¡®Peter, Mohamed y otros ni?os que no juegan a la PSP¡¯
'Addis, Addis', del periodista Carlos Agull¨®, es la historia de la capital de Etiop¨ªa y sus gentes Once personajes que se mueven entre tradici¨®n y modernidad, riqueza y pobreza, realidad y sue?os y son s¨ªmbolo de los cambios que se est¨¢n viviendo en ?frica Lo que sigue es el tercer cap¨ªtulo completo
Hay una cifra que se repite una y otra vez y que no hay manera de cotejar: en Addis Abeba hay 60.000 ni?os de la calle. Lo que s¨ª se pude comprobar en cualquier paseo por la ciudad es que son muchos los chavales ¨Calgunos casi aprendiendo a andar se te abrazan a las piernas¨C que te salen al paso, para pedirte dinero o comida, para venderte algo o simplemente para ofrecerte conversaci¨®n. O para todo a la vez. En ?D¨®nde est¨¢ mi perro?, la pel¨ªcula que rod¨® en Addis Abeba Miguel Llans¨® con Yohanes Feleke, los ni?os que se ofrecen para encontrar al perro pastor alem¨¢n que se extravi¨® fantasean con lo que har¨¢n con la recompensa que creen que van a cobrar. Sentados en una colina sobre un barrio de chabolas, van pasando por delante de la c¨¢mara para contar lo que piensan hacer: ayudar a la madre enferma, hacerse limpiabotas, montar un quiosco en la calle. Uno de ellos suelta: "Yo quiero comprarme una PSP". La pel¨ªcula es un ejercicio ir¨®nico en el que la realidad y el gui¨®n se confunden y te enredan.
Un domingo por la ma?ana me acerqu¨¦ a ver la moderna iglesia de Medhane Alem, que pasa por ser el segundo templo m¨¢s grande de ?frica. Sus tres c¨²pulas verdes dominan una de las zonas que con m¨¢s rapidez se est¨¢n renovando en Addis. Camino por uno de los laterales de la iglesia, ¨Cpor la noche vi acampados aqu¨ª a cientos de mendigos que se cubren solo con unos pl¨¢sticos atados a la verja¨C, cuando se me acerca un chaval. Me dice que se llama Peter, as¨ª en ingl¨¦s, y que tiene 13 a?os. Como la mayor¨ªa, comienza por preguntarme de d¨®nde vengo, me dice algo sobre alg¨²n futbolista espa?ol y se ofrece para hacer de gu¨ªa por la ciudad.
Esa misma tarde, tomando un zumo en una moderna cafeter¨ªa de Bole con una amiga et¨ªope que trabaja en una organizaci¨®n humanitaria, le cont¨¦ la historia de Peter. Le pregunt¨¦ si cre¨ªa que hab¨ªa exagerado, si era otra m¨¢s de las historias de ni?os desamparados, de buenos estudiantes que buscan un esp¨®nsor. Su respuesta me dej¨® un poco m¨¢s intranquilo de lo que me qued¨¦ cuando me desped¨ª de Peter y contempl¨¦ c¨®mo su figura se iba diluyendo en el bullicio de la ciudad.
¡ªEs perfectamente posible que te haya contado la verdad ¨Cme responde mi amiga¨C. Sabes por experiencia que los ni?os que est¨¢n en la calle se las ingenian para sacar unos birrs como sea, especialmente cuando se trata de vosotros, los faranyis. Pero muchas veces sus experiencias son todav¨ªa peores de lo que dicen. La realidad es muy dura y cuanto m¨¢s da?o nos hace m¨¢s tendemos a creer que son historias irreales.
Peter vive con una hermana un a?o mayor que ¨¦l. Se llama Almaz, que significa diamante. Son hu¨¦rfanos desde hace dos a?os y no tienen m¨¢s familia en Addis Abeba. Sabe que existen unos t¨ªos, pero no los conocen. ?l va a la escuela y piensa que no es mal estudiante. Ella ya lo dej¨® y se ocupa de los trabajos de casa, pero ahora est¨¢ enferma. Peter no sabe la palabra en ingl¨¦s, pero por el lugar que me indica entiendo que lo que tiene mal su hermana es el h¨ªgado. Muchos d¨ªas se tiene que quedar en el hospital, me dice. Peter, con trece a?os, asumi¨® la responsabilidad de hacerse cargo de su hermana mayor. Adem¨¢s de ir al colegio, trabaja para conseguir dinero para los dos.
¡ªPor las ma?ana, antes de ir a la escuela, trabajo como listro, limpio los zapatos a la gente que va a las oficinas. Y los fines de semana voy a un hotel por la ma?ana temprano, y me pagan por fregar los suelos.
¡ª?Cu¨¢nto dinero ganas con esos trabajos?
¡ªEn el hotel me dan 300 birrs al mes, que es lo que me cuesta ir a la escuela. Limpiando zapatos tengo que sacar cada d¨ªa unos diez o doce birrs. Eso supone tener por lo menos doce clientes, salvo cuando las propinas son buenas o cuando los clientes son faranyis, que pagan mejor. Con eso podemos almorzar Almaz y yo.
D¨ªas despu¨¦s, un grupo de chavales que tienen su puesto de limpiabotas en una buena esquina de Bole, junto al Elephant Walk, debajo de un cartel luminoso de Adika, la empresa que alquila las despampanantes limusinas blancas que recorren la ciudad con las parejas de novios, me explicaron c¨®mo fluct¨²an los precios en su negocio. Sin tapujos. Cuando me piden diez birrs por quitarme el barro de los zapatos les pregunto: "Farangi price or habesh¨¢ price?".
Demuestran por qu¨¦ los guragues, la etnia a la que pertenecen los cr¨ªos, se han ganado una merecida fama de gente bien dotada para los negocios. De ingl¨¦s apenas saben m¨¢s que shine, thank you y money, pero tardan unas d¨¦cimas de segundo en comprender mi pregunta:
¡ªFarangi price ¨Cresponden sin dejar opci¨®n al regateo.
¡ª?Y cu¨¢nto me costar¨ªa si fuese habesh¨¢? ¨Crepondo sin protestar.
¡ªTres birs. Esta es una zona cara ¨Creplican.
¡ªEl dinero que ganas no da para comer m¨¢s que algo de inyera una vez al d¨ªa ¨Cle digo a Peter, mientras unos chavales invitados a una de las bodas que se celebran hoy en Medhanie Alem corretean a nuestro alrededor vestidos con hermosas ropas tradicionales.
¡ªS¨ª, cuando tengo suerte y hay mucho trabajo gano 30 birrs y podemos comer tambi¨¦n por la noche. Cuando hay m¨¢s trabajo es en la ¨¦poca de lluvias porque las calles est¨¢n llevas de barro y la gente quiere limpiarse los zapatos antes de ir a la oficina o a los caf¨¦s.
¡ª?Por qu¨¦ no sale tambi¨¦n a trabajar tu hermana? ¨Cle pregunto a Peter.
¡ªPorque est¨¢ enferma. A veces tiene que quedarse en el hospital, y entonces tengo que conseguir otros 100 birrs para pagar la cama y las medicinas.
¡ª?Pero cuando no est¨¢ en el hospital...? ¨Cinsisto.
¡ªPara una chica no hay trabajo¨C me explica, e intenta hacerme comprender c¨®mo son las cosas. ¨C Si una chica joven va por ah¨ª buscando trabajo, la gente piensa mal de ella. Se creen que busca otra cosa, y para las que buscan eso s¨ª que hay trabajo. Pero yo no quiero que mi hermana tenga que hacerlo.
Mientras charlamos, damos vueltas alrededor de la iglesia, por los soportales. Me explica que llegu¨¦ un poco tarde para poder ver el interior. A las 9 de la ma?ana terminan los oficios y se cierra el templo. Pero puedo ver una maqueta que se expone junto a una de las puertas, y contemplo las c¨²pulas verdes que destacan sobre el blanco de las paredes, y las pinturas de colores intensos en la fachada principal. La iglesia es en planta de cruz, y no octogonal como los templos ortodoxos cl¨¢sicos. Tambi¨¦n disfrutamos del espect¨¢culo que supone encontrarse con una boda en Etiop¨ªa, y m¨¢s en la que hay este domingo en Medhane Alem, en la que los novios, las damas y la mayor¨ªa de los invitados visten trajes tradicionales. La moda lleg¨® tambi¨¦n a esta indumentaria: dise?os modernos con la esencia de las ropas blancas y las filigranas bordadas en colores brillantes. Los coros rodean y acompa?an a los novios mientras cantan, dan palmas y danzan al ritmo de un kabaro, un enorme tambor que se van pasando unos a otros. Un espect¨¢culo.
