Tantas naciones floreciendo¡
Se lleg¨® a pensar que el problema no radicaba tanto en la identidad colectiva como en la conquista o consolidaci¨®n de la democracia, hasta que el hundimiento de la URSS permiti¨® modificar fronteras en Europa
Las naciones ¡ªescribi¨® en 1968 el eminente historiador de la Espa?a moderna Antonio Dom¨ªnguez Ortiz¡ª no son, se hacen. Si lo escribiera hoy, mejor que se hacen, dir¨ªa se construyen, en adaptaci¨®n literal de la crecida bibliograf¨ªa sobre nation building en la que navegamos durante los ¨²ltimos 30 a?os. Una tarea esta, la construcci¨®n de naciones, propia del liberalismo rom¨¢ntico del siglo XIX, llegada a su primera apoteosis con el nacional-imperialismo ¡ªbrit¨¢nico, franc¨¦s, alem¨¢n, ruso¡ª que arrastr¨® a Europa a su Gran Guerra, y alcanzada la cima con el nacionalsocialismo y el fascismo, religiones pol¨ªticas que desencadenaron la segunda guerra grande. A?os despu¨¦s de cerrarse este doble ciclo de horror y devastaci¨®n provocado por dos nacionalismos sucesivos, el imperial y el totalitario, cuando los nacidos en los a?os cuarenta despert¨¢bamos a la raz¨®n pol¨ªtica, era lugar com¨²n pensar que la tarea de la construcci¨®n de naciones hab¨ªa quedado obsoleta de por vida, que el problema no radicaba tanto en la identidad colectiva como en la estructura social y en la configuraci¨®n del Estado, no era tanto cuesti¨®n de naci¨®n como de transformaci¨®n de la sociedad y conquista o consolidaci¨®n de la democracia. M¨¢s a¨²n, ante el proyecto vivo de unos Estados Unidos de Europa no faltaron quienes sin derramar ni una l¨¢grima entonaron el r¨¦quiem por los Estados-naci¨®n.
Hasta que el ¨²nico imperio superviviente de dos guerras ¡ªRusia, imperial con los zares; totalitaria, pero no menos imperial con los bolcheviques¡ª estall¨® desde dentro, dando origen a nuevas naciones-Estado en un doble proceso: de liberaci¨®n, que fue pac¨ªfico a orillas del B¨¢ltico, y de fragmentaci¨®n, que fue sangriento a las del Adri¨¢tico. Pues con el hundimiento del imperio ruso-sovi¨¦tico y, en su estela, del Estado comunista multinacional de Yugoslavia, y el consiguiente florecer de naciones oprimidas, corri¨® como la p¨®lvora el sentimiento de que la modificaci¨®n de fronteras era de nuevo posible en Europa. M¨ªmesis se ense?ore¨® una vez m¨¢s del arte de la construcci¨®n de naciones y, ante las consecuencias del colosal hundimiento, el presidente de la Generalitat de Catalu?a no tard¨® ni un minuto en proclamar: Catalu?a es como Lituania o Eslovenia, una naci¨®n. Y el presidente del PNV, devolv¨ªa amplificado el eco de esas palabras: nosotros tenemos un plan dise?ado ya y le hemos puesto fechas: entre 1998 y 2002 proclamar la soberan¨ªa de Euskadi, estilo Lituania.
La originalidad era que Catalu?a, Euskadi y Galicia dispon¨ªan de poderes de Estado
Lo interesante de la nueva situaci¨®n, como observ¨® sagazmente el secretario general de los j¨®venes convergentes, era que el mito de las fronteras inamovibles de Europa se hab¨ªa roto. De pronto, pues, el modelo a seguir era Lituania, que hab¨ªa quedado presa del Estado imperial ruso-sovi¨¦tico cuando al resto del continente, y muy especialmente al imperio de los Habsburgo, hab¨ªa llegado la primavera de las naciones. Naci¨®n milenaria, Lituania pon¨ªa su reloj a la hora de Europa con un retraso de medio siglo, pero al fin ah¨ª estaba, como naci¨®n-Estado, con el solo hecho de proclamar su soberan¨ªa. No era necesario forzar mucho la imagen para considerar ahora a Espa?a como un viejo imperio austro-h¨²ngaro, o una vieja Rusia, a la que con a?os de atraso hab¨ªa llegado tambi¨¦n la hora de abrir las rejas de la prisi¨®n en que gem¨ªan condenadas tantas naciones. Catalu?a, Euskadi y, en su estela, Galicia, aspiraban a ser como Lituania.
