La casa (digital) de los pobres
Nuestras p¨¢ginas privadas en la red crecen en la misma medida en que progresa el ¡®estado del malestar¡¯. Hay que disimular con una inflaci¨®n de privacidad la miseria de nuestro perfil en el mercado de los ¡®yoes¡¯
En un certero an¨¢lisis del fen¨®meno de la autofoto telef¨®nica (La era de los selfies, 8 de marzo de 2014), Ernesto Hern¨¢ndez Busto registraba hace poco en estas p¨¢ginas las transformaciones de la vida personal que las nuevas tecnolog¨ªas ponen de manifiesto en la actualidad. Como suele suceder, subsiste en este punto un equ¨ªvoco muy propio de nuestro tiempo y cuyo nudo resulta casi imposible de deshacer: la confusi¨®n entre privacidad e intimidad. Pues de lo que se trata en el tipo de conductas propiciadas por la nueva cultura de los gadgetsvisuales no es de la intimidad, sino exclusivamente de la vida privada, que en efecto est¨¢ sometida a cambios extremadamente sintom¨¢ticos en nuestros d¨ªas.
Recordemos para empezar que la vida privada moderna, precisamente por ser el territorio en el cual el ¡°yo¡± se sustrae a las obligaciones p¨²blicas, ha sido siempre el lugar privilegiado de exhibici¨®n de la propiedad y de la riqueza ¡ªen concreto de esa parte de la riqueza que, a diferencia de los beneficios que se reinvierten en la industria, se convierte en signo de lujo y disfrute personal. La ¡°casa del burgu¨¦s¡± decimon¨®nico, que tanto horrorizaba a Walter Benjamin, rebosaba de fetiches de la personalidad de su due?o en todos los rincones, en los cojines de los tresillos, en las repisas de las chimeneas y en las cortinas de los dormitorios, convirtiendo el espacio en una exuberante colecci¨®n de peque?os o grandes ¡°tesoros¡± que cantaban la gloria de su poseedor. Algunos de los propagadores del impresionismo, por ejemplo, organizaron sus galer¨ªas parisienses de esta ¨¦poca como las estancias de ese domicilio burgu¨¦s, para que los compradores potenciales pudieran hacerse una idea de c¨®mo lucir¨ªan en su hogar aquellas impressions una vez que se las hubieran apropiado y pudieran mostrarlas en privado a sus visitas.
Es cierto que desde entonces han cambiado muchas cosas: la clase obrera posindustrial accedi¨® tambi¨¦n a la ¡°vida privada¡± y al derecho a ¡°una habitaci¨®n propia¡± cuya decoraci¨®n, condenada a ser un suced¨¢neo barato del lujo burgu¨¦s, fue sin cesar denostada por los estetas del siglo pasado como s¨ªmbolo del ¡°mal gusto¡± de las clases medias, con su inevitable escena de caza en la pared del comedor y sus souvenirs de pl¨¢stico sobre el televisor: los sucesivos iconos de la sociedad de consumo de masas ¡ªcon especial menci¨®n de los electrodom¨¦sticos, cuya multiplicaci¨®n ritmaba la incorporaci¨®n de las mujeres al mundo laboral¡ª eran el equivalente proletario de la riqueza burguesa, a saber, la ostentaci¨®n algo vulgar del bienestar proporcionado a los trabajadores por el Estado social de derecho.
Las impresiones en la red caducan r¨¢pidamente; de ah¨ª la hist¨¦rica urgencia de su renovaci¨®n
Pero cualquiera que sea la amplitud e importancia que otorguemos al ¨¢mbito de lo privado, es obvio que se trata de una noci¨®n que solo puede comprenderse desde su articulaci¨®n con la de lo p¨²blico, con la que forma una pareja indisociable y caracter¨ªstica del mundo contempor¨¢neo. Quiero decir que solo hay cosas verdaderamente privadas all¨ª donde existe lo p¨²blico, y viceversa (en los reg¨ªmenes totalitarios, en donde aparentemente ¡°todo es p¨²blico¡±, en realidad nada lo es, pues todos comparten la terror¨ªfica intimidad del eg¨®crata). Y, por tanto, cualquier transformaci¨®n de la privacidad tiene que tener su correspondencia en el territorio de lo p¨²blico, tanto en el sentido descriptivo (el ¡°espacio p¨²blico¡±) como en el normativo (el derecho p¨²blico como marco jur¨ªdico de la pol¨ªtica). As¨ª que, sea cual sea la aristocr¨¢tica iron¨ªa con la que se quiera encarar el que las clases trabajadoras tambi¨¦n tengan derecho a la privacidad, este hecho no deja de ser el reverso de otro cuya relevancia hist¨®rica ser¨ªa dif¨ªcil exagerar: el acceso de los menos favorecidos a la vida p¨²blica, de la cual hab¨ªan estado largo tiempo excluidos.