Peter insiste mucho en saber en qu¨¦ hotel me hospedo, me pide el n¨²mero de mi m¨®vil, quiere saber a qu¨¦ me dedico. Me recomienda todos los museos de Addis, pero le digo que llevo meses viviendo en la ciudad, que ya he venido unas cuantas veces antes y que me conozco todos los museos y las iglesias. Me mosqueo cuando trata de convencerme para ir a ver un espect¨¢culo de m¨²sica y danza tradicionales que cuesta 20 birrs. Me dice que es en una escuela de baile en la que adem¨¢s ayudan a personas ciegas. Quiz¨¢s no fuese su intenci¨®n, pero la invitaci¨®n a visitar una casa de bailes populares es uno de los cl¨¢sicos trucos para desplumar a los faranyis incautos. Pese a mis respuestas evasivas, Peter me sigue hablando:
¡ªLa gente en Addis es mala. No se ayudan unos a otros ¨Cafirma.
¡ª?Tus vecinos tampoco os ayudan a tu hermana y a ti? ¨Cpregunto.
¡ªEllos algunas veces, s¨ª. Pero hay banqueros y otras personas con mucho dinero que no entiendo por qu¨¦ no dan un poco de lo que tienen.
Justo antes de encontrarme con Peter en el exterior del recinto de la Iglesia, que ocupa el espacio equivalente a una manzana de una calle grande en cualquier ciudad moderna, acababa de pasar por delante de una de las mayores ostentaciones de lujo de la nueva Addis. En la calle que atraviesa desde Bole hacia Medhane Alem, enfrente del lugar en el que se levant¨® el Millenium Hall, Samuel Tefesse, magnate inmobiliario y propietario de la privatizada Sunshine Construccion, edific¨® una hilera de ocho o diez chalets, todos iguales al estilo Beberly Hills, uno para ¨¦l y otro para cada uno de sus hijos. No pude entrar en el interior, claro, lo m¨¢s que hice fue un leve saludo levantando las cejas al pasar por delante de las c¨¢maras de seguridad de esta especie de castillo amurallado. Pero s¨ª que pude ver fotos del interior de la casa en una web que recogi¨® im¨¢genes de la visita que le hizo a Samuel Tefesse otro de los magnates et¨ªopes, el que pasa por ser el hombre negro m¨¢s rico del mundo, Mohammed Al Amoudi. Escaleras en m¨¢rmol blanco en c¨ªrculo partiendo de un gran recibidor, amplios salones con maderas nobles y televisor de plasma en los yacuzzis, dormitorios con camas adoseladas, piscina en la parte trasera de cada vivienda.
Peter todav¨ªa no me ha pedido dinero, pero me adelanto a lo que sabes que va a suceder a poco que camines por la ciudad. Nos sentamos en uno de los muretes del atrio a contemplar el ritual de las fotos a los novios y a los invitados de la boda.
¡ªYa s¨¦, en Addis hay mucha gente que pide dinero a los faranyis ¨Capunta Peter.
¡ª?Cu¨¢nto tienes hoy? ¨Cle pregunto.
Saca del bolsillo un billete arrugado de 10 birrs.
¡ª?Ya has comido algo?
¡ªMe dieron en el hotel. Fui por la ma?ana a trabajar.
Seguimos charlando y lo observo. Con disimulo hurgo en mi bolsillo hasta que junto a ciegas tres billetes de diez birrs, al cambio poco m¨¢s de dos euros.
¡ªPeter, aunque s¨¦ que no deber¨ªa hacerlo, te voy a dar algo de dinero para que com¨¢is Almaz y t¨².
Comprueba con una mirada r¨¢pida ¨Cprimero dirigida a lo que tiene en las manos, despu¨¦s hacia mis ojos¨C, que no me equivoqu¨¦ con la cantidad que le doy. Noto que le brillan los ojos. Me invita a que vaya a su casa a conocer a su hermana, est¨¢ a unos treinta minutos caminando, pero busco una excusa para rehusar el ofrecimiento. Me dice que si vuelvo otro d¨ªa por aqu¨ª, podremos vernos, pero creo que los dos somos conscientes de que probablemente sea la ¨²ltima vez que nos veamos en nuestras vidas.
¡ªLe pedir¨¦ a Almaz que rece por ti ¨Cme dice mientras se aleja.
Cuando lo contemplaba caminar por los cuidados jardines del Medhane Alem ¨Cel Salvador del Mundo, significa el nombre del templo¨C ya me estaba arrepintiendo de haberle dado dinero en lugar de acompa?arlo a conocer a su hermana enferma. Si he de ser sincero, tem¨ª volver a meterme en un l¨ªo, porque la polic¨ªa de Addis Abeba tiene un particular sentido de la protecci¨®n de la infancia. Unos meses antes, una fotograf¨ªa que les hice a Loreto y a nuestra hija Misiker con un ni?o de la calle con el que compartimos un poco de comida nos cost¨® un incidente con tres guardias uniformados y un comisario de paisano.
Se llama Mohamed
Se llama Mohamed y ya cumpli¨® los 14 a?os, aunque nadie lo dir¨ªa por su aspecto. Hace dos que se escap¨® de la casa en la que viv¨ªa con su padre, en un pueblo a unos cuantos kil¨®metros de la capital, para afincarse bajo unos arbustos que crecen cerca del Estadio Nacional, justo al lado de la explanada en la que se alquilan bicicletas. Mohamed comparte con otro pu?ado de chavales un refugio embarrado por las lluvias, que han vuelto a llegar con retraso, lo que no presagia nada bueno. Pasa el d¨ªa por los alrededores del estadio, por la plaza de Meskel, en la puerta del hotel Ghion. Igual que el batall¨®n de ni?os que pueblan esta y otras zonas de la capital de Etiop¨ªa, pide limosna y se busca alg¨²n trabajo en los negocios de la zona. Como transportar las cajas de papel de fotocopia que una furgoneta deja al otro lado de la calle, frente a una peque?a copister¨ªa que funciona tambi¨¦n como c¨ªber.
Fue a la puerta de esa tienda donde conocimos a Mohamed. Nos pidi¨® dinero, pero tampoco insisti¨® mucho. Ni siquiera perdi¨® el tiempo en contarnos esa historia repetida una y otra vez por los ni?os de la calle de que perdieron a sus padres, que son buenos estudiantes y que necesitan algo de dinero para comprar material escolar. Esper¨® a que emprendi¨¦semos camino hacia la plaza para seguirnos. Entendi¨® enseguida que de nuestros bolsillos no iba a salir ni un birr y eligi¨® la opci¨®n m¨¢s pragm¨¢tica. Nos se?al¨® la puerta de un supermercado y nos pidi¨® que le compr¨¢semos comida.
No lo dudamos. Mohamed ten¨ªa hambre de verdad. Y qui¨¦n sabe en qu¨¦ se habr¨ªa gastado las monedas ¨Cquiz¨¢s un birr, menos de 10 c¨¦ntimos de euro¨C que cobr¨® por hacer de porteador de una carga que sobre los hombros de su figura escu¨¢lida parec¨ªa pesad¨ªsima. Pudo haberlos guardado, quiz¨¢s pag¨® una deuda con alguno de los otros chavales, casi adolescentes, que parecen ser los que ponen las normas en la zona. O tal vez se haya comprado una bolsita de pegamento para esnifar. Como otro chico con el que nos encontramos poco antes, en la misma acera de esta calle que comparten los que no tienen nada con alguna cl¨ªnica privada, coches de cierto lujo y caf¨¦s y peque?as tiendas que sirven lo mismo para vender artesan¨ªa local que para cambiar dinero en el mercado negro.
¡ª?Sabes que eso te hace da?o?, le digo al chaval del superg¨¦n.
¡ªS¨ª, pero es la ¨²nica manera de enga?ar al est¨®mago ¨Cresponde mientras se deshace sin disimulo de la bolsita de pegamento a la que quiz¨¢s a¨²n le hubiese podido sacar alg¨²n tiro.
Mohamed se nos adelanta para entrar en el supermercado. Ante la mirada entre desconfiada y sorprendida de los dependientes, se dirige r¨¢pido a un estante, coge un paquete con dos bollitos de pan y enfila la caja de pago. La decisi¨®n con la que act¨²a nos convence de que ese d¨ªa necesitaba comer. Otro d¨ªa, quiz¨¢s, le hubi¨¦semos dado algo de dinero, pese a que por todos lados te advierten de que es mejor no hacerlo y de que sab¨ªamos que en la avenida Churchill pod¨ªamos comprar vales que los mendigos pueden canjear por comida en alguna organizaci¨®n de asistencia social. Le pedimos al charcutero que le rellene los panecillos con embutido, le invitamos a que elija unas galletas y pedimos una bolsa de medio litro de leche fresca.