Lo cual, bien mirado, tampoco tendr¨ªa que resultar tan dif¨ªcil: Catalu?a, Euskadi y Galicia disfrutaban, como todas las naciones habidas y por haber, de un nutrido y variado repertorio de relatos legendarios sobre sus or¨ªgenes, de territorios con l¨ªmites bien definidos a lo largo de una historia milenaria, de lenguas propias cultivadas frente a agresiones externas, de culturas e identidades diferenciadas, de altos lugares y de s¨ªmbolos sagrados. No faltaba, pues, ninguna pieza, solo rematar los trabajos de construcci¨®n nacional procediendo a una pol¨ªtica de nacionalizaci¨®n, para lo que dispon¨ªan, desde fecha reciente y a diferencia de Lituania, de un poder de Estado. Tal era, en efecto, la mayor originalidad entre los procesos conocidos de construcci¨®n nacional: que Catalu?a, Euskadi y Galicia, definidas t¨¢citamente en la Constituci¨®n espa?ola como nacionalidades, dispon¨ªan de poderes t¨ªpicamente de Estado ¡ªun Gobierno, un Parlamento, un tribunal superior de justicia, universidades p¨²blicas, medios de comunicaci¨®n sin l¨ªmites presupuestarios, editoriales, museos nacionales, escuelas¡ª para devenir en poco tiempo, si esa era la meta de su ¨¦lite pol¨ªtico-intelectual, naciones en plenitud de sentido pol¨ªtico y jur¨ªdico.
Al cabo, es siempre el Estado el que culmina la construcci¨®n de naci¨®n; siempre, claro est¨¢, que el Estado disponga de pol¨ªticos, intelectuales y artistas con fuertes bases institucionales para acometer la tarea. Y as¨ª al acabar el siglo fue llamativa la modificaci¨®n del lenguaje de la clase pol¨ªtica que en 1978 hab¨ªa pugnado con bravura por introducir en la Constituci¨®n el t¨¦rmino nacionalidad, de larga raigambre en los l¨¦xicos pol¨ªticos catal¨¢n y espa?ol. Nacionalidad, se dijo con notorio desprecio de la historia reci¨¦n pasada, hab¨ªa sido un expediente impuesto por el ruido de sables o por un fant¨¢stico ¡ªm¨¢s bien fantasmal¡ª influjo de la Constituci¨®n de la Uni¨®n de Rep¨²blicas Socialistas Sovi¨¦ticas: un t¨¦rmino, afirmaron distinguidos intelectuales otrora marxistas, de origen leninista-stalinista, importado en Espa?a ?para protegernos de los militares! Su destino no pod¨ªa ser otro, por decirlo al modo de Marx y de Trotsky, que acabar en el basurero de la historia: ni regiones aut¨®nomas, como hab¨ªan sido reconocidas por la Constituci¨®n de la Rep¨²blica en 1931, ni nacionalidades, como las identificaba la Constituci¨®n de 1978: Catalu?a, Euskadi y Galicia eran naciones, como Lituania.
Valencia, primero, y luego Andaluc¨ªa, las Illes Balears y Arag¨®n tambi¨¦n buscaron sus ra¨ªces
Naciones sin Estado, aunque con poderes de Estado: esta era la original¨ªsima situaci¨®n al comenzar el siglo. Y ocurri¨® entonces que mirando hacia atr¨¢s a la manera calderoniana, como el sabio que se preguntaba si habr¨ªa alg¨²n otro tan pobre y m¨ªsero como ¨¦l, la respuesta hallaron viendo que otros sabios iban recogiendo las hojas que ellos acababan de desechar. Desde el a?o de gracia de 2006, Valencia, primero, y luego Andaluc¨ªa, las Illes Balears y Arag¨®n dieron un paso de gigante en su construcci¨®n como naciones pol¨ªticas proclam¨¢ndose, en los estatutos reformados de sus respectivas comunidades aut¨®nomas, como nacionalidades hist¨®ricas. En los pre¨¢mbulos de los, m¨¢s que reformados, nuevos estatutos, ninguna pieza falta de las habitualmente utilizadas en la construcci¨®n nacional: una comunidad arm¨®nica de personas libres, una robusta y s¨®lida identidad forjada a lo largo de su historia, un car¨¢cter singular como pueblo asentado desde ¨¦pocas milenarias en un ¨¢mbito geogr¨¢fico diferenciado, una lengua o en su defecto una manera propia de hablar, un derecho foral cuando lo hubiera, una ferviente pasi¨®n identitaria, en fin, que convert¨ªa en juego de adolescentes aquella b¨²squeda de se?as de identidad que llen¨® los a?os de transici¨®n.
Al transformarse de regiones en nacionalidades hist¨®ricas por declaraci¨®n de unos estatutos de autonom¨ªa elevados tras su paso por las Cortes a bloque constitucional como leyes org¨¢nicas, las comunidades valenciana, andaluza, balear y aragonesa han dejado al Estado espa?ol con un resto de regiones que equivale a lo que antes se llamaba resto de Espa?a, a la vez que muestran, por si falta hac¨ªa, la raz¨®n que asist¨ªa a Dom¨ªnguez Ortiz cuando escrib¨ªa que las naciones no son, se hacen. S¨ª, maestro, pero una vez hechas, son, y ser¨ªa propio del avestruz negarse a ver el ser de lo hecho. Mal que nos pese a quienes cre¨ªmos un d¨ªa periclitada la emoci¨®n nacionalista y arrumbadas en el desv¨¢n de la historia las banderas nacionales como fuerza movilizadora, ah¨ª est¨¢ el hecho m¨¢s asombroso de las ¨²ltimas d¨¦cadas: asistir, como si de una nueva primavera rom¨¢ntica se tratase, al florecimiento de tantas naciones. Lo que vaya a ocurrir con el Estado, ?a qui¨¦n importa?
Santos Juli¨¢ es profesor em¨¦rito de la UNED.
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