegidos. Los representantes reciben su mandato de los electores, pero son elegidos como candidatos de un partido a cuyo programa han de adherirse y en cuyo marco han de actuar y seguramente es tambi¨¦n el deseo de que el programa se realice el que determina en mayor o menor medida el voto de los electores. Se produce as¨ª una especie de desdoblamiento o bifurcaci¨®n no solo en el destinatario del mandato, sino tambi¨¦n en su naturaleza. Los electores otorgan formalmente su representaci¨®n a personas concretas, pero materialmente tambi¨¦n al partido que respalda sus candidaturas y tanto respecto de unos como de otros su mandato es representativo, no imperativo. Su voto no transforma el programa en un cuaderno de instrucciones que el partido haya de acatar y no pueda dejar de lado cuando lo crea necesario para tomar las decisiones que considere ineludibles o simplemente convenientes. La presente legislatura, pero tambi¨¦n la anterior, nos han ofrecido abundantes y clamorosas pruebas de esta libertad.
Pero esa libertad requiere que el partido act¨²e como una unidad de decisi¨®n, y este requisito no es compatible con la plena libertad de los representantes individuales, quienes son libres en su relaci¨®n con los electores, pero no en su relaci¨®n con el partido, al que deben obediencia. La mediaci¨®n del partido parece transformar as¨ª en imperativo el mandato que originariamente no lo era.
La compatibilidad de la disciplina de partido con la prohibici¨®n del mandato imperativo suele defenderse con argumentos te¨®ricos y pragm¨¢ticos muy generalmente aceptados. El m¨¢s com¨²n es el que parte de la evidencia de que el representante ha sido elegido como candidato de un partido con un determinado programa, no en raz¨®n solo de su persona o sus propuestas. Renegar de esa imagen p¨²blica con la que apareci¨® ante los electores para recabar su plena libertad frente al partido, significar¨ªa, se dice, o bien que los enga?¨® antes de votar, o que los traiciona despu¨¦s. Junto al anterior, se emplea otro derivado del principio democr¨¢tico en su versi¨®n rousseauniana: el representante no pierde su libertad al seguir las instrucciones del partido porque estas provienen de instancias (¨®rganos colectivos del partido, o especialmente grupo parlamentario) de las que forma parte y que deciden por mayor¨ªa. El argumento pragm¨¢tico es, por ¨²ltimo, el de que sin disciplina de partido es imposible o muy dif¨ªcil una acci¨®n pol¨ªtica eficaz (de Gobierno o de oposici¨®n).
Los argumentos te¨®ricos son s¨®lidos, pero no incontestables. El de la vinculaci¨®n al programa del partido, desaparece cuando es el partido el que se apart¨® de ¨¦l, o la disidencia versa sobre cuestiones no previstas en el programa, e incluso en las previstas, si no lo est¨¢n con un grado tal de concreci¨®n que no quede resquicio alguno para la interpretaci¨®n. M¨¢s cuestionable a¨²n es el de la ¡°autovinculaci¨®n¡± a la voluntad de la mayor¨ªa: si esta sumisi¨®n no ha sido previamente autorizada por los electores, su legitimidad es dudosa y si lo ha sido, el ¨²nico representante elegido es el partido y el individuo un portavoz sin voluntad propia. Estas debilidades no los destruyen, pero les restan fuerza y en la actualidad, la legitimidad del sistema de la democracia representativa se apoya en el argumento pragm¨¢tico.
Muchos ciudadanos no se sienten representados en los ¨®rganos de poder de la Uni¨®n Europea
Este s¨ª es incontestable, pero est¨¢ en funci¨®n de la eficacia que se pretenda y en las democracias parlamentarias europeas la disciplina de voto ha llegado hasta tal extremo que los debates parlamentarios se han ido vaciando de significado, o al menos han perdido el que originariamente era su raz¨®n de ser. La aprobaci¨®n parlamentaria de las leyes es frecuentemente una simple formalizaci¨®n de decisiones tomadas fuera del Parlamento, cuya capacidad para controlar al Gobierno depende exclusivamente de la relaci¨®n de fuerzas entre los partidos, no de las razones.
Esta ¡°democracia de partidos¡± ha sido, sin embargo, la que m¨¢s libertad y mayor igualdad ha dado a nuestras sociedades. Ni su menesterosidad te¨®rica ni la transformaci¨®n de los representantes elegidos por el pueblo en servidores de partido pueden hacerlo olvidar, ni ser¨ªan razones suficientes para cambiarla mientras no hubiera otras. Pero tal vez ahora comience a haberlas.
Quiz¨¢s ese temor sea exagerado, o no tenga raz¨®n de ser, sino en Espa?a. La democracia de partidos no es un fen¨®meno exclusivamente espa?ol, pero por razones en las que ahora no cabe entrar, se presenta entre nosotros de manera muy descarnada. En todo caso, no son exclusivamente espa?oles los retos a los que la democracia de partidos no puede responder con eficacia en su forma actual. Son muchos los pa¨ªses de la Uni¨®n Europea cuyos ciudadanos se sienten poco o nada representados por los ¨®rganos del poder, y en todos ellos se considera muy insuficiente la legitimidad democr¨¢tica de sus decisiones. El remedio de estos males no puede venir de los Gobiernos ni de los jueces. Es tarea propia de los Parlamentos, que no podr¨¢n llevarla a cabo f¨¢cilmente mientras est¨¦n agarrotados por la disciplina de partido, que en consecuencia habr¨ªa que eliminar o reducir en aras precisamente de la eficacia de la acci¨®n pol¨ªtica. Seguramente no basta suprimirla para revitalizarlos, ni me hago muchas ilusiones sobre la posibilidad de que los partidos renuncien a ella, pero creo que vale la pena debatir la cuesti¨®n.
Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico jubilado de la Universidad Complutense y director del Departamento de Estudios Europeos del Instituto Universitario Ortega y Gasset.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.