La presencia del chaval en el supermercado no parece agradar a los empleados. Uno de ellos, mientras le prepara los bocadillos, se permite bromear sobre el aspecto de Mohamed. Unas protuberancias en la frente, que nos dijo que eran de nacimiento y que seguramente no hacen m¨¢s que a?adir dificultades en su lucha diaria por la supervivencia, le sirven al tendero para hacer el chiste f¨¢cil.
¡ªEs como un animal de cuernos ¨Cchapurrea como puede en un ingl¨¦s m¨¢s primario todav¨ªa que el m¨ªo.
Es curioso c¨®mo los seres humanos establecemos escalas, incluso cuando estamos muy cerca del pelda?o m¨¢s pr¨®ximo al infierno. El empleado del supermercado, con un sueldo que tal vez no alcance los 50 euros mensuales, probablemente viva en una de esas casas de tejado de chapa, sin agua corriente y con una letrina compartida con otros vecinos. Pero la presencia de Mohamed, descalzo, sucio y con las ropas a jirones, le hizo sentirse en otra dimensi¨®n y nos dio la impresi¨®n de que cuando dijo que parec¨ªa un animal con cuernos en realidad quiso decir sencillamente que era como un animal. Y es verdad que en Addis hay animales que reciben m¨¢s atenciones y pasan menos fatigas que este chaval que duerme bajo unos ¨¢rboles con goteras. No pude dejar de recordar en aquel momento a los perros que vimos juguetear en los jardines de la Embajada de Espa?a. Alegres, limpios y saludables.
Mohamed no ten¨ªa calzado, como Tigist, una ni?a que un a?o antes, muy cerca de all¨ª, al pie del rascacielos del multimillonario Al Amoudi que da sombra a la entrada del Hotel Ghion, nos hab¨ªa pedido unos zapatos. Entramos a tomar un caf¨¦ en la terraza de la piscina del hotel y ya nunca m¨¢s volvimos a ver a aquella ni?a. Nos pes¨® no haberle hecho caso cuando nos habl¨®.
Tal vez ese recuerdo nos condicion¨® esta vez. Salimos del supermercado guiados por el propio Mohamed en busca de una tienda donde vendiesen chanclas de pl¨¢stico. Damos una vuelta entera al estadio ¨Ccaf¨¦s, zapater¨ªas en los que no venden chanclas de goma, ropa deportiva, una freidur¨ªa de pescado, mesas de ping-pong, futbolines¨C, pero no somos capaces de encontrar lo que busc¨¢bamos. Hacemos un alto en el camino para que Mohamed pueda comer tranquilo, sin el acoso de ninguno de los otros chavales que merodean por la zona. Como leones en la sabana, hab¨ªan logrado seguir el rastro de los bocadillos de mortadela de Mohamed. Se sienta en una acera, con las gradas del estadio nacional al frente y la sede de la Cruz Roja a la espalda. Ya hab¨ªa un par de chicos, algo mayores que ¨¦l, que se interesaban por el bot¨ªn que Mohamed estaba engullendo. Nosotros no prest¨¢bamos mucha atenci¨®n a lo que pasaba alrededor, pero como comprobamos poco despu¨¦s alguien segu¨ªa nuestros movimientos.
Mientras Mohamed come le preguntamos si quiere que nos hagamos una foto juntos. Sin soltar el bocadillo que tiene en una mano y la bolsa de leche en la otra, sonr¨ªe al objetivo y se deja flanquear por Loreto a su izquierda y Misiker a su derecha. Muchas veces nos hemos quedado con las ganas de hacer una buena foto porque la c¨¢mara puede ser como un cuchillo que corta de cuajo lo que llevaba camino de ser una relaci¨®n fluida. Nos parece que ese momento est¨¢ superado y por eso nos atrevemos a pedirle a Mohamed una foto juntos.
Cuando reanudamos el camino para seguir buscando unas chanclas, notamos que un coche grande, un pick-up blanco, aminora la velocidad al llegar a nuestra altura. Desde el asiento del copiloto, una mujer negra de mediana edad, reprocha al ni?o que se deje fotografiar por los extranjeros. No se dirige a nosotros ni siquiera cuando intentamos explicarle que solo quer¨ªamos conservar un recuerdo del chico con el que, en unos pocos minutos, hab¨ªamos establecido una cierta complicidad. Vemos desaparecer el coche mientras nos internamos en una calle m¨¢s estrecha y en la que, de repente, nos sorprendemos rodeados de personas empe?adas en indicarnos d¨®nde pod¨ªamos comprar las chanclas como las que est¨¢bamos viendo en los pies de todo el mundo pero que parec¨ªan haberse esfumado de repente de todas las tiendas de Addis Abeba.
Una chica abandona su peque?o puesto callejero para liderar el tropel de gu¨ªas espont¨¢neos. Despu¨¦s de preguntar en tres o cuatro tiendas y de meternos con pocas ganas en callejones que no sab¨ªamos a donde nos llevan, nos topamos de frente con tres polic¨ªas ¨Cdos hombres y una mujer j¨®venes¨C que recriminan a Mohamed y que despu¨¦s se dirigen a mi hija hablando en amari?a. Enseguida intuimos, sin necesidad de traducci¨®n, que el problema est¨¢ en la foto que acabamos de hacernos con Mohamed. No hay duda: la pareja del coche blanco que nos vigilaba unas calles m¨¢s abajo no tard¨® en encontrar a qui¨¦n contarle que un par de faranyis con una chica habesh¨¢ se estaban haciendo fotos, qui¨¦n sabe con qu¨¦ prop¨®sito, con uno de esos desgraciados que viven en la calle.
¡ªT¨² eres et¨ªope y deber¨ªas saber que no se le pueden hacer fotos a los menores ¨Crepite como una aut¨®mata desde sus dos metros de altura la polic¨ªa que se dirige a Misiker.
Intentamos meter baza, pero es in¨²til.
¡ªDo you speak English? ¨Cle pregunta una y otra vez Loreto sin obtener respuesta, ni siquiera una mirada de la polic¨ªa.
El revuelo es cada vez mayor. Cada vez m¨¢s gente nos rodea. De repente nos damos cuenta de que junto a los polic¨ªas de uniforme hay otro hombre, de paisano, con un m¨®vil en la mano con el que apunta hacia nosotros. La tensi¨®n va en aumento. Misi se pone muy nerviosa. Entendemos que el hombre del tel¨¦fono es un comisario de polic¨ªa. Nos est¨¢ grabando con la c¨¢mara del tel¨¦fono.
¡ªPap¨¢, borra las fotos y v¨¢monos r¨¢pido de aqu¨ª ¨Cme apura Misiker, que es la ¨²nica de los tres que se entera de lo que hablan los polic¨ªas y toda aquella gente que nos rodeaba.
Los tres polic¨ªas se niegan a entablar un di¨¢logo con nosotros, por m¨¢s que les decimos que nuestra hija, a la que se est¨¢n dirigiendo, tambi¨¦n es menor. Como Mohamed, del que por cierto se desentendieron despu¨¦s de comprobar que debajo de la camiseta lleva escondidas las galletas y uno de los panecillos que le compramos. Por fin el agente de paisano se dirige a nosotros.
¡ªBorren todas las fotos ¨Cme conmina.
¡ªNo tengo por qu¨¦ hacer eso ¨Cle respondo sin mucha convicci¨®n, al tiempo que veo que Misiker se encara con la polic¨ªa gigante como una jirafa hablando en amari?a: "Primero, soy espa?ola y si quieres te ense?o mi pasaporte. Segundo, lo ¨²nico que hemos hecho es comprarle algo de comida a ese ni?o¡".
La situaci¨®n no parec¨ªa ir a mejor y en aquel momento no se nos ocurri¨® ¨Cpor fortuna, pensamos despu¨¦s¨C echar la mano a la cartera, como nos sugirieron que hici¨¦semos si se repet¨ªa una situaci¨®n semejante algunos amigos de Addis Abeba cuando les contamos el episodio. Sin dar tiempo a m¨¢s discusi¨®n y para zanjar el asunto le mostramos al comisario c¨®mo borramos de la tarjeta las dos ¨²nicas fotos en las que aparec¨ªa Mohamed.