As¨ª que los actuales avatares del yo en la era de las tecnolog¨ªas comunicativas deben ser enmarcados en el contexto de lo que podr¨ªamos llamar ¡°la privacidad de los pobres¡± (o sea, de los que no guardan en sus aposentos verdaderas ¡°riquezas¡± de las que presumir ni informaciones privilegiadas con las que deslumbrar a sus conocidos), aunque tengan que esforzarse en disimular esa penuria manteniendo una aparente opulenta que solo se acredita mediante su exhibici¨®n constante. Puesto que en el mundo moderno la privacidad connota a la vez el territorio del yo individual y la esfera de las actividades mercantiles, ser¨¢ f¨¢cil de entender que la necesidad perentoria de producci¨®n de im¨¢genes del ¡°yo¡± (no solamente selfies, sino tambi¨¦n actualizaciones del perfil en las redes sociales y, en general, puesta al d¨ªa constante de los lances de la vida privada, comidas en restaurantes, vacaciones en el mar, cumplea?os, eventos sentimentales de pareja y aver¨ªas del coche) es el resultado de un r¨¦gimen de caducidad vertiginosa ¡ªse dir¨ªa que casi instant¨¢neo¡ª que puede muy bien comprenderse a trav¨¦s del fen¨®meno econ¨®mico de la inflaci¨®n.
Pues si caben pocas dudas de que a lo que asistimos en todas estas modas es a una evidente inflaci¨®n de privacidad (o sea, a una privacidad cada vez m¨¢s hinchada y proliferante), es quiz¨¢ menos obvio aunque igualmente cierto que la hist¨¦rica urgencia con la que cada cual es requerido a renovar la imagen de s¨ª mismo en esas plataformas se debe a la velocidad enloquecida a la que se deval¨²an estas impressions (a diferencia de los cuadros impresionistas de los hogares burgueses), debido a la inmensa mara?a de competidores, con quienes tenemos que medirnos, que hacen lo mismo que nosotros cada segundo.
Estas modas deben tomarse en serio, porque suelen ser m¨¦todos para configurar la subjetividad
En una sociedad como la nuestra, que promueve las relaciones superficiales, ef¨ªmeras y con poco grado de compromiso, el c¨ªrculo de los amigos que podemos invitar a nuestras min¨²sculas viviendas se reduce tan r¨¢pidamente como lo hacen los signos de riqueza que en ellas podemos ofrecer a su mirada en un tiempo en el que la transici¨®n al ¡°estado de malestar¡±, el desempleo, la sequ¨ªa crediticia y la factura de la luz ¡ªque ahora ya no cambia de precio cada mes, sino cada minuto¡ª amenazan con la extinci¨®n progresiva de las clases medias y su consabida cursiler¨ªa. Y en esa misma medida ¡ªal aumentar la necesidad de disimular la miseria para que la cotizaci¨®n de nuestro perfil en el mercado de los ¡°yoes¡± no se hunda definitivamente¡ª crecen hasta lo ilimitado las dimensiones de nuestra casa electr¨®nica, es decir, nuestras p¨¢ginas ¡°privadas¡± en la red, que no podemos permitirnos que dejen de visitar nuestros ¡°amigos¡± virtuales, es decir, aquellos a quienes, aunque no les conozcamos, no queremos decepcionar, y nos tenemos que garantizar su aprobaci¨®n mediante el ¡°me gusta¡± con el que sancionan las ¡°riquezas¡± (vacuas, s¨ª, pero mucho menos horteras a nuestros ojos que las viejas figuras de Lladr¨®) que infatigablemente colgamos en sus paredes telem¨¢ticas para dar la sensaci¨®n de que hemos cambiado el mobiliario y renovado la decoraci¨®n, es decir, de que somos ricos. Incluso aunque no nos alcance para pagar la deuda hipotecaria con el banco, no podemos dejar de pagar esta otra deuda ¡ªtan infinita como aquella¡ª que nos exige nuestra empobrecida vida privada, ya que este tipo de merchandising digital, a diferencia del petr¨®leo, es (enga?osamente) gratuito e inagotable.
As¨ª que no podemos tomarnos a broma estas modas, porque las modas suelen ser procedimientos muy serios de configuraci¨®n de la subjetividad. Y esta, en concreto, al expresar un galopante empobrecimiento de la vida privada ¡ªel ya citado Benjamin hablaba certeramente de pobreza de experiencia¡ª, sugiere de paso que este hecho no es sino la otra cara de la pauperizaci¨®n igualmente progresiva de la vida p¨²blica. El espacio p¨²blico se puebla de todas esas identidades inmediatamente caducadas, que lo toman por el escenario en el que desarrollar su drama, llen¨¢ndolo de lo que, en esa esfera, no deber¨ªa tener cabida (no es que los pol¨ªticos tambi¨¦n se hagan selfies, es que a veces dudamos de que hagan otra cosa en sus apariciones p¨²blicas); y la privacidad vaciada de sentido de quienes se han visto paulatinamente convertidos en empresarios de s¨ª mismos se refleja en la p¨¦rdida de contenidos del poder p¨²blico, tantas veces reducido a la categor¨ªa de un servicio ¡ªinc¨®modo pero necesario¡ª para la defensa de los intereses privados. La sensaci¨®n de desamparo y desnudez que as¨ª se propaga ¡ªemparentada con la que m¨¢s crudamente padecen cuando llega la noche quienes no tienen casa¡ª ya no tiene que ver con lo privado ni con lo p¨²blico, sino con la intimidad. Pero de eso hablaremos otro d¨ªa.
Jos¨¦ Luis Pardo es fil¨®sofo.
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