Cuando nos disponemos a marchar del lugar aparece apresurada la chica que hab¨ªa dejado su peque?o tenderete para indicarnos d¨®nde comprar las chanclas. Trae algo en la mano que nos resulta familiar. Enseguida nos damos cuenta de que nos hab¨ªa tocado ser los faranyis pardillos del d¨ªa, aunque la v¨ªctima fuese una adolescente con pasaporte espa?ol muy orgullosa de su origen habesha. Alguno de los entusiastas cicerones aprovech¨® el revuelo para robarle a Misiker la billetera que llevaba en su mochila. Cincuenta birrs (menos de tres euros), una moneda extranjera que le hab¨ªa regalado un chico que conoci¨® en Lalibela y la certeza de que los rateros de Addis Abeba no son racistas. Los polic¨ªas tampoco. Despacharon el asunto del hurto con cortante naturalidad :
¡ªLa culpa es vuestra por meter las narices donde nadie os llama.
Peter y Mohamed
Como Peter y Mohamed hay miles de ni?os en Addis Abeba. Las cifras son muy dispares, nada extra?o en una ciudad que crece r¨¢pido y sobre la que ni siquiera hay acuerdo en el n¨²mero de habitantes que tiene. Algunas fuentes cifran en 60.000 los ni?os de Addis Abeba que carecen de casa y familia, otras dicen que son m¨¢s de 100.000. Unicef, que es una buena fuente para intentar aproximarse a la situaci¨®n de la infancia, estima que en torno a un 13% de los ni?os et¨ªopes han perdido a uno o a los dos padres.
Aunque se les considera potencialmente poblaci¨®n activa desde los 10 a?os, la ley et¨ªope proh¨ªbe que trabajen los ni?os de menos de 14 a?os y, en todo caso, que realicen trabajos penosos o peligrosos. Pero el incumplimiento de la ley es evidente. En la zona rural, donde es normal ver a ni?os de cuatro o cinco a?os conduciendo el ganado y a ni?as poco mayores cargando pesados bidones de agua. Pero tambi¨¦n en la ciudad trabajan los ni?os, cuya aportaci¨®n a los ingresos de la casa son imprescindibles en una urbe en la que se estima que en torno al 60% de la poblaci¨®n vive por debajo del umbral de la pobreza. Es decir, un d¨®lar diario por persona.
Nunca he visto polic¨ªas impidiendo a ning¨²n ni?o realizar cualquiera de los trabajos que desempe?an a la vista de cualquiera. Ni los m¨¢s livianos ni los m¨¢s duros. Y es normal que no lo hagan, de lo contrario se colapsar¨ªa a¨²n m¨¢s una precaria situaci¨®n que se sustenta, en buena medida, en lo que con un eufemismo que parece no herir ninguna sensibilidad se denomina econom¨ªa informal. Hay menores que ayudan a sus padres en el sustento de la familia, pero tambi¨¦n los hay que sencillamente soportan la responsabilidad de atender y mantener a hermanos m¨¢s peque?os, o como en el caso de Peter, a la hermana mayor. Hay otros factores para que la ciudad parezca siempre llena de ni?os: casi cuatro de cada diez habitantes de Addis tienen menos de quince a?os.
Algunas de mis estancias en Etiop¨ªa coincidieron con las vacaciones escolares. Es un tiempo en el que todav¨ªa hay m¨¢s chavales en las calles a cualquier hora del d¨ªa. Unos pocos juegan en los escasos parques infantiles que hay en la ciudad ¨Chay uno impecable, pero que siempre est¨¢ desierto y rodeado de una verja alta, en la empinada avenida Menelik II¨C, otros se entregan con pasi¨®n a los partidos de f¨²tbol que se pueden disputar en medio de una avenida en la que el tr¨¢fico no se detiene o en la mism¨ªsima plaza Meskel, con entrenador y equipaci¨®n incluidos. La mayor¨ªa simplemente mata el tiempo en el vecindario jugando al aro, a las canicas o a perseguir gatos. Una ma?ana en que la lluvia hab¨ªa creado grandes regueros calle abajo, muy cerca de la oficina central de Correos, vi a dos mocosos que casi no andaban jugando a los listros. Quiz¨¢s no tarden mucho en sumarse al pelot¨®n de limpiabotas que pueblan cualquier rinc¨®n de la capital.
Mientras camin¨¢bamos alrededor del estadio, Mohamed nos cont¨® la historia de su vida, una historia corta pero terrible. Con doce a?os se escap¨® de la casa de su padre, en un pueblo en las afueras de Addis, porque le ten¨ªa miedo. Hab¨ªa matado a su madre. Estaba enloquecido y, despu¨¦s de haber servido en el Ej¨¦rcito, hab¨ªa perdido los brazos. El chaval prefiri¨® la intemperie y probar suerte en la ciudad, porque, pese a todo, desde la lejan¨ªa la capital se presenta llena de oportunidades.
Aunque sea solo para mendigar. La mendicidad en Addis Abeba no es un fen¨®meno nuevo. Ni siquiera tiene su origen en la presencia de los faranyis, aunque claro que un blanco caminando por las calles de la ciudad es para los mendigos como un d¨®lar con pies. John Boyes, el militar y aventurero ingl¨¦s que en 1906 escribi¨® el libro My Abyssinian journey, describe la actitud de los abisinios hacia los mendigos. El relato corresponde a los tiempos del emperador Menelik II, en los primeros a?os de vida de la nueva capital, pero valdr¨ªa palabra por palabra cien a?os despu¨¦s.
"Los mendigos son vistos a cientos en Addis Abeba. Muchos de ellos ruinas humanas, algunos sin brazos o piernas y otros que sufren toda clase de discapacidades. Se sientan en cada esquina, y observ¨¦ que los nativos parecen muy generosos con ellos. Cuando la gente va cada ma?ana al mercado en Addis Abeba raramente pasa por delante de estos mendigos sin dejar algo a sus pies. Pueden ser unas astillas de le?a para hacer fuego, algo para comer o algo que hayan comprado en el mercado¡".
Addis es la primera estaci¨®n en la v¨ªa de escape de la miseria y la soledad en la que viven miles de chavales en Etiop¨ªa. Esa es la aspiraci¨®n: del campo a la ciudad y de la ciudad a Yemen, Dubai, a Kenia o a Sud¨¢frica, y de all¨ª Am¨¦rica o a Europa. La mayor¨ªa de las veces no consiguen ni una cosa ni la otra. Un chico de doce a?os, con mirada avispada y algo p¨ªcara, se me present¨® en un peque?o locutorio de Lalibela desde el que intent¨¢bamos hacer a trav¨¦s de Internet una reserva en un hotel de Gondar para la noche siguiente. Otra vez a la puerta de un c¨ªber ¨Cun simulacro de tecnolog¨ªa punta en un lugar anclado en el medievo¨C escucho de boca de ese chaval la historia del hu¨¦rfano que duerme al raso, que es buen estudiante y que s¨®lo necesita unos pocos euros de un faranyi para huir de la miseria. No s¨¦ cuanto hab¨ªa de cierto en la historia del ni?o de Lalibela que nos pidi¨® ayuda para poder escapar de aquel infierno declarado Patrimonio de la Humanidad. Para cerciorarme de que mi nivel de ingl¨¦s y el suyo eran fiables, le ped¨ª que le repitiese la historia en amari?a a nuestro compa?ero de viaje. Hab¨ªa entendido bien: yo era el esp¨®nsor que estaba buscando.
¡ªPero ?qu¨¦ vas a hacer cuando llegues a Addis? ?Conoces a alguien all¨ª? ¨Cle pregunto.
¡ªAll¨ª hay trabajo. Y con lo que gane puedo seguir estudiando ¨Cresponde el chico.
¡ª?No ser¨¢ mejor que lo intentes primero aqu¨ª? ?No hay en Lalibela ninguna organizaci¨®n que se ocupe de los chavales que viv¨ªs en la calle? ¨Cinsisto.
¡ªNo, aqu¨ª no le importamos nada a nadie. No hay salida. En la ciudad por lo menos lo puedo intentar.
Llegados de Lalibela
Mi compa?ero et¨ªope de viaje zanja la cuesti¨®n. Le dice que no podemos ayudarlo si no tiene un lugar en el que vivir en Addis, alguien que lo acoja cuando llegue a la capital. Le explica que hay cientos de chavales que cada d¨ªa llegan a Addis Abeba con la ilusi¨®n de una vida mejor, pero acaban como Mohamed, viviendo en un agujero h¨²medo y qui¨¦n sabe si enredado por alguien que se gana la vida a costa de los mendigos. Al ni?o de Lalibela no le convence nuestra explicaci¨®n. A fin de cuentas, ?qu¨¦ diferencia hay entre el fr¨ªo y el hambre de Addis Abeba y de Lalibela?
El encuentro con el chico de Lalibela me deja lleno de dudas sobre lo que uno debe hacer en estos casos. Tanto como me conmovi¨® el desamparo de Mohamed, acentuado por las evidentes dificultades para expresarse y con los sentidos claramente afectados por la malnutrici¨®n y la falta de higiene. Y seguro que psicol¨®gicamente marcado por un pasado violento y de demencia. Ni los polic¨ªas que nos recriminaron ni el tendero chistoso del supermercado mostraron la m¨¢s m¨ªnima compasi¨®n por el chico, para ellos uno m¨¢s de los miles que pasan el d¨ªa dormitando en los arcenes de las avenidas o cre¨¢ndoles problemas en los alrededores de las tiendas. Estaba claro que a los polic¨ªas que nos interceptaron en la zona del Estadio no les preocupaba en absoluto la protecci¨®n de la imagen de un menor. M¨¢s bien cumplen instrucciones sobre c¨®mo preservar la buena imagen del pa¨ªs para no erosionar el prestigio del Gobierno ante la comunidad internacional. La ca¨ªda de Haile Selassie en 1974 tuvo muchas y complejas causas, pero el documental El hambre desconocida, en el que el periodista brit¨¢nico Jonathan Dembleby mostr¨® al mundo c¨®mo miles de et¨ªopes mor¨ªan porque no ten¨ªan nada que comer mientras en Palacio continuaba el dispendio, dej¨® al ¨²ltimo emperador sin apoyos en el exterior y lo desenmascar¨® ante los et¨ªopes.La crisis humanitaria que mat¨® a un mill¨®n de personas a mediados de los a?os 80 tambi¨¦n ayud¨® a los rebeldes que a¨²n siguen en el gobierno a acabar con el r¨¦gimen comunista de Mengistu. En el pa¨ªs se aprecian progresos, pero sigue muriendo gente de hambre y las llamadas de auxilio de la comunidad internacional se repiten cada a?o.
La diferencia con el pasado es que ahora, cuando suenan las alarmas, funcionan mal que bien los mecanismos de respuesta r¨¢pida y el gobierno se suma a las peticiones de auxilio en lugar de ocultar la necesidad. En todo caso esa estrategia le permite manejar ¨Cy si fuese preciso maquillar¨C la dimensi¨®n del problema. El gobierno de Meles Zenawi practica un dif¨ªcil equilibrio entre captar ayudas y distribuir alimentos sin tener que verse obligado a declarar oficialmente la situaci¨®n de hambruna, como suceder¨ªa en el verano del 2011 en la zona fronteriza con Somalia. Aunque los eufemismos no alivian el sufrimiento de la gente, salvaguardan la imagen de los pol¨ªticos.
Pese al avance en otros terrenos, el drama de los ni?os de la calle no ha desaparecido con el paso de los a?os y es la evidencia cruel de un fracaso pol¨ªtico. De los gobiernos de Etiop¨ªa y de los pa¨ªses donantes. Ya en el a?o 1997, en una convenci¨®n del Comit¨¦ de los Derechos del Ni?o de Naciones Unidas, los representantes de Etiop¨ªa reconoc¨ªan que la soluci¨®n "es dif¨ªcil". Pero aportaban un argumento en el que, de alg¨²n modo, se estaba reconociendo el mal aunque se le negaba el remedio. "Si se les ofrecen infraestructuras de acogida en las grandes ciudades, muchos ni?os del medio rural tal vez se vean tentados a emigrar a la ciudad aprovech¨¢ndose de ellas". A¨²n sin centros de acogida, eso es exactamente lo que sucede: ni?os y j¨®venes llegan cada d¨ªa a Addis Abeba sin trabajo ni residencia. Acaban mendigando, cometiendo peque?os robos o atrapados en mafias de explotaci¨®n infantil y prostituci¨®n.
"No creo que haya aqu¨ª grandes mafias de explotaci¨®n infantil al estilo de las que hay en el este de Europa. Pero definitivamente creo que los ni?os son explotados y usados como mendigos y con prop¨®sitos sexuales". La reflexi¨®n es de una joven et¨ªope que trabaja en Addis Abeba para una organizaci¨®n norteamericana que se ocupa, entre otros asuntos, de los problemas espec¨ªficos de las mujeres y los j¨®venes. Un funcionario que trabaja en una oficina del Gobierno con el que mantuve largas conversaciones en Addis tambi¨¦n est¨¢ convencido de que hay grupos organizados que utilizan a los ni?os como mendigos. "Hay gente que trata de convencer a las madres que piden limosna en las calles con sus hijos para que se los entreguen, con la promesa de que los van a educar y les van a dar estudios, pero lo hacen sencillamente porque los ni?os les sirven para mendigar", afirma.
Es raro, sin embargo, escuchar historias de mutilaciones y torturas, al estilo de las que se ven en Slumdog Millonaire, la pel¨ªcula que con la tremenda historia de un chaval salido de los m¨ªseros barrios de Calcuta gan¨® varios Oscar en 2009. Cuando saco el tema, mi amigo funcionario es escueto en la respuesta: "No tengo conocimiento de que eso suceda". Otras personas, aunque no relatan casos de los que tengan conocimiento directo, se preguntan: ?Si ocurre en la India por qu¨¦ no podr¨ªa ocurrir en Etiop¨ªa? Me pareci¨® que, a partir de una edad que puede rondar los doce a?os, hay menos ni?as que ni?os en la calle. Hablamos tambi¨¦n del tema e inevitablemente asoma la lacerante realidad de la prostituci¨®n y de los abusos sexuales.
"Estoy segura ¨Cme dice la trabajadora social¨C de que hay un mont¨®n de casos de abusos sexuales a ni?os y a ni?as, aunque las chicas puede sufrir adem¨¢s los abusos de los propios chicos de la calle o de otros hombres. Las ni?as sin hogar habitualmente trabajan tambi¨¦n como prostitutas". El hecho de que sean reclutadas a edades muy tempranas puede que las haga menos visibles en las calles m¨¢s c¨¦ntricas a la luz del d¨ªa. Por la noche, en algunas ¨¢reas de Bole Road, en la antigua carretera de Asmara o en el barrio popularmente bautizado como Chechenia no es dif¨ªcil adivinar cu¨¢l es la ocupaci¨®n de las chicas que caminan arriba y abajo. Tampoco son irreconocibles las que buscan clientes en los hoteles de lujo o jugando al gato y al rat¨®n con los guardias de seguridad en los jardines del Ghion. Pero estas chicas, aunque muy j¨®venes, no parece que est¨¦n muy por debajo de los dieciocho a?os. ?D¨®nde est¨¢n entonces las ni?as que son prostituidas? Informes del Departamento de Trabajo de Estados Unidos indican que son raptadas para trabajar en burdeles, en paradas de camiones en zonas rurales, en resort towns e incluso para enviarlas al extranjero. Algunas chicas de la calle son tambi¨¦n captadas para trabajar como sirvientas en las casas y, de acuerdo con denuncias de organizaciones no gubernamentales, su situaci¨®n en ocasiones bordea la esclavitud. Y no es raro que se mezclen las tareas dom¨¦sticas con el sometimiento, tambi¨¦n sexual, al due?o de la casa. Este tipo de explotaci¨®n pasa m¨¢s desapercibido porque puede desdibujarse en una ocupaci¨®n legal de trabajadoras del hogar o con el pretexto de que se trata del acogimiento de familiares en situaci¨®n de necesidad.
En Addis Abeba es habitual que familias con ingresos m¨¢s o menos fijos, aunque sean modestos, dispongan de servicio dom¨¦stico. Suelen ser chicas j¨®venes, venidas en su mayor¨ªa del campo, o incluso familiares que por alg¨²n motivo ¨Cun embarazo a edad temprana, por ejemplo¨C deban abandonar el pueblo o el barrio en el que viv¨ªan. La comida, una habitaci¨®n normalmente anexa a la vivienda principal y a veces un peque?o salario se recibe a cambio de las tareas de limpieza, cocina y lavado. "Los sueldos que perciben dependen de los trabajos que hagan. Las que trabajan internas y realizan todas las labores de la casa pueden ganar entre 200 y 500 birrs, dependiendo si son o no una familia numerosa. En mi casa ¨Cme cont¨® mi amigo el funcionario¨C hay una chica de unos 20 a?os que nos hace todos los trabajos del hogar y cuida de mi hijo. Le pago 300 birrs al mes".
Las ni?as Meseret y Tirunesh
El azar cambia muchas veces el rumbo de historias personales que podr¨ªan haber sido muy diferentes. La de Mohamed tiene un pasado doloroso, un presente muy duro y un futuro dudoso. En un orfanato de Addis conoc¨ª a dos ni?as que dec¨ªan rondar los once a?os y que estaban a punto de echar el cerrojo a un pasado que f¨¢cilmente las pudo haber llevado por la misma senda que condujo al chaval que duerme a la intemperie junto al estadio. Las vamos a llamar Meseret y Tirunesh.
Meseret era candidata a trabajar en r¨¦gimen de semiesclavitud en una casa de la que consigui¨® escapar. Lleg¨® a ella porque un hombre que la vio jugando con sus amigos en el pueblo, fuera de Addis, le ofreci¨® llev¨¢rsela a una casa donde cuidar¨ªan de ella.Meseret se hab¨ªa quedado sola despu¨¦s de la muerte de sus padres y con apenas diez a?os no pod¨ªa tener mejor oferta. Pero cuando lleg¨® a la ciudad no le esperaba un hogar, ni siquiera un sitio m¨¢s seguro que las calles del pueblo en el que naci¨®. Tuvo la valent¨ªa de abandonar su papel de cenicienta y se present¨® ante la polic¨ªa. Cuando la conoc¨ª estaba a punto de dejar el orfanato para irse con su nueva familia. Esta vez lejos de Etiop¨ªa.
Tirunesh lleg¨® a Addis Abeba en un autob¨²s que pag¨® con el dinero que le dio su hermana mayor.Viv¨ªan juntas, pero cuando la hermana se qued¨® embarazada, Tirunesh se march¨® de la casa en la que hab¨ªa muerto su madre y en la que, mucho antes, las hab¨ªa abandonado su padre. Lleg¨® a la capital con el n¨²mero de tel¨¦fono de su padre apuntado en un papel, pero no le quedaba dinero para la llamada ni ganas de volver a verlo. Vag¨® por las calles ¨Crecuerda que hab¨ªa mercado y mucha gente¨C hasta que oscureci¨® y el lugar se qued¨® casi desierto. Una mujer que la vio y que sin duda sabe del destino que les aguarda a las chicas en la calle, la acompa?¨® a la comisar¨ªa de polic¨ªa del barrio. De all¨ª pas¨® al orfanato y a compartir con Meseret la ilusi¨®n de poder empezar a ser una ni?a, aunque ya est¨¦n cerca de la adolescencia.
Nathan y Daniel
En un pelda?o inmediatamente superior de la pir¨¢mide de la pobreza al de Mohamed est¨¢n Nathan y Daniel, dos hermanos que aprovechan las vacaciones escolares para llevar algo de dinero a casa. Cada d¨ªa bajan desde un barrio de la periferia al centro de la ciudad. Con sendas cajas de paquetes de chicles recorren las calles buscando clientela en competencia con docenas de chavales que hacen lo mismo. La historia de Nathan y Daniel, de 12 y 11 a?os, por desgracia tampoco es muy original: han perdido a su padre y trabajan por las calles para completar los ingresos escasos de su madre, que muchos d¨ªas no llegan para asegurar algo de carne o verduras para acompa?ar la inyera de la cena.
Venden bien su mercanc¨ªa. Ofrecen como novedad en el mercado callejero chicles de canela a 4 birrs. Precio muy razonable cuando en un comprensible intento de sangrar al faranyi un paquete de cinco chicles se puede revalorizar hasta los 15 birrs. Compro uno a cada uno y ya no se ven en la necesidad de echar mano de sus recursos dial¨¦cticos para vender. Soy yo el que pregunta:
¡ª?Vais a la escuela?
¡ªAhora no, porque en la ¨¦poca de lluvias nos dan las vacaciones.
¡ª?Y sois tan buenos estudiantes como vendedores?
Se r¨ªen. Por el dominio del ingl¨¦s que exhiben en la conversaci¨®n deduzco que esta vez no es un farol: debe ser verdad que son buenos alumnos y que emplean su tiempo de vacaciones para ayudar en la econom¨ªa dom¨¦stica.
¡ª?Cu¨¢nto gan¨¢is en un d¨ªa? ¨Cpregunto.
¡ªCinco birrs ¨Cresponden con precisi¨®n de contables.
Mientras los veo cruzar la calle hablando animados y cogidos por los hombros hago un r¨¢pido c¨¢lculo mental. Cinco birrs son menos de treinta c¨¦ntimos de euro. En Etiop¨ªa el sesenta por ciento de los hogares viven por debajo del umbral de la pobreza (menos de un d¨®lar al d¨ªa). La aportaci¨®n de treinta c¨¦ntimos que hacen estos ni?os despu¨¦s de un d¨ªa entero caminando por las calles de la ciudad puede marcar la diferencia entre comer o irse a dormir con el est¨®mago vac¨ªo.
La contribuci¨®n de Nathan y Daniel es una bendici¨®n para el hogar. Pero tambi¨¦n puede ser la condena para los chavales. Es la trampa de la pobreza, que se enreda a¨²n m¨¢s en un contexto de encarecimiento de los precios de la alimentaci¨®n. Seg¨²n datos del Fondo Monetario Internacional, aunque el crecimiento de la econom¨ªa del pa¨ªs es de los m¨¢s altos y sostenidos de ?frica, con tasas que superaron el diez por ciento en varios ejercicios desde que comenz¨® el nuevo milenio, la inflaci¨®n se aproximaba al 50% en el caso de los alimentos b¨¢sicos en algunos momentos de este per¨ªodo de expansi¨®n econ¨®mica. Para el teff, el cereal end¨¦mico que es la base de la dieta de los et¨ªopes, la escalada de precios es todav¨ªa m¨¢s dram¨¢tica. Un saco de un quintal ¨Cla cantidad necesaria para un mes en una casa con diez bocas que alimentar¨C hab¨ªa subido en el 2008 un 300%, hasta los 1.100 birrs. En septiembre del 2009, en las fechas pr¨®ximas a la celebraci¨®n de A?o Nuevo et¨ªope, ya estaba en 1.500 birrs. Y los ingresos siguen siendo m¨¢s o menos los mismos, con salarios medios de entre 800 y 1.200 birrs al mes. Para el a?o fiscal 2011-2012 la subida de los precios se hab¨ªa contenido un poco, en torno al 20 por ciento, pero en los bolsillos de la gente apenas se apreci¨® mejor¨ªa.
Con esas cifras, los cinco birrs de beneficio de los dos vendedores callejeros ser¨¢n imprescindibles, aunque quiz¨¢s insuficientes, para que en su casa se puedan seguir comprando unos sacos de teff. Es lo que sucede en las econom¨ªas de subsistencia, en las que hasta el 80% del presupuesto familiar se destina a la alimentaci¨®n (en Europa dedicamos el 25%). ?Qu¨¦ pasar¨¢, entonces, cuando los dos hermanos tengan que volver a clase? Pues probablemente que no lo puedan hacer. Porque a su madre no le quedar¨¢ nada para comprar uniformes y cuadernos, un gasto obligatorio que hace que la ense?anza gratuita y universal que proclama la Constituci¨®n et¨ªope sea en la pr¨¢ctica imposible. Y sobre todo porque tendr¨¢n que seguir en la calle intentando ganarse los treinta c¨¦ntimos de euro que les permitir¨¢ comer, al menos, una vez al d¨ªa.
La educaci¨®n es, sobre el papel, obligatoria hasta el 6? grado. Los ni?os alcanzan ese curso en torno a los doce a?os. Los esfuerzos realizados en esta materia por el Gobierno son indudables, pese a que las dificultades persisten. Sobre todo en las ciudades, las escuelas estatales funcionan hasta en tres turnos para dar respuesta a la demanda. Las tasas de escolarizaci¨®n en primaria y en secundaria han aumentado diez y cinco puntos, respectivamente, entre los a?os 1999 y 2009. De acuerdo con datos mencionados en el Bar¨®metro sobre los derechos humanos y sindicales en la educaci¨®n, el 40% de los ni?os y ni?as comienzan a trabajar antes de los seis a?os. El 13% de los menores lo hacen entre los 5 y los 9 a?os, y trabajan de 58 a 74 horas semanales. No hay que darle m¨¢s vueltas: otra vez la trampa de la pobreza. Los ni?os dejan de ir a la escuela porque en su casa no hay dinero para afrontar el gasto y porque son una fuerza de trabajo imprescindible para la subsistencia de hogares en los que los adultos o est¨¢n enfermos o est¨¢n en paro o tienen salarios m¨ªseros. Eso, cuando tienen familia.
Hist¨®ricamente, las causas de la orfandad en Etiop¨ªa, como en el resto de ?frica, fueron las guerras, las hambrunas y las enfermedades cl¨¢sicas ligadas a la pobreza. Hacia los a?os ochenta del siglo pasado ha venido a sumarse el sida que, aunque las cifras oficiales apuntan a una mejor¨ªa sustancial en los ¨²ltimos tiempos gracias a programas gubernamentales apoyados por organizaciones internacionales, ha dejado diezmada a una generaci¨®n justo cuando estaba en plenitud productiva y reproductiva. La organizaci¨®n de lucha contra el sida de la ONU estima que la pandemia ha causado en Etiop¨ªa 650.000 hu¨¦rfanos (Unicef habla de 800.000). Muchos de ellos est¨¢n tambi¨¦n infectados y algunos son los ni?os que viven en la calle. El pa¨ªs tardar¨¢ a?os en reponerse del da?o causado por el VIH. Y tambi¨¦n deber¨¢ pasar mucho tiempo hasta que est¨¦ curada la herida abierta pr¨¢cticamente en todas las familias del pa¨ªs.
En Etiop¨ªa, un pa¨ªs dolorosamente habituado a la muerte, las familias y los vecinos de las personas que se quedan desamparadas ¨Csobre todo de los ni?os¨C crean una especie de red social de asistencia que suple las carencias de un Estado que, all¨¢ donde existe, tiene unas capacidades muy limitadas. Grupos de hermanos que se quedan hu¨¦rfanos pueden encontrar refugio en la casa de los familiares m¨¢s pr¨®ximos o de los vecinos de la casa de al lado. La separaci¨®n de hermanos en casas diferentes, incluso en pueblos distintos, se impone cuando incorporar a un nuevo miembro al hogar es una carga muy dif¨ªcil de asumir.
Hanna
Unos d¨ªas antes de emprender uno de los viajes a Addis Abeba hab¨ªa le¨ªdo un sobrecogedor post en Habeshaview, el blog de Nigist Tilahum, con quien hab¨ªa contactado tiempo atr¨¢s, antes de su regreso a Etiop¨ªa despu¨¦s de haber pasado un tiempo estudiando y trabajando en Costa Rica y en Estados Unidos. Cuando me encuentro con Nigist en Addis le pregunto por Hanna, la ni?a de la historia que relata en su blog.
¡ªLa madre se muri¨® hace unos d¨ªas ¨Cme responde.
Esta es la entrada en el blog:
"Esta es la historia de Hanna. Ella tiene cuatro a?os. Pasa sus d¨ªas en Merkato, el mercado libre m¨¢s grande de Addis y de ?frica. A simple vista, parece feliz y alegre. Su madre vive de la mendicidad. Si a eso se le puede llamar vivir. Porque apenas pueden permitirse un lugar para pasar la noche. Los d¨ªas que su madre no tiene suficiente dinero para alquilar una cama, pasan la noche en las calles. A Hanna no le gusta cuando eso sucede. Cada vez que su madre se las arregla para encontrar a alguien que le paga algo de dinero a cambio de sexo, puede llev¨¢rsela con ella.
En los d¨ªas buenos, la gente del Merkato se ofrece para llevarla a sus casas por la noche. Hay semanas en las que se pasa cada d¨ªa en una casa diferente. Los d¨ªas que nadie se ofreci¨® a llevarla, me encuentro a Hanna sentada en una esquina mirando, deprimida y preocupada. Su mirada est¨¢ fija en algo y no se escuchan sus risas o sus gritos habituales.
Hanna tiene cuatro a?os. A simple vista nunca la tomar¨ªas por un ni?o de la calle. Generalmente est¨¢ limpia (la gente la ba?a cada vez que pasa la noche en sus casas). Generalmente recibe ropa nueva. La gente se la compra en el Merkato o le dan las que est¨¢n pasadas de moda. Hanna deja estas ropas y zapatos en una de las tiendas de alrededor. Cada vez que va a pasar la noche con su madre le pide a la gente vestidos viejos por temor a que su madre venda los bonitos.
Hanna tiene cuatro a?os. Ella entiende las cosas mucho mejor que otros ni?os de la misma edad. Est¨¢ aprendiendo a sobrevivir en las calles. Ella tambi¨¦n te puede dar consejos. Puede decirte que no te acerques a los mayores porque te pueden tocar de forma inapropiada. Hanna se preocupa mucho por su madre, que est¨¢ enferma con frecuencia. Habla de ella mientras come cada vez que le ofreces algo que tomar. ¡°?Sabes? Ahora Emama est¨¢ realmente enferma¡±. Me rompe el coraz¨®n pensar lo que suceder¨¢ en los pr¨®ximos a?os".
Hanna fue acogida por una de esas familias que la llevaban a casa cuando la encontraban sola en las calles. La soluci¨®n es provisional, tal vez le busquen un orfanato para que pueda ser adoptada.
Desde el a?o 2005, cuando viaj¨¦ por primera vez a Etiop¨ªa para encontrarnos con Anteneh y Kalab, dos de mis tres hijos, conoc¨ª varios orfanatos y casas de acogida. He tenido un contacto muy estrecho con otros padres adoptivos y conozco el pasado de sus hijos. He tratado con miembros de las familias extensas de nuestros hijos y de los hijos de nuestros amigos. Hablamos con cuidadores y responsables de orfanatos, y con representantes y directores de agencias de adopci¨®n internacional. Con alg¨²n representante del Gobierno y de la Judicatura. Tratamos de conocer la opini¨®n de los et¨ªopes sobre la salida de ni?os del pa¨ªs con padres extranjeros. No es un asunto exento de pol¨¦mica, porque tiene detractores y defensores y porque hemos comprobado que no siempre las cosas se hacen bien. No puedo decir que conozca de primera mano casos de corrupci¨®n, de tr¨¢fico de ni?os. Pero estoy seguro de que las ocultaciones y falsedades ¨Cdeliberadas, por desconocimiento o por negligencia en el trabajo¨C en algunos expedientes alimentan las especulaciones y, sobre todo, dejan en la incertidumbre a padres e hijos.
Cosecha de ni?os en pueblos y aldeas
Coincidiendo con nuestro viaje a Etiop¨ªa en el verano del 2009 se estaban reanudando en la Corte los juicios de adopci¨®n. Hab¨ªan sido paralizados durante un tiempo porque una jueza orden¨® a la polic¨ªa que abriese una investigaci¨®n para aclarar lo que consider¨® un sospechoso incremento de abandonos en Addis Abeba. Y sobre todo quer¨ªa saber por qu¨¦ todos los expedientes eran exactamente iguales. La orden judicial coincidi¨® con un reportaje en la televisi¨®n canadiense (poco despu¨¦s se emitir¨ªa otro similar en Australia) en el que se denuncian adopciones ilegales en Etiop¨ªa. Un asunto recurrente que las televisiones aderezan con nombres de relumbr¨®n, como el de Angelina Jolie, Brad Pitt o Madonna. Se refiere a casos en los que ni?os que figuran en los expedientes como hu¨¦rfanos tienen al menos a uno de sus progenitores vivo.
Adem¨¢s se denuncia lo que el corresponsal de la ABC australiana, Andrew Geoghegan, denomina cosecha de ni?os en pueblos y aldeas de Etiop¨ªa. Se refiere a pr¨¢cticas de dudosa ¨¦tica por parte de agencias internacionales, que aseguran a las madres biol¨®gicas que sabr¨¢n de sus hijos cada tres meses. Pero la promesa no se cumple aunque existe un compromiso de seguimientos peri¨®dicos del proceso. Tambi¨¦n habla de abuso en una situaci¨®n precaria y falta de formaci¨®n de los padres que entregan sus hijos para la adopci¨®n, y las acusa de ocultar datos sobre el estado de salud del menor. Los casos con los que se ilustra el reportaje se refieren a la americana Christian World Adoptions (CWA).
El reportaje australiano se desliza, sin embargo, hacia el manique¨ªsmo y la demagogia. Dice que salen cada semana del pa¨ªs treinta ni?os (1.600 cada a?o en un pa¨ªs con dos millones de hu¨¦rfanos) y que la exportaci¨®n de menores le reporta al Gobierno unos ingresos de cien millones de d¨®lares. Y sobre todo comete el error de decir que la adopci¨®n en Etiop¨ªa est¨¢ legalmente desregulada. Lo ¨²nico cierto es que el pa¨ªs no suscribi¨® el Convenio de la Haya, en el que se establece que la adopci¨®n ha de ser el ¨²ltimo recurso en la b¨²squeda del bienestar del menor. M¨¢s preciso y riguroso ser¨ªa afirmar que la precariedad en la que vive la Administraci¨®n et¨ªope no le permite aguantar el ritmo de tramitaci¨®n que generan las aproximadamente setenta agencias que operan en el pa¨ªs. Por esa rendija es por donde se pueden colar los criminales que trafican con ni?os. Y algunos iluminados y prepotentes que consideran que las leyes no les ata?en porque su fin es el bien de los menores, aunque a la postre a lo que parecen rendir obediencia es a la presi¨®n de las familias que contratan sus servicios.
Con mucho m¨¢s rigor, aunque sin dejar de poner sobre la mesa las cartas de posibles irregularidades que se pudiesen estar cometiendo en la gesti¨®n de adopciones en Etiop¨ªa, pero recogiendo tambi¨¦n los efectos que las reformas introducidas por las autoridades est¨¢n surtiendo, el Wall Street Journal volv¨ªa sobre el asunto en un documentado reportaje publicado en abril del 2012. Constata que en el 2010 se realizaron en Etiop¨ªa cuatro mil adopciones, tres veces m¨¢s que seis a?os antes, y relata pr¨¢cticas reprochables de organizaciones internacionales y agentes locales que habr¨ªan reclutado ni?os para la adopci¨®n en ¨¢reas rurales, con la promesa a las familias pobres de que ver¨ªan a los ni?os peri¨®dicamente y, lo m¨¢s sangrante, que en el futuro recibir¨ªan dinero de sus hijos criados en el extranjero. Y un dato importante: muchos de los orfanatos se financian con los fondos que les transfieren las organizaciones que tramitan las adopciones de ni?os que tienen bajo custodia.
Miriam Jordan, la periodista que firma el reportaje desde Minnesota y desde Addis Abeba, escribe que tras la investigaci¨®n realizada por las autoridades et¨ªopes entre los a?os 2009 y 2010, no se constat¨® una situaci¨®n generalizada de fraude y de tr¨¢fico ilegal de menores. No obstante, m¨¢s de una veintena de orfanatos fueron clausurados como consecuencia de la investigaci¨®n y se establecieron plazos mucho m¨¢s restrictivos para la celebraci¨®n de juicios en las Cortes que deciden sobre las adopciones. Esas medidas repercutieron en la ralentizaci¨®n de los procesos y, al mismo tiempo, se introdujeron algunas recomendaciones y normas no escritas que algunas organizaciones internacionales aplican con tal exceso de celo que, en la pr¨¢ctica, llegan a impedir la libertad de movimientos de las familias por la ciudad.
Hadush Halafon, un funcionario que estuvo al frente del departamento de adopciones de Etiop¨ªa, nos dec¨ªa con motivo de una visita a Espa?a: "Nosotros tenemos que garantizar la calidad de las adopciones, no la cantidad". Con el tiempo, el discurso del Gobierno et¨ªope fue un poco m¨¢s concreto, seg¨²n las fuentes que cita Miriam Jordan. "La adopci¨®n es la ¨²ltima opci¨®n. Nosotros no las promovemos", afirma una responsable del Ministerio de Asuntos Sociales.
Ya en marzo del 2007 escrib¨ª este comentario en nuestro blog familiar Mam¨¢ Etiop¨ªa:
"Se extiende una corriente de opini¨®n que criminaliza a quienes adoptamos ni?os en pa¨ªses del Tercer Mundo. Se siembran dudas sobre la limpieza y la legalidad de los procesos, que algunas habr¨¢, no lo dudamos. Se generaliza y se emiten juicios temerarios en los que no s¨®lo se nos coloca al borde de la delincuencia, sino que se nos retrata como c¨®mplices del mal, inconscientes, irresponsables y, en el m¨¢s amable de los casos, como ingenuos.
Hablamos en el comentario titulado Los hijos de Angelina Jolie de la frivolizaci¨®n de la adopci¨®n internacional, pero queremos hablar ahora de quienes act¨²an con plena conciencia y sentido de la responsabilidad. ?Alguien cree que no nos hemos planteado esas preguntas con las que se pretende invalidar cualquier adopci¨®n internacional? Las fraudulentas (que tambi¨¦n nosotros despreciamos) y las legales. Nos hemos preguntado muchas veces si no estar¨ªamos participando, a¨²n sin saberlo, en un negocio ilegal y repugnante; si el dinero que nosotros hemos dedicado a la tramitaci¨®n de la adopci¨®n se emplear¨ªa correctamente, si tiene sentido que los Estados se inhiban en momentos decisivos de la tramitaci¨®n mediante la privatizaci¨®n de la gesti¨®n. Claro que nos hemos planteado si no le est¨¢bamos robando a Etiop¨ªa tres de sus mejores ni?os, si no estamos contribuyendo a hipotecar el futuro del pa¨ªs, si no ser¨ªa m¨¢s justo que creciesen en el lugar en el que nacieron, si no es m¨¢s razonable atajar las causas profundas de la miseria, de la enfermedad y de la orfandad. La respuesta siempre es afirmativa, pero mientras tanto ?qu¨¦? Olvid¨¦monos de motivaciones altruistas y acciones heroicas: en la adopci¨®n confluyen dos intereses. Pero, por qu¨¦ no decirlo, como en cualquier paternidad-maternidad deseada y buscada hay un componente de generosidad. Pese a todo, siempre hemos tenido claro que la gratitud siempre ser¨¢ nuestra hacia nuestros hijos, y no al rev¨¦s".
Copiamos ahora lo que escribimos en caliente durante nuestra segunda estancia en Addis Abeba:
Martes 24/4/2006
"A media tarde salimos del hotel para dar un paseo e ir a la oficina de traducciones, que est¨¢ en los bajos del Estadio. Al preguntarle a la farmac¨¦utica por una direcci¨®n nos dijo que no era muy buena zona para pasear con los ni?os y con tantos bultos (c¨¢maras, mochilas, bolsos¡) Ahora s¨ª aparecen los ni?os de la calle.
Acaba de llover y el suelo est¨¢ embarrado. Ni?os muy peque?os nos piden birres. Uno se mantiene a distancia, con la mirada, algo ida, clavada en nosotros y en nuestros hijos negros mientras no para de rascarse todo el cuerpo por debajo de sus ropas harapientas (¡) Pronto decidimos volver al hotel. Estas inmersiones en la dur¨ªsima realidad del pa¨ªs de nuestros hijos es mejor hacerlas sin ellos. A Thomas le pasa lo mismo que a Anteneh el a?o pasado: en cuanto vio el ambiente de la calle, los ni?os, el bullicio, el barro que lo impregna todo despu¨¦s del chaparr¨®n, se agarra fuerte a las manos de Ana e ??igo, sus padres, y clava la mirada en el suelo. Se aferra al futuro que ya intuye. Misiker parece menos afectada, es mayor. Kalab y Anteneh esta vez van m¨¢s sueltos. Anteneh no deja de mirar a los chavales que nos siguen, le llama la atenci¨®n que algunos vayan descalzos y comenta que son cochinos porque se lavan los pies y las chanclas de tiras de goma en unos enormes charcos marrones que acaba de dejar la lluvia.
?Qu¨¦ situaci¨®n! Nuestros hijos, que ahora estrenan ropa casi cada d¨ªa, frente a los ni?os en los que perfectamente podemos verlos reflejados. Qui¨¦n sabe si ¨¦ste era el futuro que les esperaba. Si esto es lo que han vivido hasta ahora. Nos llevamos lo mejor de este pa¨ªs, porque ni nosotros ni ellos (nuestros gobiernos, los suyos) somos capaces de garantizarles un futuro en el que al menos la comida, la salud, la educaci¨®n y la casa est¨¦n asegurados.
Qu¨¦ paradoja: su miseria nos da nuestra felicidad. Pero ?acaso ser¨ªa mejor en estas situaciones de aut¨¦ntica emergencia y necesidad renunciar a una felicidad compartida para que no se nos acuse de aprovecharnos de su penuria? Si alguien lo plantea as¨ª, que se ponga por un momento en la piel sarnosa de aquel chaval que nos miraba de lejos y no dejaba de rascarse por debajo de sus ropas viejas".
'Addis, Addis' est¨¢ editado por Sial-Pigmali¨®n
Carlos Agull¨® es periodista y autor del blog Mam¨¢ Etiop¨ªa.?
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